34 cuentos cortos y un gatopájaro recoge el trabajo del escritor colombiano entre 1978 y 1981. Minificciones que contienen un mundo entero, fantástico y tragicómico
El escritor Evelio Rosero ha publicado, entre otras novelas, Los ejércitos. /elespectador.com |
Existe, en un mundo cualquiera, en la casa de una familia cualquiera,
un animal extraño, una conjugación peculiar: un gatopájaro, que de
tanto en tanto intenta comerse a sí mismo. Existió, en otro tiempo, un
hombre que vendía pobres; el suministro de pobres se le terminó y
entonces tuvo que venderse él mismo, pero ya el mal estaba hecho.
Existió un autor que quería crear un cuento para matar a los perros,
pero no sabía si morirían al escribirlo o al leerlo, y quería disponerse
a encontrar alguien que les enseñara a leer; los perros, en últimas,
morían de vergüenza por aquel hombre.
Esa suerte de historias
encontrarán los lectores en 34 cuentos cortos y un gatopájaro, de la
editorial Destiempo, el libro más reciente del escritor colombiano
Evelio Rosero, impreso para su lanzamiento en la Feria del Libro y cuya
novedad ha pasado desapercibida entre la interminable lista de autores
en el evento. Rosero siempre ha sido un hombre silencioso, poco amigo de
las luces que acaban con el trabajo de cualquier escritor —o lo
banalizan—, y por esa razón sus trabajos han hablado por él. En
ocasiones anteriores, fueron novelas como Los almuerzos, Los ejércitos y
La carroza de Bolívar las que se llevaron los elogios —y también varias
críticas certeras, sobre todo la última—. Ahora, este libro de relatos,
que reúne sus relatos breves escritos entre 1978 y 1981, quizá
reforzará el lugar que ya tiene en la literatura colombiana.
Pese a
ciertos yerros en la construcción de algunos de los cuentos —exceso en
el discurso del narrador, historias que se evaporan en una prosa
oscura—, es más sencillo contar los aciertos de la recopilación. Rosero
escribió estos relatos breves para varias publicaciones, entre ellas el
Magazín Dominical de El Espectador, años antes de publicar sus primeras
novelas, de modo que en ellos se puede ver el proceso en su narrativa y
vislumbrar, aunque no con tanta fuerza, parte de los temas sobre los que
versa su literatura. Permiten ver, además, un Rosero por completo
distinto al de sus novelas, que juega más con las situaciones y los
personajes, que encuentra en la fantasía, y a veces en la solemnidad,
dos espacios en donde se mueve a gusto.
Ese es el primer acierto
de esta recopilación. Quizá es menos conocido el hecho de que Rosero ha
escrito varios libros infantiles —la calificación es, por lo demás,
inocua— y en este texto se encuentran trazas de aquel Rosero que se deja
ir un poco más allá de los hechos “reales”. En Puerto de Tumaco, 1938
un grupo de personas encuentra un mensaje en una botella que sólo puede
ser descifrado por los peces, pues se requieren un par de branquias para
entenderlo. Cuento para matar un perro es una disquisición sobre la
posibilidad de asesinar perros a través de la palabra y, luego, una
reflexión sobre el modo en que se les debe enseñar a leer. Miedo relata
el momento en que un hombre llama y él mismo contesta, mientras que a la
compañía de teléfonos le parece superfluo semejante problema
metafísico.
Todas las historias logran, en breve, construir un
aliento, ya sea de muerte —como sucede en Crónica de un viaje por Chile—
o de locura —como en La casa—. Rosero estaba obligado, aunque tal vez
ni siquiera pensaba en ello al momento de escribir los relatos, a
condensar en un momento, en una pequeña cápsula, un mundo entero. Entre
más pequeño sea el texto, más poderosas deben ser sus palabras, más
cuidados sus giros, más sugerentes sus diálogos. En la mayoría de
historias, Rosero tiene éxito e incluso va más allá de la fantasía, si
así se puede llamar: cuentos como La visita, El espejo pintado,
Encierros y Dominga Dionisiano tienen un aire muy distinto de la nota
constante de los relatos: atrapan a personajes y situaciones a través de
sus manías y los retratan con detalles sencillos pero muy dicientes.
Dominga Dionisiano, viuda de un matarife, se convierte en la mejor
matarife del lugar, heredera del arte de su esposo. Y los hombres le
temen y buscan morir entre sus piernas, aunque sea acuchillados.
Los
tonos y las situaciones son diversas en cada relato: Rosero puede
hablar de una tortuga que reflexiona luego de que un pato intenta nadar
junto a un pollo y éste muere. Entonces, luego de intentar una reflexión
y corregirla, concluye: “Ningún amigo, por más amigo que sea, es un
conejo”. También hay espacio para historias algo más duras, como la de
Sia-Tsi, un anciano cuya sabiduría es tan reconocida como temida y a
quien buscan para matar.
Ese recorrido, desde la fantasía más
infantil hasta los temas más maduros —división que, de nuevo, es
inocua—, es el eje central de los relatos breves de Rosero. De ellos
podría nacer una novela, tal vez un cuento más extenso, pero la
capacidad de decantación ayuda a que quede de ellos la semilla limpia,
el canto certero de un solo instrumento que, pese a su sencillez, posee
una grave complejidad. La misma complejidad del gatopájaro que cierra la
colección, esa mezcla que reúne todo lo que es este libro: un híbrido
de tragicomedia.