La filosofía es una disciplina escurridiza,
que se resiste a una definición objetiva y universal. No es una ciencia
social, natural o exacta. No es una técnica y, menos aún, una religión.
En las primeras décadas del siglo XXI, se podría decir que –en su
sentido más amplio- es la pregunta por el ser y -en un sentido más
específico- la pregunta por los fundamentos del conocimiento, la moral,
la política y la belleza. Kant condensó el propósito de la filosofía en
tres célebres preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me
cabe esperar? Todos estos interrogantes pueden reunirse en una sola
pregunta: ¿qué es el hombre? Kant no menciona la belleza, pero en 1790
publica la Crítica del Juicio, donde establece una feliz
distinción entre lo bello –que cautiva con su armonía y equilibrio- y lo
sublime –que conmueve y sacude, provocando terror y fascinación. ¿Cuál
es la posición de Borges en relación a estas cuestiones? ¿Cómo responde a
estas preguntas? ¿Se las plantea seriamente? Borges citaba a menudo la
maliciosa frase de la Escuela de Viena, según la cual “la metafísica es
una rama de la literatura fantástica”. Aficionado a las provocaciones,
simulaba un falso entendimiento con el positivismo lógico, pero era
demasiado incrédulo para suscribir que un enunciado lógicamente perfecto
constituye una verdad objetiva. Borges ensayó una definición de la filosofía que encajaba con su actitud descreída:
“Si soy rico en algo, lo soy más en perplejidad que en certidumbre. Un
colega declara desde su sillón que la filosofía es entendimiento claro y
preciso; yo la definiría como la organización de las perplejidades
esenciales del hombre”.
Borges era un lector apasionado de Heráclito, Berkeley, Hume y
Schopenhauer, pero nunca perdió mucho tiempo con los sistemas,
especialmente cuando su arquitectura y lenguaje se basaban en complejos
tecnicismos. No leyó las tres Críticas de Kant ni la Ciencia de la lógica
de Hegel. Tampoco se internó en la inextricable selva de Heidegger, tan
oscura como los misterios de Eleusis. No se debatió con la pregunta
por el ser. No le interesó el “giro lingüístico” del primer Wittgenstein
ni el misticismo del segundo. ¿Por qué callar ante lo inefable, si la
palabra –con sus imperfecciones y limitaciones- es lo más preciado de la
especie humana? En “Las ruinas circulares” (Ficciones, 1944), juega con la idea calderoniana de que la realidad es sueño, pero sin el énfasis trágico del Barroco.
Somos el sueño de otro al que llamamos Dios. Es una hipótesis de
indudable belleza, pero tan incierta como la paradoja de Aquiles y la
tortuga o la flecha de Zenón de Elea. El espacio es infinitamente
divisible en la “llanura supraceleste” de Platón, donde existe la esfera
perfecta soñada por Pascal, pero en el mundo empírico el espacio es un
tramo que Aquiles recorre con atléticos pasos de hoplita y la flecha del
arquero vuela implacablemente hasta hundir su punta en el blanco.
En “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones,
1952), Borges esboza una ingeniosa impugnación del tránsito temporal,
explotando los argumentos de Berkeley, pero finaliza el texto admitiendo
que sólo se trata de una ilusión: “El tiempo es un río que me arrebata,
pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo,
desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Escéptico en materia religiosa, declaró con humor: “Todo es posible, hasta Dios”. En Los teólogos (El Aleph,
1949), Aureliano acusa a Juan de Panonia de herejía, enviándolo a la
hoguera. Cuando Aureliano perece por causas naturales, descubre que Dios
le confunde con Juan de Panonia. En la eternidad, “el ortodoxo y el
hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima” se
confunden en la misma identidad difusa, pues Dios apenas presta atención
a las sutilezas teológicas. Kant presuponía la inmortalidad como un
interminable proceso de perfeccionamiento, sin el cual no sería posible
lograr la excelencia moral como especie. La inmortalidad es un postulado
de la razón práctica, no una evidencia empírica. El filósofo de
Königsberg, con una biografía tan insípida como la de Borges, considera que no debemos codiciar la inmortalidad, sino hacernos merecedores de ella.
El escritor argentino no aprecia nada deseable en existir indefinidamente. Nunca
ocultó el fastidio que le producía ser Borges, confesando que el anhelo
de inmortalidad de Unamuno le parecía literalmente incomprensible. En “El inmortal” (El Aleph),
quizás uno de sus cuentos más perfectos, escribe: “Ser inmortal es
baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la
muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.
En una hipotética eternidad, semejante a la que viven los trogloditas
de la Ciudad de los Inmortales, “no hay méritos morales o intelectuales.
Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas
circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez,
la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los
hombres”. El tribuno romano que protagoniza el relato advierte el
horripilante significado de la inmortalidad: “Como Cornelio Agrippa, soy
dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una
fatigosa manera de decir que no soy”. Borges concluye que la muerte es necesaria para mantener el sentido de la vida:
“La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres.
Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan
puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el
rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo
irrecuperable y azaroso”.
En el terreno de la moral, Borges descarta formular cualquier clase
de imperativo. No es un relativista, pero se muestra escéptico sobre la
posibilidad de deslindar nítidamente el terreno del bien y el mal. No
cree en la literatura comprometida. La buena literatura no nace de una
idea, sino de la fatalidad. Ese fenómeno explica la autonomía del arte,
con una existencia independiente de su autor. ¿Es el Martín Fierro
una apología de la violencia y de la camaradería masculina, con su
inevitable tufo de misoginia? No es un secreto que Borges sentía
fascinación por los gauchos y soñaba con una muerte viril, semejante al
de Juan Dahlmann, el protagonista de “El Sur” (Ficciones,
1944), que se deja matar por “compadrito de cara achinada” en una
disputa trivial. Dahlmann acepta el cuchillo de un gaucho y sale a la
llanura. No sabe manejar el arma, pero no está asustado. Le espera la
muerte que “hubiera elegido o soñado” meses atrás, cuando se recuperaba
de un grave accidente en un hospital. Se ha acusado a Borges de
conservador, pero en realidad era un individualista feroz, que detestaba
cualquier forma de autoritarismo: “Estoy en contra de los
gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los estados”. Se definía
como “anarquista”, pero su anarquismo no guardaba ninguna relación con
la tradición libertaria, sino con la filosofía de Spencer, según el cual
lo óptimo en política es un “severo mínimo de gobierno”. Los valores
morales de Borges eran la amistad, el coraje y la tolerancia. Se
declaraba enemigo del fascismo y el comunismo, dos ideologías
totalitarias, colectivistas, que postulan la aniquilación del individuo.
Desde su punto de vista, la realidad es “un sueño compartido”, el yo
“una alucinación colectiva” y la belleza “la inminencia de una
revelación que no se produce”. Borges no es un filósofo –al
menos, en el sentido académico-, sino un clásico literario, quizás el
mayor de la segunda mitad del siglo XX en lengua castellana. En septiembre de 1972, le entrevistó la Revista Gente:
“Es usted un genio”, afirmó el periodista. “No crea, son calumnias”,
contestó el escritor. Ser un genio tiene sus inconvenientes. Borges
repudió sus primeros libros, pero la posteridad fue inmisericorde,
rescatando hasta la más pequeña de sus notas, algo que le habría hecho
sufrir mucho más que no recibir el Nobel. “No otorgarme el Premio Nobel
se ha convertido en una tradición escandinava”, comentó burlón un gran
amante de las sagas escandinavas. Afirmaba que entendía a la Academia
Sueca: “Todo lo que he escrito, todo, no pasa de ser borradores…
¡borradores!… papeles sueltos”. Esos presuntos borradores son una vasta,
profunda y ubicua literatura, casi tan perfecta como la flor de
Coleridge, que viajó desde el Paraíso hasta la Historia para escarnecer
nuestra pobre racionalidad.