lunes, 30 de junio de 2014

Un verso que cree poetas

¿Qué responderían el poeta Vladimir Maiakovski y Juan Bonilla, autor de una novela sobre el primero, en una entrevista conjunta? Con base en fragmentos de esa publicación, imaginamos la siguiente conversación

Vladimir Maiakovski en 1910./elespectador.com
Los dos están sentados a la mesa, circunspectos: Vladimir Maiakovski y Juan Bonilla, el poeta y el autor de la biografía novelada del poeta, Prohibido entrar sin pantalones. El primero en hablar es el poeta: Vladimir Vladimirovich Maiakovski, ¿quién es usted? “Treinta y cinco años, soy de origen noble pero no tengo tierras, jamás he tenido empresa alguna, nunca he explotado a nadie aunque a mí me han explotado todo lo que han querido”. Dicen que usted se afilió, muy joven, al Partido Comunista en Rusia, y ya desde muy temprano ayudaba a los presos políticos a escapar de las cárceles y quemaba ejemplares de novelas que consideraba que replicaban la vida burguesa y aterradora que los zares alentaban, ¿qué dice ante eso? “He comprendido que somos unos pigmeos ante el futuro, ante la monstruosa masa del futuro. Lo temo y lo amo y no sé por qué aún soy capaz de sentirme orgulloso de él, pero ahora miro con ojos ávidos de inspiración lo que nos rodea, como si me despidiera de todo a cada paso, las nubes, los árboles, nuestra hermana la vida, la gente que camina apresurada por la calle...”.
Pero, Maiakovski, usted no parece un hombre de muchos amores: fue usted, de hecho, quien encontró en un café de París a Iván Bunin, reconocido autor ruso, lo levantó con una mano y lo colgó contra la pared. Fue usted también quien hizo que uno de sus contrincantes literarios, que lo había criticado en Pravda, se comiera el papel periódico donde había publicado la nota. Fueron usted y su grupo futurista —Kamenski y Burliuk y otros más— quienes sabotearon la llegada de Marinetti a Rusia como jefe del futurismo, quienes lo hicieron quedar en ridículo. Maiakovski alcanza a sonreír y entonces, de repente, puñetea la mesa. “No plantéis ningún árbol. Más bien quemad un bosque. / No tengáis ningún hijo. / Más bien pagadle un buen aborto a vuestra novia embarazada. / No escribáis ningún libro. / Más bien matad a puñetazos a un poeta”.
Cualquiera podría matar a un poeta a puñetazos, Maiakovski, pero ¿sería útil de verdad? ¿Qué aporta a la poesía? Mejor dicho, ¿qué es la poesía? Maiakovski se pone en pie y alza su brazo derecho antes de comenzar su breve discurso: “Un futurista que sólo quiere ser futurista sólo pretenderá llegar a los futuristas; un futurista que además pretenda ser poeta, querrá llegar a quienes no saben ni siquiera qué es el futurismo pero saben perfectamente qué es la poesía, y saben que la poesía sólo se propone una cosa: decir una verdad que permanecía oculta entre la hojarasca de las obviedades que merca la autoridad competente”.
Usted, Juan Bonilla, quien ahora ha publicado una novela-ensayo sobre la vida de Maiakovski, Prohibido entrar sin pantalones, dice que él quería echarlo todo abajo, prescindir de las reglas sociales, volverlo todo un campo abierto y feliz. “El héroe de Maiakovski —dice Bonilla, aún sentado— era prometeico, un hombre-dios que se oponía al Cristo hijo de dios, y se vuelve contra quien se dice su creador para negarlo... No hay otro camino que el de inventarse la propia libertad, asumir que no hay orden superior a la que se dé uno mismo, negarse a admitir la superioridad moral de quien manda y le da órdenes precisas acerca de cómo vivir, cómo amar, cómo comportarse, qué leer, qué aplaudir, cómo vestirse”. ¿Qué dice frente a esto, Maiakovski? El ruso, de casi dos metros, permanece en pie y suelta las palabras con voz rotunda. “Vivo os hablo porque estáis vivos, mi verso os llegará remontando las cordilleras de los siglos porque estáis vivos, mi verso os llegará remontando las cordilleras de los siglos por encima de poetas y de gobiernos, mi verso horadará la roca de los años y surgirá visible al otro lado del tiempo igual que llegó a nosotros el acueducto en el que trabajaron los esclavos de Roma”.
Entendido. Sin embargo, es bien sabido que se unió al Partido Bolchevique tan pronto ganaron en la Revolución y que usted quería ser el poeta del pueblo, el poeta de los proletarios, el poeta de los trabajadores. Escribió poemas a Lenin, al Plan Quinquenal de Stalin, espió a otros poetas y fue decisivo su testimonio a la hora de fusilar al poeta Gumiliov, exesposo de la poeta Anna Ajmátova, a quien usted tanto odiaba, como odiaba a Pushkin y a Tolstói. Esa afiliación tan decisiva (también escribió poemas políticos cuyo único objetivo era expandir las ideas bolcheviques), ¿le habrá permitido tener un juicio equilibrado a la hora de escribir poesía? Maiakosvki se sienta despacio, hace silencio, y responde Bonilla: “Lo que importaba de veras es si podía haber vida delante del texto, es decir, después del texto, es decir, si después de leer un texto éste podía merecer el homenaje de ser llevado de alguna manera a la vida. Y la respuesta era sí, el poema importante no es el que nos hace preguntarnos cómo era el poeta que lo escribió sino el que nos convierte en poetas, o mejor, en poesía”.
Vamos a otro tema. Baste decir que usted publicó libros como La nube en pantalones, Misterio bufo, Hombre, 150’000.000, todos ellos con el mismo corte arrogante y fuerte, retrato suyo y de nadie más. Pero su vida fue más que eso, ¿cierto, Maiakovski? Viajó por Ciudad de México, Nueva York, París, e incluso hablaba allí en ruso cuando sabía que nadie lo entendería. Su propio ego siempre fue más grande, incluso, que usted. Amaba a las mujeres que lo amaban por eso: porque amaban a Maiakovski. María Denisova, Lily Brik, Verónika, Tatiana: todas, una a una, eran apéndices de su propia imagen, de la admiración que usted se dedicaría si no fuera Maiakovski, ¿cierto? El poeta calla unos segundos y de pronto dice: “Maiakovski ama a todas las mujeres. Todas las mujeres aman a Maiakovski... Como es un hombre de elevados sentimientos que busca la pureza, sólo parará de amar mujeres cuando encuentre a la mujer ideal, es decir, no amará a ninguna mujer de verdad hasta que no encuentre a la mujer ideal”.
Parece que nunca la encontró, Maiakovski: ni Lily ni Verónika lograron llenarlo jamás. Tampoco el cine y los tantos guiones que produjo para teatro y circo, ni la publicidad bolchevique ni el periodismo que practicó; sus amigos lo tacharon de traidor y sus enemigos también. Es claro que usted se quedó solo, Maiakovski. Y se sentía viejo, ¿no es cierto? El poeta sonríe, pero su sonrisa se apaga rápido: habría que recordar que un día de abril de 1930 tomó una Browning española y se pegó un tiro en el corazón, en su corazón transparente. Con lentitud, responde: “Y ahora muere mi verso, muere como un soldado, porque me importa un carajo el bronce prestigioso, y un carajo me importa el mármol. Sólo quiero que sepáis que un poeta llamado Maiakovski lamió para vosotros los escupitajos de la tisis con la lengua áspera de los carteles”.