"La estatua y la piedra" es la edición de un discurso que el Nobel pronunció en 1997, un texto que lleva por subtítulo: "El autor se explica"
La Fundación Saramago, en Lisboa, un centro credo para difundir el legado del Nobel portugués, es la encargada de la edición de ‘La estatua y la piedra’./elespectador.com |
“Se ha escrito, y mil veces dicho, que era un libro contra la Europa
que se estaba construyendo, como si un simple novelista pudiera competir
con hechos económicos y políticos de semejante magnitud”.
La
balsa de piedra, el libro. Y competencia sí hubo. Y también victorias.
Muchas de éstas quizá fueron en terrenos lejanos a la política y los
escaños. De pronto muchos de los triunfos se dieron en silencio, con la
tranquila aceptación de que una fábula puede convocar más que un
referendo, decidir más que una elección.
El debate y la polémica
son útiles para la academia, pero la narración puede cambiar el mundo.
No lo dijo Saramago, alguien más, otro escritor.
Describir la estatua para averiguar qué es la piedra. Una imagen poderosa. Una. Muchas.
El
notario obsesionado con una mujer, un funcionario público encerrado en
un archivo arañando la identidad a través de papeles. La ceguera como
tétrica advertencia, funesta descripción de una condición maligna, una
enfermedad, la humanidad. “Quizá nuestros ojos vean, pero nuestra razón
está ciego. No somos capaces de reconocer que ha sido el ser humano el
que ha inventado algo tan ajeno a la naturaleza como es la crueldad”, se
explica Saramago.
Un poco de clarividencia en medio de tanta luz,
o tanta oscuridad. Un mundo entregado a vivir en los extremos. Y en el
medio, como suspendido en brea, queda el resto, todos. “Matar, cualquier
animal lo sabe hacer, pero perdonar es un lujo”. No lo dijo Saramago,
alguien más, otro escritor.
Y su obra puede ser denuncia, si se
quiere. Pero tal vez no panfletaria. Un ser político, aunque,
claramente, mucho más que un político. Un humanista. La diferencia puede
ser que para el segundo es posible que la cosa no acabe en las urnas.
Todo vive en la ficción, encuadernada y traducida y difundida y admirada
y destrozada y odiada. Pero siempre literatura. “Los que escribimos
corremos el riesgo de imaginar que la literatura es todo y que más allá
de ella no hay nada. (…) Y mi idea, más bien la llamaría preocupación,
en este momento, o probablemente desde siempre, aunque en los últimos
títulos se ha hecho más evidente, es considerar al ser humano como
prioridad absoluta”.
Un activista en una época de apatía, en la
que se ha cavado la amplia trinchera de la indolencia. Vivir mirando
hacia ningún lado. Sobrevivir apenas. “En algún momento la franqueza se
nos volvió insoportable. (…) ¿Qué pensarán las generaciones futuras de
este sarcasmo rampante, del cultivo descarado de la tontería? ¿Será
suficiente dejarles un archivo con videoclips en los que se ve a la
gente hacer idioteces? ¿Se puede hablar de un legado irónico?”. No lo
dijo Saramago, alguien más, una escritora.
La estatua y la piedra
es un libro corto. La edición de un discurso entregado hace muchos años.
Pero, lejos de la complacencia autobiográfica que peligrosamente podría
entrañar el dibujo del propio perfil, entrega una visión, una
perspectiva acerca de un cuerpo de trabajo. Y, claro, se ve la piedra:
“La
otra historia que me acompaña, y que, cuando la relate, no añadiré nada
más a lo dicho, porque tendré conciencia de que entonces habré
alcanzado el interior más hondo de la piedra, también se refiere a mi
abuelo Jerónimo. Resulta que, teniendo él setenta y dos años o setenta y
tres años, sufrió un accidente vascular cerebral que, al principio, no
parecía muy grave, pero que aconsejó su traslado a Lisboa para ser
tratado en un hospital.
Ya he descrito, en detalle, que habitaban
en una casa muy pobre, de suelo de barro, dos piezas, la que hacía de
cocina y el dormitorio, y una especie de huerto con unos cuantos
árboles, las pocilgas con los cerdos, el gallinero con las gallinas y
los conejos. Los árboles eran unos cuantos olivos, unas higueras, unos
perales, lo normal que se veía en cualquier casa de pueblo.
Entonces
mi abuelo, cuando el coche que habría de llevarlo a la estación de
trenes estaba en la puerta, fue al huerto y se despidió de todos los
árboles, abrazándose a cada uno de ellos y llorando. Este viejo pastor,
rudo, analfabeto, tenía dentro de sí un tesoro de sensibilidad tal que,
adivinando que no volvería a su casa, se despidió de los seres vivos con
quienes nunca pudo haber hablado, que parece que no sienten, pero él
que sí, él que hablaba, él que sentía, reconocía aquellos árboles que
habían sido para él la vida, y se despidió de ellos como de los hijos o
de los hermanos o de los nietos. Mi abuelo no separaba la vida de la
vida, parecía habitar en la superficie de las cosas, pero, al final,
demostró que su mundo estaba dentro de ellas”.