Homenaje a Augusto Monterroso
De la brevedad con la ironía
El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí.
La oveja negra
En un lejano país existió hace
muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño
arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así,
en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas
por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes
pudieran ejercitarse también en la escultura.
La fe y las montañas
Al principio la Fe movía
montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje
permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a
propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas
no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el
lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto
creaba más dificultades que las que resolvía. La buena gente prefirió entonces
abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios
viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de
fe.
La honda de David
Había una vez un niño llamado
David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba
tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que
veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían
escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo. Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada. David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente. Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños. Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
Pasó el tiempo. Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada. David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente. Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños. Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
La tela de Penélope o quién engaña a quién
Hace muchos años vivía en
Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy
astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único
defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo
pasar sola largas temporadas. Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises
con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una
vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las
noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin
decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo. De esta manera
ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes,
haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba
mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a
veces dormía y no se daba cuenta de nada.
El eclipse
Cuando fray Bartolomé Arrazola
se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de
Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia
topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí,
sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el
celo religioso de su labor redentora. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas
de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que
a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido
un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras
que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de
su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo
más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar
la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo
hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron
fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se
produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén. Dos horas
después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente
sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de
voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían
eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.