viernes, 12 de abril de 2013

Neruda vuelve para recordar a Thatcher y Pinochet lo que fueron

Neruda era simpatizante y amigo cercano de Allende; estaba enfermo, pero planeando dejar del país para ir a México, adonde había sido invitado a exiliarse. Mientras se hallaba en su lecho mortal en una clínica, su casa había sido allanada y arrasada por soldados

El dictador chileno, Augusto Pinochet junto a la dama de hierro, Margaret Thatcher. Las derechas siempre son muy solidarias entre ellas./puercoespin.com.ar
Es curioso, históricamente hablando, que Margaret Thatcher muriera el mismo día en que los forenses, en Chile, exhumaron los restos del difunto y gran poeta chileno Pablo Neruda. Autor de los épicos “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y ganador del Premio Nobel 1971 de Literatura, Neruda murió a los 69 años, supuestamente de cáncer prostático, apenas doce días después del violento golpe militar del 11 de septiembre de 1973, lanzado por el jefe del Ejército Augusto Pinochet contra el elegido presidente socialista, Salvador Allende. Aviones de guerra destrozaron el palacio presidencial, y Allende los contuvo valientemente; pero se suicidó con un rifle que le había dado el presidente de Cuba Fidel Castro cuando los matones de Pinochet finalmente irrumpieron. Neruda era simpatizante y amigo cercano de Allende; estaba enfermo, pero planeando dejar del país para ir a México, adonde había sido invitado a exiliarse. Mientras se hallaba en su lecho mortal en una clínica, su casa había sido allanada y arrasada por soldados.
En su funeral, una gran multitud de dolientes marchó por las calles de Santiago –una ciudad sombría que, por lo demás, estaba vacía excepto de vehículos militares. En su tumba, en uno de los únicos actos conocidos de desafío público en la estela inmediata del golpe, los asistentes cantaron la Internacional y vivaron a Neruda y también a Allende. Mientras lo hacían, los hombres del régimen recorrían la ciudad quemando libros de autores que no les gustaban y cazando a quien pudieran encontrar para someterlo a torturas o matarlo.
Hace un par de años, el ex chofer de Neruda expresó en público su sospecha de que Neruda había sido envenenado, diciendo que había oído al poeta decir que los doctores le habían aplicado una inyección y que, inmediatamente después, su condición había empeorado drásticamente. Hay otros detalles que alimentan esta teoría, pero nada concluyente. La ciencia forense, finalmente, puede proveer la respuesta a este perturbador interrogante histórico.
¿Por qué traer a colación a Maggie Thatcher? En un tributo el lunes pasado (7 de abril de 2012), el presidente Barack Obama dijo que había sido “una de las grandes adalides de la libertad y las libertades”. En realidad no, no lo fue. Thatcher fue una fiera combatiente de la Guerra Fría, y en lo que respecta a Chile nunca reunió la suficiente compasión por  la gente que Pinochet mataba en nombre del anticomunismo. Prefería hablar de su muy atesorado “milagro económico chileno”.
Y bien que mataba. Los soldados de Pinochet congregaron a miles en el estadio nacional del país y, allí mismo, los sospechosos fueron conducidos a vestuarios y corredores y bancas, torturados y ejecutados. Cientos murieron sólo en ese estadio. Uno de ellos fue el reverenciado cantante chileno Víctor Jara, quien fue golpeado, dejado con manos y costillas rotas y luego ametrallado, tras lo cual su cuerpo fue descartado como basura en un callejón de la capital –junto con los de muchos otros. La matanza continuó incluso después de que Pinochet y sus militares tuvieron un firme control del poder; fue llevada a cabo con el mayor secreto, en cuarteles militares, edificios de policía y en el campo. Críticos y opositores del nuevo régimen fueron asesinados también en otros países. En 1976, la agencia de inteligencia de Pinochet planificó y ejecutó un ataque con coche bomba en Washington, D. C., que asesinó al exiliado ex embajador de Allende ante los Estados Unidos, Orlando Letelier, así como a Ronni Moffitt, su asistente norteamericana. Gran Bretaña consideró impropia la razzia asesina de Pinochet y sancionó a su régimen rehusándose a proveerle armas –esto es, hasta que Margaret Thatcher se convirtió en Primera Ministra.
En 1980, año en que asumió el cargo, levantó el embargo de armas contra Pinochet; muy pronto él compraba armas inglesas. En 1982, durante la Guerra de las Falklands (Malvinas) contra la Argentina, Pinochet ayudó al gobierno de Thatcher con inteligencia sobre la Argentina. De allí en más, la relación se volvió directamente cálida, tanto que los Pinochet y su familia comenzaron a realizar una peregrinación anual privada a Londres. Durante esas visitas, ellos y los Thatcher se reunían para comer y beber sorbitos de whiskey. En 1998, mientras escribía un perfil de Pinochet para The New Yorker, la hija de Pinochet describió a la Sra. Thatcher en términos reverenciales, pero confió que el marido de la Primera Ministra, Dennis Thatcher, era un motivo de vergüenza y usualmente se emborrachaba en las reuniones. La última vez que me reuní con Pinochet en Londres, en octubre de 1998, me dijo que estaba a punto de llamar a La Señora Thatcher con la esperanza de que hallara tiempo para tomar el té con él. Un par de semanas después, Pinochet, todavía en Londres, se encontraba bajo arresto por orden del juez español Baltasar Garzón. Durante la prolongada cuasi- detención de Pinochet en una confortable casa del suburbio londinense de Virginia Water, Thatcher mostró su solidaridad visitándolo. Allí, y frente a las cámaras de televisión, expresó la deuda británica con el régimen chileno: “Yo sé cuánto le debemos” –por “su ayuda durante la campaña de las Falklands”. También afirmó: “Fue usted quien trajo la democracia a Chile”.
Esto, por supuesto, era una falsedad de proporciones tan enormes que no puede ser pasada por alto como producto del excesivo celo de una amiga leal.
Pinochet murió en 2006 bajo arresto domiciliario y enfrentando más de trescientos cargos criminales por violaciones a los derechos humanos, evasión fiscal y malversación. Para entonces, se le atribuían más de 28 millones de dólares escondidos en cuentas bancarias secretas en varios países que no tenían traza alguna de haber sido ganados legalmente. Al final, la única defensa de Pinochet fue una humillante declaración de demencia senil –que no podía recordar sus crímenes. El ataque final al corazón llegó antes que la condena.
Durante los años de lo que podría ser llamado el regreso de Chile a la democracia, después de 1990 –cuando Pinochet fue obligado a dejar la Presidencia de la que se había apoderado, en seguimiento a un referéndum que perdió—, poco se hizo para exorcizar realmente los demonios de Chile, mucho menos para juzgarlos. Pinochet retuvo el comando de las Fuerzas Armadas, y cuando abandonó ese rol, en 1998, conservó una senaduría vitalicia que le dio inmunidad ante la justicia. Hasta su detención en Gran Bretaña, los presidentes que gobernaron el Chile “democrático” rodeaban de puntillas el hecho de que el ex torturador en jefe del país seguía dictando los términos de la discusión nacional sobre el pasado reciente. Tras su regreso a casa, después de dieciséis meses, sin embargo, se le quitó su inmunidad parlamentaria, fue acusado por algunos de los crímenes del golpe, y pasó buena parte del resto de su vida bajo arresto domiciliario. Pero fue necesaria Michelle Bachelet, presidente de Chile entre 2006 y 2010 —la hija de un general que se opuso al golpe y fue torturado hasta que murió de un ataque cardíaco— para que se acabara con aquella tradición de deferencias.
En un país donde la historia permaneció enterrada por décadas, es apropiado desenterrar a Neruda para descubrir la verdad de lo que le ocurrió. En cierto sentido, Neruda fue como Lorca, el poeta español asesinado en las primeras semanas del golpe fascista de Francisco Franco en 1936 y cuya sangre ha sido una mancha en la conciencia de su país desde entonces.
Chile tiene ahora la chance de hacer lo correcto. La casa veraniega de Neruda en Isla Negra, a unas millas de Santiago, es una villa modesta y encantadora sobre una playa rocosa, con ventanas que miran al mar y la lírica colección de viejas sirenas de barcos como decoración. Él y su mujer, Matilde Urrutia, fueron enterrados allí, y allí es donde los investigadores fueron a buscar la verdad. Al final, aún si Neruda murió de cáncer, como se dijo en su momento, su exhumación será una oportunidad para reforzar el mensaje dirigido a los autoritarios de todas partes de que las palabras de un poeta siempre sobrevivirán a las suyas y los ciegos elogios de sus poderosos amigos.