Se publica en España el testimonio de vida de Emma Reyes
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Emma Reyes de las pocas fotografías de su época, en su vida cotidiana./elcultural.es |
“La verdadera patria del hombre es la infancia”, escribió Rilke, pero ¿qué sucede cuando no es así? ¿Qué nos queda cuando la infancia es un doloroso recuerdo, donde el afecto es lo insólito y la crueldad lo cotidiano?
Emma Reyes nació en Bogotá en 1919. Desconocía la identidad de su
padre, su única hermana se llamaba Helena y su madre era la “señora
María”, una mujer neurótica e inestable que confinó a las niñas en una
pequeña habitación, limitándose a visitarlas de tarde en tarde para
garantizar su supervivencia. Siempre se mostró fría, arisca, brutal. Las
niñas sólo abandonaban su encierro para jugar en un estercolero, sin
ignorar que cualquier motivo podía desencadenar un aluvión de bofetadas,
insultos y tirones de pelo.
Emma recrea su desdichada niñez mediante 23 cartas enviadas al amigo e historiador Germán Arciniegas.
Lo hace con una prosa sin voluntad de estilo, áspera y sincera, que
elude la autocompasión y el juicio moral. Aunque no hay propósito
estético, cada página desprende una helada y escabrosa belleza. Emma
vive en una atmósfera de pesadilla, pero siempre encuentra una vía de
escape. En ocasiones es suficiente contemplar un viejo patio, con unas
macetas de flores, o escuchar una música lejana. Emma y su hermana viven
como dos reclusas, pero su aislamiento, lejos de matar su sensibilidad,
exaspera sus sentidos, transformando cualquier nimiedad en un prodigio
estético.
Germán Arciniegas le enseñó las cartas a Gabriel García Márquez, que advirtió
de inmediato el valor literario y humano de los textos. Conmocionado y
admirado, animó a Emma a no interrumpir la correspondencia y a
publicarla cuando lo estimara oportuno. El intercambio epistolar se había iniciado en 1969 y se prolongaría hasta 1997. Emma
murió en Burdeos en 2003 y en 2012 se publicaron sus cartas,
produciendo una mezcla de asombro y espanto. Sin artificios ni arreglos,
urdían una trama que recordaba las fantasías de Kafka. Al igual que en El proceso o El Castillo,
los seres humanos parecían moscas en una telaraña, esperando un destino
fatal. La “señora María” era frívola y casquivana, pero su inhumanidad
con sus hijas evoca la perversión del poder totalitario, que presupone
una culpabilidad colectiva para declarar un estado de excepción, sin
otra excusa que propagar la impotencia y el desamparo.
La situación no mejora cuando las niñas son trasladadas a una hacienda
de Guateque, un pueblo a dos horas y media de Bogotá, con una iglesia de
fachada blanca, un cura tridentino y un cacique con un paternalismo
hipócrita y autocomplaciente. Las niñas disfrutan de más libertad, pero
las palizas prosiguen. Nadie se ocupa de su aseo y educación. La
“señora María” trabaja en una agencia de chocolates, flirteando con los
hombres del pueblo. Enseguida circulan rumores sobre su descaro, las
familias esquivan a la forastera, pero ésta no altera sus costumbres. De
hecho, se queda embarazada y alumbra a un niño, que nunca suscitará su
cariño. Ni siquiera le pondrá nombre. Sólo es el Niño y, sin la
intervención de Emma, se pasaría la mayor parte del tiempo entre heces y
orina. Uno de los momentos más dramáticos de un libro rebosante de
escenas trágicas es el abandono del Niño en la puerta de una gran casa
blanca. Emma sólo tiene cuatro años, pero entiende lo que está
sucediendo e intenta evitarlo. El abandono se consuma entre los
lastimosos quejidos del Niño: “Yo sentí que su llanto salía del fondo de
la tierra. […] En ese momento aprendí de un solo golpe lo que
es la injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo
de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la
tierra. Ese día quedará sin duda como el más cruel de la existencia”.
La “señora María” también abandonará a Emma y Helena. Las dos hermanas
pasarán quince años en un convento con un clima opresivo, donde no
reciben ninguna clase de educación académica. Las monjas se limitan a
inculcar en las niñas el miedo al infierno y un angustioso sentimiento
de pecado. La alimentación es miserable y el trato gélido. Las niñas se
acostumbran, desviando su anhelo de afecto hacia otras niñas o incluso
hacia muñecos. Emma se hace muy amiga de la Nueva, una chica tímida e
infeliz que esconde en su delantal una figura de porcelana blanca. Para
ella, es su hermanito Tarrarrura. Cuando el muñeco cae a un río, la
Nueva se arroja a las aguas para salvarlo, pero se ahoga sin remedio.
Esa noche, Emma se hace pis en la cama. Es la primera vez. El cuerpo
refleja el tormento del alma. El dolor psíquico siempre necesita un
cauce para desahogar su malestar. Finalmente, Emma se fuga del
convento. La infancia ha quedado definitivamente atrás y el mundo se
muestra con su conmovedora ridiculez: “En la calle no había nadie, sólo
dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo a otro”.
Memoria por correspondencia es un libro de enorme dureza, pero
sus páginas no excluyen la ternura. En el convento, sor María Ramírez,
la monja que se encarga de la plancha, ama a las niñas con una sencillez
evangélica. Por el contrario, el sacerdote que se encarga de
confesarlas obra con una intransigencia anticristiana, negando a Emma la
posibilidad de ordenarse monja, alegando que no sabe nada de sus
padres. En realidad, Emma es nieta del presidente Rafael Reyes, pero ignora cuál de sus tres hijos dejó embarazada a la “señora María”.
Emma aprendió a leer y escribir con dieciocho años, viajó por América
Latina, mantuvo un breve idilio con Botero, perdió un hijo a
consecuencia de la violencia política, se instaló en París y comenzó a
pintar. No era buena dibujante, pero sus telas desprendían una
intensidad deslumbrante. Germán Arciniegas afirma: “Ella no pinta con
aceite sino con lágrimas”.
Emma reflexiona sobre su atípico estilo: “Es verdad que mi pintura son
gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son
hombres y dioses o animales o mitad todo. Luis Caballero dice que yo no
pinto mis cuadros: que los escribo”. Podría decirse que Memoria por correspondencia es un cuadro expresionista, un interminable grito como el famoso óleo de Munch. Al
terminar el libro, el horror sigue temblando en la memoria, pero con
una hebra de esperanza, anunciando que el sufrimiento del ser humano
sólo puede curarse con el afecto de otro ser humano o con la creación
artística, que es otro acto de amor y tal vez el logro más alto de
nuestra especie.