En El retorno del péndulo, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman investiga, en compañía del argentino Gustavo Dessal, el pensamiento del padre del psicoanálisis a la luz de sus propias ideas sobre la modernidad líquida. Aquí, un fragmento de su conferencia magistral "La civilización freudiana revisitada"
Sigmund Freud, junto a su hija Anna y su nieta Eve, en tiempos en que el principio de realidad todavía dictaba la norma.../adncultura.com |
"Cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización"
-escribió Freud hace unos ochenta años-. "La civilización es algo que
fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría [.]. Puede
creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones
humanas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura,
renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos [.]. Esto
sería la edad de oro, pero es muy dudoso que pueda llegarse a ello. [.]
El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan
imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural."
¿Por
qué ocurre esto? "Es imputable a dos circunstancias ampliamente
difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la
ineficacia de los argumentos contra las pasiones." Entonces, los seres
humanos deben ser obligados a formar la sociedad [...]. Y allí donde hay
coacción, es decir, allí donde las personas se ven obligadas a mantener
un comportamiento diferente del que dictan sus inclinaciones naturales,
hay descontento y disenso: la mayor parte del tiempo, sofocados,
reprimidos o desviados, pero manifiestos de tanto en tanto.
En
otras palabras, hay un precio a pagar por haberse emancipado de la
existencia bestial: por haber obtenido esa seguridad confortable y
reconfortante que sólo el poder coercitivo de la sociedad puede brindar.
"No hay almuerzo gratis", como lo expresa la sabiduría popular inglesa:
para conseguir algo hay que perder otra cosa. La vida civilizada (más
en general: el tipo de vida que hace posible la comunión humana) es una
transacción. En el relato ya octogenario de Freud, lo que los individuos
humanos ceden en la transacción es una cantidad nada pequeña de
satisfacciones que sus instintos los exhortarían a buscar, y que ellos
buscarían si nada se lo prohibiera o impidiera por la fuerza. A cambio
ganan una medida considerable de seguridad: contra los males y los
peligros que provienen de la naturaleza, del propio cuerpo y de otros
seres humanos.
Los tipos de cambio y los términos de la
transacción nunca son completamente satisfactorios; de ahí que ninguna
transacción pueda considerarse una solución definitiva al dilema de
equilibrar la seguridad con la libertad: dos valores igualmente
indispensables pero obstinadamente incompatibles. Cada "transacción"
específica es más bien algo que uno preferiría llamar "arreglo": una
solución de compromiso, con el subsiguiente armisticio. siempre
temporal, siempre hasta próximo aviso, siempre una espina clavada en el
cuerpo de las relaciones entre el individuo y la sociedad, así como una
tentación a embarcarse en rebeliones anárquicas o golpes de Estado
autocráticos/totalitarios, un estímulo a iniciar otro combate u otra
ronda de negociaciones de los deberes y derechos vinculantes en el
momento.
De hecho, en las reflexiones de Freud, la eutopía (un
buen lugar, donde la seguridad y la libertad estarían equilibradas a la
perfección, sin causar descontento ni disenso) aparece en un combo con
la utopía (un lugar que no está en ninguna parte). La civilización es un
don ambiguo, que suscita impulsos ambivalentes: es irremediablemente
una bendición mezclada con maldición. La civilización (que, me permito
repetir, significa para Freud "todo aquello en lo cual la vida humana se
eleva por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida
animal") no puede prescindir de la coerción, y por ende tampoco puede
existir sin engendrar resistencia contra sí misma, en la medida en que
la coerción, por definición, significa enfrentar situaciones en las que
la balanza se inclina en contra de hacer lo que se quiere y a favor de
hacer algo que se querría evitar. [...]
Me pregunto qué diría
Freud si tuviera que revisar su manuscrito de 1929 para preparar la
edición de 2008. Conjeturo que generalizaría su veredicto, insistiendo
en que toda y cualquier civilización -es decir, toda comunión humana
elevada por encima de sus "condiciones animales"- es una transacción, y
nuestra variedad no es una excepción. Pero también conjeturo que Freud
invertiría su diagnóstico de los bienes que se intercambian en la
transacción. Probablemente diría que los principales descontentos de
nuestro tiempo se originan en la necesidad de ceder una buena parte de
nuestra seguridad a cambio de seguir eliminando, una por una, las
restricciones impuestas a nuestra libertad. En lo que concierne a esa
minoría de la cual suelen reclutarse los pacientes que buscan cura
psicoanalítica, la fuente del padecimiento parece ser ahora la carencia
de seguridad, que envenena el goce de una libertad individual sin
precedentes. Los temores a la desprotección personal, que la
civilización del trascendental estudio de Freud había prometido
extirpar, volvieron recargados. Y los grilletes que solían reprimir los
instintos personales, los grilletes que los hombres y las mujeres de
aquella época bregaban desesperadamente por romper, ya no parecen tan
repulsivos si se los compara con los recién descubiertos horrores de la
perpetua y continua inseguridad.
En
años recientes pude ver una y otra vez entrevistas televisivas a
infortunados pasajeros que perdían sus anheladas vacaciones o urgentes
reuniones de negocios por quedarse varados en aeropuertos durante la
prolongada serie de alertas terroristas. Muy pocos de los entrevistados
se quejaban: en su mayoría estaban cansados, aburridos y exhaustos, pero
alegres y encantados a pesar de todo. Cubrían de elogios a las
autoridades que los habían salvado de peligros ocultos e inefables:
"Nunca nos hemos sentido tan seguros y cuidados como ahora", repetían
sin cesar. Obedientes y plácidos, hacían cola para esperar que les
llegara el turno de dejarse olfatear por perros y someterse a
palpaciones corporales que no mucho tiempo atrás habrían tachado de
escandalosas afrentas a su privacidad y dignidad personal. Hoy las
alertas terroristas ya han adquirido un sólido estatus permanente, al
igual que la reconciliación de los pasajeros con las sucesivas cesiones
de crecientes partes de su libertad personal. Día a día, millones de
hombres y mujeres en miles de aeropuertos de todo el mundo, presurosos
por abordar sus vuelos, hacen largas colas con actitud dócil, si no
entusiasta, para someterse a controles personales y palpaciones
corporales que no muchos años antes ellos mismos o sus propios padres
habrían denostado como una manifestación más, siniestra y humillante, de
las aspiraciones totalitarias atribuidas a los poderes vigentes. Y lo
hacen del mismo modo en que pululan alegremente por los centros
comerciales, aliviados por la presencia de guardias armados y las
decenas de cámaras de circuito cerrado de televisión que graban cada uno
de sus pasos y gestos para ojos de extraños y usos desconocidos.
Seamos
claros: estos fenómenos no son acontecimientos aislados; no son
desviaciones temporales de la norma, inusitadas y a contracorriente.
Tampoco son respuestas lógicas (quizá lamentables pero sin duda
inevitables) a necesidades excepcionales y "externas", ocasionadas por
hazañas terroristas o por un aumento, presunto o genuino, en la
incidencia de la criminalidad; justificar estos fenómenos con referencia
a tales factores equivaldría a colocar el carro delante de los bueyes.
Los fenómenos en cuestión deben verse como síntomas prodrómicos de una
nueva norma emergente. [...]
El mundo que analizó Freud era el
mundo de los Buddenbrook de Thomas Mann: un mundo de normas rígidas y de
severas penalidades (como quedar excluido de la competencia
empresarial, caer en la desgracia social o sufrir el ostracismo) que se
aplicaban por quebrantarlas; también de normas claramente articuladas y
legibles, que debían ser aprendidas de una vez y para siempre: para toda
la vida individual y para todos los ámbitos de la vida, desde la cuna
hasta la tumba. El linaje, la familia, la fortuna familiar y la
continuidad de los vínculos sanguíneos trazaban un eje en torno al cual
habría de girar el itinerario de la vida, ya concebido pero aún
pendiente de completarse. Tal como lo proclamarían mucho más tarde los
psicólogos existencialistas como R. D. Laing o Thomas Szasz, aquella
familia, inscrita en un entorno y a través de él en una clase, era el
perro guardián colectivo (o un vaso capilar del sistema panóptico de la
vigilancia social, como lo enunciaría después Michel Foucault) que
obligaba a sus miembros a mantenerse en el camino recto, excomulgando y
eliminando a los desviados (en términos freudianos, la familia era el
baluarte, la plenipotenciaria y la ejecutora del principio de realidad,
encargada de podar y domar los excesos perpetrados por el "principio del
placer"). Así lo sintetizó Daniel Cohn-Bendit con la ventaja de una
mirada retrospectiva que abarcaba cuarenta años: quienes en mayo de 1968
hicieron carne la palabra por entonces blasfema han ganado no obstante
su batalla, desde el punto de vista social y cultural (aunque -se
apresuró a agregar Cohn-Bendit- por suerte la perdieron desde el punto
de vista político).
En
el filme El diablo, probablemente, estrenado por Robert Bresson en
1976, los héroes son varios jóvenes completamente desorientados que
buscan el sentido de la vida, su misión en el mundo y el significado de
"tener una misión". Cualquiera sea el drama en el que participan como
actores entusiastas o comparsas renuentes, no hay dramaturgos ni
directores a la vista, ni llega ayuda alguna de sus mayores. De hecho,
durante los 95 minutos que necesita la trama para alcanzar su trágico
desenlace no aparece un solo adulto en la pantalla. Los jóvenes
personajes, completamente inmersos en sus obstinados e infructuosos
esfuerzos por comunicarse entre ellos (la película escasea notablemente
en diálogos articulados), recuerdan y mencionan apenas una vez la
existencia de los adultos: cuando, hartos de sus proezas, sienten hambre
y corren a la nevera repleta de comida que los invisibles padres
aprovisionaron para tales ocasiones.
Los años que siguieron
confirmaron y revelaron con creces la visión profética de Bresson. El
cineasta francés había vislumbrado las consecuencias que tendría la
"gran transformación" de la que él y sus contemporáneos eran testigos
presenciales, aunque muy pocos entre ellos percibían su verdadero
alcance y no muchos más habían advertido siquiera que estaba ocurriendo
algo: nada menos que el pasaje de una sociedad de productores
-trabajadores y soldados- a una sociedad de consumidores -individuos por
decreto y adictos a corto plazo por adaptación-. [...] La sociedad
"moderna sólida" que analizó Freud era en realidad una sociedad de
productores y soldados. Los padres de los futuros trabajadores y
soldados tenían un papel sencillo y claro que desempeñar: la función
parental en la sociedad "moderna sólida" de productores/soldados
consistía en instilar la autodisciplina indispensable para alguien con
pocas opciones aparte de la obligación de soportar la monótona rutina
impuesta en el lugar de trabajo o los cuarteles militares, y de quien a
su vez se esperaba que fuera para sus hijos un modelo personal de
comportamiento regulado por las normas. Había un fuerte vínculo de
realimentación y consolidación recíproca entre las exigencias de la
fábrica y los cuarteles, por un lado, y una familia regida por los
principios de la supervisión y la obediencia, la confianza y el
compromiso, por el otro.
De acuerdo con Michel Foucault, los casos
de sexualidad infantil y "los peligros de la masturbación" eran
especímenes del surtido arsenal utilizado para legitimar y promover el
estricto control y la vigilancia permanente de los hijos que los padres
de aquella época tenían como misión. El ejercicio de esta función
parental exigía presencias constantes, atentas y curiosas; presuponía
proximidades; se aplicaba mediante el examen minucioso y la observación
insistente; requería un intercambio de discursos a través de preguntas
que arrancaban confesiones, y de confidencias que sobrepasaban las
preguntas formuladas. Implicaba una proximidad física y una interacción
de sensaciones intensas.
Foucault sugiere que en esa campaña
perpetua con el fin de fortalecer la función parental y su impacto
disciplinante, "el 'vicio' del niño no era tanto un enemigo como un
soporte"; "en todas partes donde aparecía el riesgo [del 'vicio'] se
instalaron dispositivos de vigilancia, se establecieron trampas para
exhortar a la confesión". Los baños y los dormitorios eran los sitios
donde se concentraban los mayores peligros, el suelo más fértil para las
inclinaciones sexuales malsanas de los niños: de ahí que requirieran
una supervisión particularmente atenta, íntima e implacable, y por ende
una constante, manifiesta y prominente presencia de los padres.
En
los tiempos modernos líquidos, el pánico a la masturbación se ha
reemplazado por el pánico al "abuso sexual". La amenaza oculta que causa
el pánico actual no acecha desde la sexualidad de los niños, sino desde
la de los padres. Los baños y los dormitorios siguen considerándose
antros de la horrenda perversión, tal como antes, pero ahora los
acusados han pasado a ser los padres. El propósito de esta cruzada que
blande como arma el nuevo pánico al abuso sexual es exactamente opuesto a
los objetivos del pánico a la masturbación que había explorado
Foucault. Sean expresos o tácitos, los fines de la presente guerra son:
la merma del control parental, la renuncia a la presencia ubicua y
prominente de los padres, la determinación y el mantenimiento de una
distancia entre los "viejos" y los "jóvenes", tanto en la familia como
en su círculo de amigos. [...]
La primera víctima del pánico a la
masturbación fue la autonomía del individuo: la misma libertad personal
cuya pérdida registró Freud en su vivisección del orden civilizado. Los
futuros adultos debían ser protegidos desde su más tierna infancia
contra sus propios instintos e impulsos malsanos y potencialmente
desastrosos (si no se los controlaba). En términos de Freud, el orden
civilizado exigía imponer restricciones al antisocial "principio del
placer", que los hombres y las mujeres tomarían como guía en el caso de
que el "principio de realidad", socialmente impuesto, no los mantuviera a
raya. [...]
Hoy la principal tarea de la "socialización" (la
preparación para la vida conforme a las normas sociales) consiste en
provocar/facilitar el ingreso en el juego de las compras, así como
incrementar las oportunidades de permanecer en el campo de juego
evitando la amenaza de la exclusión. Los miembros de la sociedad tienen
que desarrollar la sensibilidad a los encantos seductores del mercado y
responder a ellos de acuerdo con el guión escrito por los expertos en
mercadotecnia; y el fracaso en esa empresa es el principal contenido de
los actuales temores a la "ineptitud". Tal como observó Pierre Bourdieu
hace ya dos décadas, hoy vivimos en una sociedad que ha reemplazado la
regulación normativa por la seducción, y el mantenimiento del orden por
las estratagemas de las "relaciones públicas" (en términos más simples,
la publicidad), mientras los deseos en expansión y el despertar de
nuevas necesidades han vuelto redundante la coerción manifiesta: no
obstante, estos nuevos mecanismos de reproducción social sólo adquieren
eficacia si se dirigen a hombres y mujeres "capacitados para el
desafío".
En clara oposición a la familia ortodoxa con su estricta
supervisión parental, esta laxa estructura familiar, que expande la
autonomía infantil y deja a los jóvenes librados a la orientación de sus
pares, se ajusta bien a los requisitos impuestos por nuestra sociedad
moderna líquida de consumo, individualizada en toda su extensión.
Lo
que atormenta a los jóvenes de nuestros días ya no es el exceso de
restricciones y prohibiciones insidiosas, temibles y demasiado reales,
sino la abrumadora y vasta expansión de las opciones aparentemente
abiertas por el don de la libertad consumista. Hoy, las ansiedades de
los jóvenes y sus consecuentes sentimientos de inquietud e impaciencia,
así como la urgencia por minimizar los riesgos, emanan por un lado de la
aparente abundancia de opciones, y por otro del temor a hacer una mala
elección, o al menos a no hacer "la mejor disponible"; en otras
palabras, del horror a pasar por alto una oportunidad maravillosa cuando
aún hay tiempo (fugaz) para aprovecharla.
A diferencia de lo que
ocurría con sus padres y abuelos, que se criaron en el estadio "sólido"
de la modernidad, orientado a productores y soldados, ahora las opciones
recomendadas no adjuntan códigos de conducta perdurables o acreditados
(por no hablar de perdurables y acreditados) que guíen a los electores
por un itinerario infalible una vez que hacen su elección o aceptan
obedientemente la opción recomendada. Nunca cesa de atormentarlos la
idea de que el paso dado pueda (por poco) ser un error y que quizá sea
(por poco) demasiado tarde para disminuir las consecuentes pérdidas, y
mucho más para revocar la opción desafortunada. De ahí el resentimiento
que suscita todo "largo plazo", ya sea la planificación de la vida
propia o los compromisos con otros seres vivos. Un aviso publicitario
reciente, que a todas luces apelaba a los valores de la generación
joven, anunciaba la llegada de un nuevo rímel que "promete mantenerse
impecable durante 24 horas", agregando un comentario:
¿Estás en
una relación estable? Con una sola pasada, la belleza de tus pestañas
sobrevivirá a la lluvia, el sudor, la humedad, las lágrimas. Pero la
fórmula se elimina sin problemas con agua caliente.
Al parecer, un
periodo de veinticuatro horas ya se percibe como una "relación
estable", pero ni siquiera semejante "compromiso" sería una opción
atractiva si no resultara fácil borrar sus huellas y si no hubiera agua
caliente al alcance de la mano. Cualquiera sea la opción que se elija en
última instancia, deberá parecerse al "manto sutil" de Max Weber, que
uno puede quitarse de los hombros a voluntad y sin notificarlo con
anticipación, y no a su "jaula de hierro", que ofrece protección eficaz y
duradera contra las turbulencias pero también obstruye los movimientos
del protegido y estrecha severamente su espacio de libre elección. Lo
más importante para los jóvenes, en consecuencia, no es tanto la
configuración de la identidad como la retención (¡perpetua!) de la
capacidad de re-configurarla cada vez que llegue -o se sospeche que ha
llegado- la necesidad de reconfigurarse. La preocupación de los
ancestros por la identificación pierde cada vez más espacio ante el
anhelo de re-identificación. Las identidades deben ser desechables; una
identidad insatisfactoria o no del todo satisfactoria, o bien una
identidad que delate su edad avanzada al compararse con las identidades
"nuevas y mejoradas" disponibles en el presente, tiene que ser fácil de
abandonar: quizá la biodegradabilidad sea el atributo ideal de la
identidad más deseada.
En ausencia de valores perdurables,
indisputados y respaldados por una autoridad, la evaluación de las
opciones sólo puede seguir el modelo de las mercancías comercializadas:
es preciso "colocar en el mercado" el modelo de la identidad elegida a
fin de "averiguar su valor". De acuerdo con un sentido común que -tal
como observó Bourdieu- se inspira en la pensée unique de la economía de
mercado, la mercancía carece de valor a menos que disponga de clientes, y
el valor que pudiera ya tener o aun adquirir se mide por la cantidad de
clientes y la intensidad que éstos le dedican. El castigo por fracasar
en el hallazgo/creación de clientes para la identidad diseñada y
exhibida es la exclusión (ostracismo, "eliminación por decisión del
jurado", desaire, caso omiso): el equivalente social al vertedero de
basura. Vibeke Wara llegó a la conclusión de que los jóvenes tienen "un
talento especial para mercantilizarse" y sugirió que la eficacia de ese
talento se mide principalmente por la cantidad de contactos que exhibe
cada uno: los "más talentosos" son los que tienen más contactos (hechos
en "redes sociales", como MySpace, Facebook, Second Life y sus numerosas
imitaciones en menor o mayor escala, que hoy se aproximan a cien en
número, así como en blogs personales, que hoy superan los setenta
millones y crecen a paso acelerado).
"Hoy crece el número de
adolescentes que se sienten instados a crear identidades más grandes
para sí mismos, como las celebridades que ven retratadas en los medios
nacionales", dijo Laurie Ouellette, profesora de Ciencias de la
Comunicación y experta en telerrealidad (reality shows) de la
Universidad de Minnesota, reafirmando una opinión ya integrada al bagaje
de saber común que los expertos comparten con el gran público.
Las
"identidades más grandes" implican en primer lugar una mayor
exposición: más gente mirando, más personas (usuarios de Internet de
banda ancha) con posibilidades de mirar, más devotos de Internet
estimulados/excitados/entretenidos por lo que han visto, y estimulados
hasta el punto de compartirlo con sus contactos (rebautizados como
"amigos", tal como sugieren las "redes sociales"). MySpace, Facebook,
Second Life y los blogs que se reproducen como hongos son algo así como
una revista ¡Hola! de la gente común, u otros incontables templos,
capillas o santuarios menores del culto a la celebridad: una copia que
se reconoce inferior (puesto que ofrece una identidad en cierto modo
menos extensa), pero que alberga la esperanza de hacer por la gente
común lo mismo que ¡Hola! hace por las ambiciones de los rostros que
aparecen en su tapa y por las vidas acerca de las que informan sus
columnas de chismes sobre celebridades. Para los "aspirantes a ser los
elegidos", los blogs son las versiones masivas -estilo "hágalo usted
mismo"- de los originales de boutique haute-couture para los pocos
elegidos.
Todos sabemos que la posibilidad de abrirse camino hacia
la visibilidad pública a través de la intrincada espesura de los blogs
personales es apenas poco más grande que la perspectiva de supervivencia
de una bola de nieve en el infierno, pero también sabemos que las
oportunidades de ganar la lotería sin comprar un boleto son nulas.
Ninguna
representación del yo, por muy instantáneo que resulte su éxito, es
segura en el largo plazo. Lo que hoy es de rigueur, mañana o pasado
mañana estará condenado a volverse rancio y bochornosamente anticuado, o
bien completamente ilegible. Mantener actualizada la representación es
una tarea de veinticuatro horas por día y siete días por semana.
Y
la capacidad interactiva de Internet está hecha a la medida de esta
nueva necesidad: ayuda a permanecer au courant de lo que está en boca de
todos, como los hits musicales más escuchados y los últimos diseños de
ropa, así como las fiestas y los eventos de celebridades más recientes y
comentados; simultáneamente, ayuda a actualizar los contenidos y
redistribuir los énfasis del autorretrato; y dada la "cultura de la
prisa", que es endémica a la comunicación electrónica, sumada al breve
lapso de memoria que ésta condiciona, también ayuda a borrar las huellas
del pasado: los contenidos y énfasis que hoy son bochornosos porque
pasaron de moda. En líneas generales, Internet facilita enormemente la
tarea de la reinvención, hasta un punto inalcanzable en la vida
desconectada; he ahí, sin duda, una de las razones más importantes por
las que la nueva "generación electrónica" pasa tanto tiempo en el
universo virtual, un tiempo que crece a ritmo constante a expensas del
tiempo vivido en el "mundo real".
En consonancia, los referentes
de los principales conceptos, que a todas luces elaboran y cartografían
el Lebenswelt de los jóvenes, se trasplantan de manera gradual pero
constante desde el mundo desconectado hasta el mundo conectado.
Entre
ellos adquieren mayor prominencia los conceptos referidos a los
vínculos interpersonales y los lazos sociales, como "contactos",
"citas", "reunión", "comunicar", "comunidad" o "amistad". Este
trasplante influye de modo indefectible en el significado de los
conceptos desplazados y las respuestas conductuales que ellos evocan y
suscitan. [...]
El tiempo percibido por la actual generación joven
no es cíclico ni lineal, sino "puntillista", como los cuadros de
Seurat, Signac o Sisley; cada "punto" es minúsculo, pero cualquiera de
ellos puede convertirse en un momento del big bang, como todos sabemos
gracias a los científicos del cosmos; no obstante, a diferencia de las
obras legadas por los maestros pretéritos de la escuela puntillista
(lienzos en los que cada punto ya tiene asignado su lugar inequívoco y
en los que la forma de las cosas ya se ha preconfigurado de una vez y
para siempre con el fin de que la veamos con claridad y sin cambios cada
vez que miramos), resulta absolutamente imposible predecir qué momento
experimentará tal transformación. Los cosmólogos pueden decirnos en
minucioso detalle qué ocurrió con el universo una fracción de segundo o
miles de millones de años después del big bang, pero absolutamente nada
de lo que ocurrió antes, y mucho menos cuál fue su causa, si es que la
hubo, o qué auguró/anunció su advenimiento. En consecuencia, cada punto
del tiempo requiere un tratamiento serio y ninguno puede quedar
desatendido ni escurrirse entre los dedos. [...]"
La vida de la
generación joven se vive hoy en un estado de emergencia perpetua. Es
preciso mantener los ojos bien abiertos y aguzar los oídos de forma
constante para captar de inmediato las visiones y los sonidos de lo
nuevo: lo nuevo que siempre ya-está-viniendo, a una velocidad sólo
comparable a la de un bólido que pasa y se esfuma en un instante. No hay
momento que perder. Desacelerar es derrochar.
¿Qué augura todo
esto para el destino del "principio de realidad", encargado de domar y
mantener a raya la búsqueda de placer a instancias del deseo? La gran
novedad es la eminente revocabilidad de este principio. La realidad se
percibe cada vez más como una irritación temporal que es preciso
circunvalar, y no algo a superar o ante lo cual darse por vencido; en
nuestro mundo de repuestos y del derecho a devolver en la tienda
cualquier producto que no nos brinde plena satisfacción, los objetos que
causan incomodidad se descartan y sustituyen por otros "nuevos y
mejorados". En particular para los jóvenes, esto incluye la realidad
fuera de Internet, que para cumplir con las expectativas debe adecuarse
sin demora a los parámetros de su homóloga online. Hoy le toca al
"principio de realidad" ser considerado culpable hasta que demuestre su
inocencia, y no le resulta fácil encontrar una prueba convincente. Le ha
llegado el turno de argumentar profusamente ante su antagonista -el
placer- y disculparse por los inconvenientes que ha causado por abusar
de su hospitalidad.
Esto puede que sea o no verdad, pero lo más
probable es que no sea toda la verdad. El jurado aún no ha dictado
sentencia; el caso sigue abierto. El resultado de las confrontaciones
entre ambos principios no está cantado en absoluto. En la ininterrumpida
confrontación entre los principios de la realidad y del placer, no hay
un solo enfrentamiento que permita vislumbrar una clara línea final:
pocas batallas son concluyentes, si es que alguna lo es, y rara vez o
nunca se llega al "punto sin retorno". Como ya he señalado, esta
situación redunda en un estado de emergencia perpetua, pero también en
un estado de perpetua Unsicherheit. Mientras que el primer impacto
psicológico de ese cambio en la índole de la confrontación es un
reconfortante augurio de que habrá más espacio para la búsqueda de
placer, el segundo aspecto presagia malestares, diferentes a los del
pasado pero potencialmente tan severos y patogénicos como los que
sabemos que causó el "principio de realidad" en los tiempos de su
supuesta invencibilidad.
En pocas palabras, la situación actual se
caracteriza por una intrínseca y extrema ambivalencia. Y la condición
de ambivalencia no tiene visos de definirse. Puede suscitar reacciones
mutuamente opuestas que redunden en sufrimientos ostensiblemente
contrarios. Tanto el carpe diem como la búsqueda febril de "raíces" y
"cimientos" son sus resultados igualmente probables y legítimos. Sin
embargo, un pequeño pero creciente número de razones lleva a sospechar
que el perpetuo movimiento pendular entre el deseo de conquistar mayor
libertad y el anhelo de contar con mayor seguridad está por iniciar su
trayecto opuesto. No hay manera de pronosticar con certeza hacia qué
lado se desplazarán las cosas una vez que este equilibrio notoriamente
inestable alcance su "punto de inflexión": la hoy revelada
insostenibilidad del sistema económico mundial y del sistema global de
explotación de los recursos planetarios podría aún redefinir las
recientes desviaciones culturales como un callejón sin salida al que ha
ido a parar la parte más privilegiada de la humanidad, tal vez
subrepticiamente manipulada, durante las últimas dos o tres "décadas
furiosas".
Lo más probable es que, a pesar de que el "principio de
realidad" parezca haber perdido su batalla más reciente contra el
"principio del placer", la guerra entre ellos está lejos de haber
llegado a su fin y el resultado final (si es que algún acuerdo es capaz
de alcanzar el estatus de "final") no está definido en absoluto.