Cualquiera podía entrar en este grupo, surgido en los años 80 en Ciudad de México. Bastaba con repudiar la cultura oficial y creer en otras expresiones estéticas
Roberto Bolaño, segundo de izquierda a derecha, con sus amigos, los
poetas a los que inmortalizó en su novela Los detectives salvajes. /elespectador.com |
"Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética, la Vida:
una-sola-cosa”, escribió Roberto Bolaño en el primer manifiesto
infrarrealista. Textos rusos de ciencia ficción hablan de la oscuridad
del espacio, de los hoyos negros que hay entre las luces, entre las
estrellas. ¿Son acaso soles negros que no percibimos?, se preguntaba
Bolaño. ¿O estrellas de luz oscura que desconocemos?, opinaba otro poeta
amigo. Los infrasoles. Personas ocultas bajo el negro manto de la
indiferencia.
Situémonos en el Distrito Federal a medidos de los
años setenta. Nos encontramos con una sociedad que viene arrastrando el
movimiento estudiantil de 1968, la euforia de la Revolución cubana y la
politización de la cultura. Ahora pensemos en los escritores que
punteaban las listas de narrativa y poesía por ese entonces en México.
Pienso en Rulfo, por supuesto, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, José
Joaquín Blanco. Publicaban libros sin mayor dificultad, dirigían
revistas, influenciaban la crítica literaria, protagonizaban varios de
los eventos culturales de la ciudad y lo seguirían haciendo durante
años. Eran personas admiradas y queridas por la mayoría de mexicanos que
encontraban en su literatura un gran talento y compromiso con el arte.
Muchos jóvenes soñaban con crear un nueva Comala o escribir un verso
como Paz, pero había otros, otros jóvenes poetas que soñaban con romper
esta tradición literaria y lanzarse a los caminos desconocidos.
Era
un grupo pequeño que fue creciendo con el tiempo. Se fueron encontrando
en los talleres de literatura, en los recitales de poesía, en los cafés
y en las calles del Distrito Federal. Roberto Bolaño, Mario Santiago
Papasquiaro, Cuauhtémoc y Ramón Méndez, Rubén Medina, José Peguero, Mara
Larrosa, José Vicente Anaya, Claudia Kerik, Jorge Hernández Piel
Divina, Guadalupe Ochoa y Bruno Montané. Después se integrarían Pedro
Damián Bautista, José Rosas Ribeyro, Juan Esteban Harrington, Édgar
Artaud y Víctor Monjarás. En los ochenta creció el grupo con Mario Raúl
Guzmán, Óscar Altamirano y Rafael Catana. Cualquiera podía entrar,
bastaba con repudiar la cultura oficial y creer en otras expresiones
estéticas.
Les gustaban Breton, Tristan Tzara, el movimiento
futurista, la generación Beat (Ginsberg, Kerouac y Burroughs), Guy
Debord, Nicanor Parra, Girondo, Vallejo, Martín Adán, los poetas
malditos, el rock y los hora zerianos, poetas neovanguardistas peruanos
con quienes compartían conceptos e intercambiaban poemas.
Como
perros en manada andaban los días y las noches por las calles del
Distrito Federal. A las tres de la mañana por todo el Paseo de la
Reforma, absortos en discusiones sobre poesía o con los ojos fijos en el
poema que alguno leía para todos; por la colonia Guerrero, que parecía
“un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto”, y por el centro,
en el café La Habana, lugar de encuentro de los exiliados cubanos, donde
hablaban sobre la herencia estalinista o sobre el surrealismo o sobre
José Revueltas.
Juntos fueron definiendo la idea de una ética y la
posición y actitud frente a la cultura oficial. Surgió la idea de crear
un movimiento poético neovanguardista: el infrarrealismo. Sin
proclamarse, claro, una nueva alternativa de hacer poesía, el movimiento
rechazó a toda costa los sistemas de poder dentro del arte y la
creación, y propuso la búsqueda continua de la alteridad, de ese otro
camino, sobre el principio de que vida y poesía son lo mismo hasta donde
permitan los sentidos y las formas estéticas.
La cultura oficial
los atacaba: ¡jóvenes rebeldes e irreverentes que roban libros! Y ellos
contraatacaban. Inventaban poetas ingleses o franceses y los “traducían”
en algún suplemento literario. Se aparecían en los recitales de poesía,
tomaban los micrófonos y leían sus propios poemas, poemas vitalistas
que iban contra el canon, poemas que hablaban sobre las nuevas
dimensiones que adquiría el cuerpo, el deseo, el cambio de la percepción
de las otredades sexuales, el colapso de las fronteras entre la alta
cultura y la cultura popular.
Déjenlo todo, nuevamente, el primer
manifiesto infrarrealista —escrito por Bolaño y alimentado por los demás
miembros durante las interminables caminatas— recupera el Lâchez tout
de Breton —en la que fue su propia ruptura con el dadaísmo— para marcar
el rompimiento del infrarrealismo con cualquier tipo de tradición
vanguardista. “Láncense a los caminos”, propone. “El verdadero poeta es
el que siempre está abandonándose. Nunca demasiado tiempo en un mismo
lugar, como los guerrilleros, como los ovnis, como los ojos blancos de
los prisioneros a cadena perpetua”. Y así eran y son los
infrarrealistas, nómadas incansables. Muchos se fueron de México durante
años y volvieron; otros jamás regresaron.
Casi 40 años después de
la creación del infrarrealismo, la tribu se reúne para celebrar la
publicación de Perros habitados por las voces del desierto (Editorial
Aldvs), una antología que reúne 19 infrarrealistas —con varios poemas
inéditos— realizada por Rubén Medina, uno de los fundadores del
movimiento.
“Está vivo”, me dice Medina, emocionado, refiriéndose
al infrarrealismo. “Aquí estamos, míranos, con las mismas actitudes y
envejeciendo”. Han venido de Francia, España, Perú, Chile y otras partes
de México. Se abrazan en medio de la presentación, recuerdan a Bolaño,
Mario Santiago y Cuauhtémoc Méndez, gritan y se ríen, “nos partimos la
madre escribiendo poesía”, se escucha a Juan Esteban Harrington, José
Peguero lee uno de sus poemas, Ramón Méndez recuerda los recitales en la
Casa del Lago, se quitan el micrófono, Rafael Catana invita al público a
comprar el libro o a robarlo. También están Édgar Artaud, Pedro Damián,
Guadalupe Ochoa, Víctor Monjarás, José Rosas Ribeyro.
“La idea de
esta antología es mostrar que ha habido un trabajo”, me dice Medina. Y
es que en Los detectives salvajes, Bolaño describe a los real
visceralistas (que en el campo de lo real son ellos, los
infrarrealistas) como un grupo de poetas sin poemas, una vanguardia sin
obra, una neovanguardia que sólo hace ruido. “Y eso era ficción”, me
dice. “Nosotros no sólo éramos una expresión de rebeldía, escribíamos y
algunos lo seguimos haciendo. La consigna del infrarrealismo nunca fue
la de publicar; lo fundamental era explorar el binomio vida-escritura
por medio de nuestra radicalidad, inusitada percepción y actitud frente a
la realidad”.
Bolaño está incluido en esta antología, aunque
aparezca sólo como un fantasma. Sus hojas en blanco no tienen más que
los títulos de los poemas y los espacios exactos de sus versos. La
viuda, Carolina López, negó el permiso de incluirlos. “Desde su muerte
ha convertido la literatura de Bolaño en una industria personal y ha
tratado de minimizar la parte mexicana de su vida y su relación con el
infrarrealismo”, dice Rubén, enseñándome varios poemas de La universidad
desconocida que debían estar allí, junto a los de la vieja tribu. “Pero
lo que está claro”, continúa, “es que Bolaño nunca se desprende del
infrarrealismo, en toda su narrativa subyacen los principios del
movimiento, la crítica feroz a la institución literaria, la ética de la
tribu, la simultánea posición en el margen y el centro, y de llevar al
lector a los hoyos negros”.
¿Qué es el infrarrelaismo, Rubén? “Es
el modo en el que decidimos vivir, comunicarnos, pensar, entendernos. La
poesía es el corazón de la revuelta, de la revolución. Está en el
centro de todo. Tenemos una visión poética de la vida, no soñadora o
romántica, sino auténtica, compleja e intensa. Poesía no es sólo lo que
escribes en un papel, poesía es este momento, y entender la vida así te
exige ser más critico frente a las poses, el engaño, la artificialidad,
te exige cierta verdad, cierta autenticidad”.