filbo 2013
Alberto Salcedo Ramos, ganador del premio Ortega y Gasset, explica su pasión por el periodismo y su deuda con la senda abierta por García Márquez
El cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, fotografiado en Madrid. /Javier Gandul./elpais.com |
El Caracol era el hombre más feo del mundo y Alberto tenía nueve
años. Mirando llegar a aquel hombre desdentado “de cabellos rústicos”
traer quesos a la casa de su abuelo, aquel niño empezó a ser el escritor
que es hoy y que ahora ha merecido el Premio Ortega y Gasset de
Periodismo por contar la larga travesía de un chaval para ir a la
escuela. Es Alberto Salcedo Ramos, tiene 50 años. Nació en Barranquilla,
Colombia, donde se hizo Gabriel García Márquez. Ahora podría decirse,
leyendo las crónicas de Salcedo, que esa no es una mera coincidencia.
En la casa de los abuelos (los padres de Alberto se separaron cuando
él tenía cuatro años) no había libros. Creció viendo telenovelas
mexicanas y venezolanas, y oyendo hablar a la gente. “Vivíamos en El
Arenal, que en realidad se llama San Estanislao, pero como no había
pavimento sino arena así se llamó, El Arenal. Y allí todo se sabía
hablando. Y la gente hablaba a gritos, es el Caribe. Yo crecí viendo
rollos de alambres con púas, medicinas para curar el ganado. Con los
años he descubierto que los primeros libros que leí nunca fueron
escritos. Eran hechos por las voces de la gente del pueblo. Yo me
inventé los primeros libros mirando hablar”.
La radio servía “para oír imágenes; tenías que creerte lo que decían
los que retransmitían el boxeo. No podíamos establecer una relación
entre esa voz y lo que sucedía. Te tenías que creer la voz, era un auto
de fe”. Pero servía para imaginar el mundo. “Yo siempre tuve mucha
curiosidad. No había bibliotecas. Lo que pasa es que en mi tierra hay
mucha gente que tiene talento narrativo. Es como una baratija que se
malgasta en las esquinas. Había en la plaza un tipo que vendía dos horas
de diálogo. Ibas, te hablaba desde un taburete, le pagabas. Pero para
llegar a ser Gabo, que es tan inalcanzable, ya tienes que meterle unos
libros al disco duro, te tienes que formar como lector”.
En el mundo rural “todo estaba muy permeado por las narraciones de
los espantos, los duendes, los fantasmas, la muerte… La muerte siempre
ha sido un protagonista de nuestras historias. Hay una copla vallenata
que también canta Serrat, El amor amor: ‘Este es el amor amor,
el amor que me divierte, cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la
muerte…’. El folclor permite disimular la tristeza. Allí nos burlamos
de la muerte porque le tenemos mucho miedo. Como en el Carnaval de
Barranquilla”.
La bisabuela materna le contaba muchas historias de Las mil y una noches.
“Las descubrí luego; me contó una cantidad de mentiras…; tenía la
memoria estropeada por los años, los relatos se le entrecruzaban. Su
Aladino era muy particular”. Había periódicos: “Llegaba El Tiempo
todos los días, a las cuatro de la tarde. El mundo era lento entonces.
Las noticias venían a lomo de burros. El vallenato empezó porque la
gente tenía que mandar a otros a que se supieran las noticias. Murió
Fulanito, anda y cántalo si pasas por tal sitio… Así se daban las
noticias, cantándolas”.
Aprendió a leer con la madre: “Fue una persona dulce, no fue una
madre pegadora. Pero enseñándome a leer a veces perdió la paciencia.
Entonces se decía: ‘La letra con sangre entra’. Así no fue, pero perdía
la paciencia”. En La eterna parranda (Aguilar) incluye Salcedo Ramos algunas de sus mejores crónicas, y una columna sobre su madre, Las verdades de mi madre.
Su texto más emocionante, escrito tras la muerte de su madre, una mujer
que no aceptaba mentiras. Un detalle. Alberto cumplía 10 años, estrena
un pantalón blanco y va a la feria. Allí compra una empanada de huevo
que le lleva a su madre… en el bolsillo del pantalón. Para ella era
evidente el destrozo, en cuanto vio entrar al hijo por la puerta.
“Enseguida corrió hacia mí con el rostro transfigurado por la furia. Era
evidente que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me
saqué el paquete del bolsillo y le dije: ‘Mira lo que te compré, mami’.
Su semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo”.
Los primeros libros los leyó en el colegio. Y a los 12 años se atrevió con Cien años de soledad
de Gabriel García Márquez. “No la entendí. Me extravié en esa fronda de
nombres repetidos, y la dejé. La agarré a los 20 años y sentí la
adicción más grande que me ha generado una prosa a lo largo de mi vida.
Gabo es adictivo. Y peligroso”.
-—¿Le ha afectado?
-—No, pero sí conozco a algunos que se descalabraron, hubo muertos y
heridos, y contusos, porque sucumben a ese embrujo de Gabo y luego no
saben cómo digerirlo.
La prosa de Gabo “es encoñadora, produce encoñamiento; me deslumbró totalmente. La más bella novela es El amor en los tiempos del cólera;
desde ahí el Gabo es absolutamente virtuoso en la escritura, muy
lúdico, muy juguetón. Se permite hazañas con el idioma y es tan
consciente de ello que parece que se burla de nosotros”.
Ese es el referente del periodismo, “porque él nos ha ayudado a
vender la idea de que la crónica es una forma de periodismo tan válida
como la literatura. La crónica ha estado estigmatizada como si la
ficción fuera mejor. Algunos me dicen: ¿y cuándo vas a dar el salto a la
literatura? ¡Confunden la técnica narrativa de la crónica con la
técnica de la ficción! Daniel Samper Ospina define la crónica como un
cuento con datos reales. Así es”.
Los datos y los detalles. “Flaubert decía que la verdad está en los
pequeños detalles. Hice un libro sobre Kid Pambelé, el boxeador que
enseñó a ganar a Colombia, campeón del mundo. Creí la leyenda que había
visto, hasta que, pasado el tiempo, y siendo ya Pambelé un desastre
derrumbado por las drogas, lo conocí de cerca; era un hombre bipolar,
tenía perdidos los límites entre el presente y el pasado. Todavía se
cree campeón mundial. Si hubiera contado lo que sabía de él hubiera
escrito línea y media, pero lo seguí durante ocho meses. Un día, después
de todo ese tiempo, iba con él en taxi, por Bogotá. A él lo hartó un
atasco de tráfico, se enrabietó, dejó el coche y se puso a andar, solo.
Cuando lo alcancé ya no tenía la cara de furia; había sido reconocido,
todos los aclamaban, le gritaban champion, le hacían la uve de
la victoria… Caminaba como si estuviera en una pasarela. Un vendedor
callejero le regaló un sombrero mexicano de charro. Pero no se lo puso.
‘¡Es que si me lo pongo no me van a conocer!”.
Las otras lecturas han sido Rulfo (“tan ducho, tan zorro, hace que no
se vea el oficio”), Hemingway (“arrogante como persona, humilde ante su
historia”), Albert Camus, Borges, Talese, Mailer, Capote (“me gustaba
su maldad, es maldadoso, es un tiburón que quiere sangre”).
-—¿Y usted es maldadoso?
-—Yo soy menos maldadoso que Capote, más considerado. Más sudamericano, más romántico. Más cursi también…
¿Y de dónde viene todo, cómo se hizo cronista? “Mira, yo escribo
desde los nueve años, y pasó algo que nunca he contado. Veía muchas
telenovelas. En la casa de mis abuelos vivía una mujer de más de 30
años, madre de cinco hijos, soltera y abandonada. Y todos los días
llegaba a esa casa rural un ordeñador que traía quesos y se devolvía
para la finca. Era el hombre más feo que he visto en mi vida. Le
faltaban los dientes, tenía los cabellos rústicos, no hablaba. Le decían
El Caracol. Pensé que aquella mujer y este hombre deberían ser novios. Y
todos los días yo escribía una carta que pareciera de él y la ponía en
algún rincón de la cocina para que ella la encontrara. Todavía viven
juntos. Cuando uno hace un truco como ese a los nueve años y le funciona
ya queda encadenado de por vida a la escritura”.
Esa cadena es la que le ha llevado a Alberto Salcedo Ramos ser el
cronista que ahora ha sido elegido Premio Ortega y Gasset de Periodismo.
* Alberto Salcedo Ramos conversará el sábado 27 de abril, a las 3:00 a las 5:30 pm en la sala Josefa del Castillo