¿Qué responderían el poeta Vladimir Maiakovski y Juan Bonilla, autor de una novela sobre el primero, en una entrevista conjunta? Con base en fragmentos de esa publicación, imaginamos la siguiente conversación
Vladimir Maiakovski en 1910./elespectador.com |
Los dos están sentados a la mesa, circunspectos: Vladimir Maiakovski y
Juan Bonilla, el poeta y el autor de la biografía novelada del poeta,
Prohibido entrar sin pantalones. El primero en hablar es el poeta:
Vladimir Vladimirovich Maiakovski, ¿quién es usted? “Treinta y cinco
años, soy de origen noble pero no tengo tierras, jamás he tenido empresa
alguna, nunca he explotado a nadie aunque a mí me han explotado todo lo
que han querido”. Dicen que usted se afilió, muy joven, al Partido
Comunista en Rusia, y ya desde muy temprano ayudaba a los presos
políticos a escapar de las cárceles y quemaba ejemplares de novelas que
consideraba que replicaban la vida burguesa y aterradora que los zares
alentaban, ¿qué dice ante eso? “He comprendido que somos unos pigmeos
ante el futuro, ante la monstruosa masa del futuro. Lo temo y lo amo y
no sé por qué aún soy capaz de sentirme orgulloso de él, pero ahora miro
con ojos ávidos de inspiración lo que nos rodea, como si me despidiera
de todo a cada paso, las nubes, los árboles, nuestra hermana la vida, la
gente que camina apresurada por la calle...”.
Pero, Maiakovski,
usted no parece un hombre de muchos amores: fue usted, de hecho, quien
encontró en un café de París a Iván Bunin, reconocido autor ruso, lo
levantó con una mano y lo colgó contra la pared. Fue usted también quien
hizo que uno de sus contrincantes literarios, que lo había criticado en
Pravda, se comiera el papel periódico donde había publicado la nota.
Fueron usted y su grupo futurista —Kamenski y Burliuk y otros más—
quienes sabotearon la llegada de Marinetti a Rusia como jefe del
futurismo, quienes lo hicieron quedar en ridículo. Maiakovski alcanza a
sonreír y entonces, de repente, puñetea la mesa. “No plantéis ningún
árbol. Más bien quemad un bosque. / No tengáis ningún hijo. / Más bien
pagadle un buen aborto a vuestra novia embarazada. / No escribáis ningún
libro. / Más bien matad a puñetazos a un poeta”.
Cualquiera
podría matar a un poeta a puñetazos, Maiakovski, pero ¿sería útil de
verdad? ¿Qué aporta a la poesía? Mejor dicho, ¿qué es la poesía?
Maiakovski se pone en pie y alza su brazo derecho antes de comenzar su
breve discurso: “Un futurista que sólo quiere ser futurista sólo
pretenderá llegar a los futuristas; un futurista que además pretenda ser
poeta, querrá llegar a quienes no saben ni siquiera qué es el futurismo
pero saben perfectamente qué es la poesía, y saben que la poesía sólo
se propone una cosa: decir una verdad que permanecía oculta entre la
hojarasca de las obviedades que merca la autoridad competente”.
Usted,
Juan Bonilla, quien ahora ha publicado una novela-ensayo sobre la vida
de Maiakovski, Prohibido entrar sin pantalones, dice que él quería
echarlo todo abajo, prescindir de las reglas sociales, volverlo todo un
campo abierto y feliz. “El héroe de Maiakovski —dice Bonilla, aún
sentado— era prometeico, un hombre-dios que se oponía al Cristo hijo de
dios, y se vuelve contra quien se dice su creador para negarlo... No hay
otro camino que el de inventarse la propia libertad, asumir que no hay
orden superior a la que se dé uno mismo, negarse a admitir la
superioridad moral de quien manda y le da órdenes precisas acerca de
cómo vivir, cómo amar, cómo comportarse, qué leer, qué aplaudir, cómo
vestirse”. ¿Qué dice frente a esto, Maiakovski? El ruso, de casi dos
metros, permanece en pie y suelta las palabras con voz rotunda. “Vivo os
hablo porque estáis vivos, mi verso os llegará remontando las
cordilleras de los siglos porque estáis vivos, mi verso os llegará
remontando las cordilleras de los siglos por encima de poetas y de
gobiernos, mi verso horadará la roca de los años y surgirá visible al
otro lado del tiempo igual que llegó a nosotros el acueducto en el que
trabajaron los esclavos de Roma”.
Entendido. Sin embargo, es bien
sabido que se unió al Partido Bolchevique tan pronto ganaron en la
Revolución y que usted quería ser el poeta del pueblo, el poeta de los
proletarios, el poeta de los trabajadores. Escribió poemas a Lenin, al
Plan Quinquenal de Stalin, espió a otros poetas y fue decisivo su
testimonio a la hora de fusilar al poeta Gumiliov, exesposo de la poeta
Anna Ajmátova, a quien usted tanto odiaba, como odiaba a Pushkin y a
Tolstói. Esa afiliación tan decisiva (también escribió poemas políticos
cuyo único objetivo era expandir las ideas bolcheviques), ¿le habrá
permitido tener un juicio equilibrado a la hora de escribir poesía?
Maiakosvki se sienta despacio, hace silencio, y responde Bonilla: “Lo
que importaba de veras es si podía haber vida delante del texto, es
decir, después del texto, es decir, si después de leer un texto éste
podía merecer el homenaje de ser llevado de alguna manera a la vida. Y
la respuesta era sí, el poema importante no es el que nos hace
preguntarnos cómo era el poeta que lo escribió sino el que nos convierte
en poetas, o mejor, en poesía”.
Vamos a otro tema. Baste decir
que usted publicó libros como La nube en pantalones, Misterio bufo,
Hombre, 150’000.000, todos ellos con el mismo corte arrogante y fuerte,
retrato suyo y de nadie más. Pero su vida fue más que eso, ¿cierto,
Maiakovski? Viajó por Ciudad de México, Nueva York, París, e incluso
hablaba allí en ruso cuando sabía que nadie lo entendería. Su propio ego
siempre fue más grande, incluso, que usted. Amaba a las mujeres que lo
amaban por eso: porque amaban a Maiakovski. María Denisova, Lily Brik,
Verónika, Tatiana: todas, una a una, eran apéndices de su propia imagen,
de la admiración que usted se dedicaría si no fuera Maiakovski,
¿cierto? El poeta calla unos segundos y de pronto dice: “Maiakovski ama a
todas las mujeres. Todas las mujeres aman a Maiakovski... Como es un
hombre de elevados sentimientos que busca la pureza, sólo parará de amar
mujeres cuando encuentre a la mujer ideal, es decir, no amará a ninguna
mujer de verdad hasta que no encuentre a la mujer ideal”.
Parece
que nunca la encontró, Maiakovski: ni Lily ni Verónika lograron llenarlo
jamás. Tampoco el cine y los tantos guiones que produjo para teatro y
circo, ni la publicidad bolchevique ni el periodismo que practicó; sus
amigos lo tacharon de traidor y sus enemigos también. Es claro que usted
se quedó solo, Maiakovski. Y se sentía viejo, ¿no es cierto? El poeta
sonríe, pero su sonrisa se apaga rápido: habría que recordar que un día
de abril de 1930 tomó una Browning española y se pegó un tiro en el
corazón, en su corazón transparente. Con lentitud, responde: “Y ahora
muere mi verso, muere como un soldado, porque me importa un carajo el
bronce prestigioso, y un carajo me importa el mármol. Sólo quiero que
sepáis que un poeta llamado Maiakovski lamió para vosotros los
escupitajos de la tisis con la lengua áspera de los carteles”.