martes, 16 de abril de 2013

La timidez como método

Se dice de Monterroso que, al igual que los verdaderos escritores, no dejó nunca de escribir: cuando dejaba de hacerlo, decía que lo posponía, y en estas postergaciones se le pasó la vida

Augusto Monterroso, creador del minicuento: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí./elpais.com
Todas las moscas son distintas. Mi preferida está en este cuento mínimo de la gran Lydia Davis: “Al fondo del autobús, en el baño, esa mínima pasajera ilegal, camino de Boston”.
Muy diferentes son las moscas entre sí, pero se parecen. Augusto Monterroso, experto en ellas, solía decir: “La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”. El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología general sobre tan enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto porque tendía a lo infinito y él era un escritor de brevedades. Pero conviene aclarar que no ignoraba que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir textos interminables. Esto pude descubrirlo el mismo día de verano en que en un bar de Barcelona conocí a Monterroso y, en medio de la animada conversación, me contó de golpe una historia que vi con toda claridad que desmentía su exclusiva afición por lo breve. Erase una vez, me dijo, una cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha.
Quedé petrificado. Con el tiempo he confirmado que su obra solo en apariencia es breve. La prueba está en que a cada nueva reedición de sus historias la obra parece nueva. Es lo que me ha ocurrido con El Paraíso imperfecto. Antología tímida (edición de Carlos Robles Lucena, Debolsillo), donde por suerte no hay quien tropiece nunca con el célebre dinosaurio (a veces parece que solo hubiera escrito ese cuento), pero sí, en cambio, con una destilación inteligente de lo más divertido de su obra. El prólogo que escribiera Monterroso para su Antología personal de 1975 sirve aquí de cierre del volumen: “Como mis libros son ya antología de cuanto he escrito, reducirlos a esta me fue fácil; y si de esta se hace inteligentemente otra, y de esta otra, otra más, hasta convertir aquellos en dos líneas o en ninguna será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector”.
Así pues, su tendencia a corregir y a hacerse cada vez más pequeño no falta en esta nueva antología, tampoco su gran energía irónica: “Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare; escribió una novela: dijeron que se creía Proust; escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov; escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield; escribió un diario: dijeron que se creía Pavese; escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes; dejó de escribir: dijeron que se creía Rimbaud; escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto”.
Su hondo humor cervantino es precisamente el que falta en este país sin humor, este país extraviado e irrecuperable, incapaz de escapar de la lógica trágica del lugar. El humorismo, decía Monterroso, es el realismo llevado a sus últimas consecuencias, y excepto mucha literatura humorística, todo lo que hacemos tiene un lado muy risible; en realidad, el hombre es el único animal experto en hacer el ridículo.
A los 10 años de su muerte, es muy bueno volver a reírse con Monterroso y recordar su método tímido como sistema literario. Fue uno de los grandes, aunque era pequeño, y desde luego nunca le dieron el Cervantes, por ser tan grande. Socio involuntario del club de los narradores latinoamericanos (Rulfo, Onetti, Pitol, Arreola, Denevi, Wilcock, Ribeyro) que el boom no incluyó entre los suyos y que con el tiempo se han revelado mejores que muchos de los figurones de entonces. Se dice de Monterroso que, al igual que los verdaderos escritores, no dejó nunca de escribir: cuando dejaba de hacerlo, decía que lo posponía, y en estas postergaciones se le pasó la vida.