La obra de Gerald Brenan no se entendería sin su paso por la Primera Guerra Mundial. Vivió el conflicto con la dicotomía del soldado-poeta. En los poemas escritos en el frente y en sus recuperados Diarios de la Gran Guerra se encuentra el germen del escritor que luego fue
Gerald Brenan, autor inglés de Diarios de la Gran Guerra./ Ilustración de Martínez./elmundo.es |
La juventud es un generoso derroche de fortaleza, plenitud y excesos
que, a veces, se ve abocado a reducir su velocidad. A frenar en seco. A
cambiar el vértigo del placentero trance juvenil por el miedo y la
incertidumbre de las trincheras, como le sucedió al Gerald Brenan
veinteañero que se abonó a la crudeza de la Primera Guerra Mundial. La
experiencia fue un trago amargo que destiló en su interior un licor
inolvidable. Grabó a fuego sobre él huellas de las que supo aprender
como un aplicado superviviente. Aquello le acompañó toda su vida, le
caló para siempre y dejó sobre su existencia la misma irrebatible
certeza que plasmó sobre los papeles emborronados, con un puñado de
versos en el frente, por su pulso de joven poeta: «Han encontrado un
lugar para estos cuerpos / donde sus dulces amantes no los encontrarán. /
Han construido un lugar escondido / para depositar los tesoros de
tantos años / que la guerra ha destrozado».
La
juventud de Gerald Brenan (1894-1987) se apostó sobre una estación
prendida de fuego. Se detuvo para entregarse a la metamorfosis que le
exigía ese lustro sangriento en el que estalló, entre 1914 y 1918, la
Primera Guerra Mundial. Entonces, cuando los acontecimientos lo situaron
de veinteañero en la trinchera británica, quería ser como el joven
Rimbaud. Una vez allí, no dejó de aspirar a serlo. Aunque tampoco tardó
en emprender su propio camino literario, y dio sus primeros pasos hacia
el escritor con estilo propio que empezó a ser unos años después.
En aquel tiempo, pasó de ser un aprendiz de poeta a reconstruir su
vida con sus propios versos, en ciudades francesas o belgas que desde
aquellos días tuvieron nombre de batalla. Por las noches, cavaba
trincheras y caminos de comunicación hasta el amanecer junto a sus
compañeros de la Brigada Ciclista, el destacamento destinado a los
outsiders. Vivía en la dicotomía del soldado-poeta.
Pese a todo, su inquietud no dejó de alimentarse de los numerosos
libros que movía el servicio postal inglés. Fue también ahí donde se
entregó a la amistad que anidaba en intensos epistolarios sin los que no
se entendería su tránsito por la juventud.
Y, a medida que en plena guerra la experiencia iba haciendo mella en
él, la indiferencia se alejaba a kilómetros de su interior. Sobre todo,
cuando los dardos se clavaron en su propia diana y le comunicaron la
muerte de su amigo Taylor. O, incluso, cuando vio que la suya no era ni
mucho menos algo improbable, y hasta resultó herido.
De todo aquello emanó un legado literario que ahora ha sido rescatado por la editorial malagueña Confluencias.
Por un lado, están los poemas que escribió en el frente, de los que
hay suculentos ejemplos en la antología Gerald Brenan. Poesía
(1912-1977).
Y por otro, las reflexiones y las confesiones que le asaltaron en
pleno combate, bajo el fuego bélico, y que formaron parte de los también
recién publicados Diarios de la Gran Guerra.
Según explica en el texto introductorio de este volumen el estudioso y
albacea de su obra Carlos Pranger, «sabía ya Brenan que iba a ser
escritor cuando en 1923 preparó una edición 'casera' de estos diarios
con comentarios y reflexiones sobre extractos de cartas dirigidas a
Ernest Taylor y Hope Johnstone, y otras notas que tomó durante el
desarrollo de la Gran Guerra».
Precisamente, a continuación se reproducen algunos fragmentos de este
último libro. En ellos, toma la palabra en primera persona un soldado
que escribe. Un proyecto de escritor en la trinchera.
LOS MESES MÁS FELICES. «En aquellos días yo consumía
hachís en una villa de ladrillo en Chelmsford y padecía indigestión ya
que me alimentaba solo de té verde y pastel duro. H.J vino a quedarse.
Una semana después me alisté en la Brigada Ciclista y conocí a Ralph
Partridge. Comenzó para mí una vida más plena y feliz. Leía sobre la
historia de Oriente, a Swedenborg, a Rimbaud, a Nietzsche. De ellos
absorbí un estilo literario colorido y grotesco. Creía que nada real
tendría por qué interesarme. Algunas de las cartas están plagadas de
ciudades orientales, reyes asirios, etcétera. A finales de marzo nos
destinaron a Flandes. Nada más llegar, me encontré con Taylor y pasamos
una semana muy compenetrados, justo antes de que lo mataran. La nueva y
extraña experiencia hizo de abril y mayo los meses más felices de la
guerra. La primavera fue extraña, incluso preciosa».
LA MUERTE DEL AMIGO. «Se trataba de la Cuarta
División que partió hacia Ypres de manera inesperada, en medio de la
noche. Nuestra línea estuvo a punto de caer por un ataque con gases. En
esta columna cabalgaba Taylor (a quien llamábamos Penbeagle). Tres días
después le alcanzó una bala en la cabeza mientras repelía un ataque.
Nuestra división se encargaba de una sección de la línea de frente en
Plug Street Wood (Ploegsteert). Poco después, me enteré de la muerte de
Taylor y fui a Ypres para buscar su tumba, depositar flores y llorar su
muerte. Cuando estuve hace un mes estaba llena de gente, todas las
tiendas abiertas y las calles llenas de tráfico. Ahora Ypres estaba
desierto, solo había escombros; ardían las calles, pero no había medios
para sofocar los incendios; deambulaban jaurías de perros salvajes en
busca de alimento y olía a cadáver, a animal muerto».
LLUVIA, BARRO, FRÍO. «Poco después, nos dirigimos
hacia al sur, al Somme. En septiembre ya nos habíamos instalado en el
pueblo de Bus-les-Artois, detrás de Hébuterme. Lluvia, barro, frío,
estúpidas partidas de trabajo e intenso aburrimiento. Los únicos
entretenimientos fueron las escapadas ocasionales a Amiens en compañía
de Ralph. En octubre me dieron una semana de permiso. Fui a un cottage
en Dorset (cerca de Cranborne) en el que se acaba de instalar H.J. Fue
un fogonazo de felicidad. Después de Navidad me dieron otro permiso y me
quedé en Londres. En una de las fiestas de John conocí a Alick
Shepeler. El espantoso tedio de esta vida y el ansia imposible de
libertad me provocaron arrebatos de ánimo religiosos. Mis cartas y el
diario están repletos de palabras tales como «pureza» y «pecado», pero
debo recordar que utilizaba el lenguaje familiar de las religiones para
mis propios fines».
ABURRIDO COMO UNA OSTRA. «H.J se alistó. Acordamos
dejar de escribirnos durante un tiempo. No seguí con los diarios y
durante dieciocho meses fui incapaz de escribir una palabra. En junio
disolvieron a los Ciclistas y a Ralph lo destinaron a otro sector. En
septiembre, y luego durante todo el invierno, comencé a trabajar en un
puesto de observación cerca de Ypres. Vivía en un refugio subterráneo
cavado en el banco de un canal. Me encontraba completamente solo; no
conocía ninguna de las tropas a mi alrededor puesto que cambiaban
continuamente. Estuve siete meses sin que me relevaran una sola noche.
Una vez al mes, más o menos, me reunía con un oficial de mi batallón o
del Estado Mayor. La media docena de hombres a mis órdenes vivían al
lado. No había nada que hacer. En general, siempre estaba demasiado
neblinoso para observar, e incluso cuando estaba despejado no se veía
nada. Tenía libertad absoluta, pero me aburría como una ostra. Mataba el
tiempo leyendo y dando largos paseos campo a través o por las
trincheras. Exploré la red de trincheras de todo el Saliente de Ypres,
reconociendo lugares tanto de día como de noche, y me convertí en una
autoridad en todo lo relacionado con las trincheras. Me enorgullecía
conocer cada rincón, los lugares más inaccesibles... cada puesto de
escucha y ser siempre capaz de orientarme, tanto de día como de noche».
UNA CHICA ANTES DE LAS HERIDAS. «En la primavera de
1917, me trasladé a otros puestos de observación cercanos. Uno de ellos
estaba en la copa de un árbol alto y seco. Estábamos preparando una
ofensiva y se me asignaron más hombres con la orden de organizar más
puestos de observación. Había muchos movimientos que observar. De
pronto, mi vida volvió muy interesante. En abril pasé dos días en Saint
Omer y tuve una aventura con una chica, lo que me hizo muy feliz. En
julio vi a Ralph, que había venido para la ofensiva. Deseaba que llegara
ese momento, llevábamos aguardándolo mucho tiempo, y esperaba
desempeñar un papel importante. Dos días antes de que comenzara (29 de
julio, 1917) caí herido y me devolvieron a Inglaterra».
ENTRE LA RETAGUARDIA Y LA BATALLA. «La línea del
frente de batalla se estrechó. Comenzó el avance alemán entre Ypres y
Bailleul. Terminó mi trabajo de observación y durante quince días no
tuve más tarea que informar de lo que ocurría y reconocer el terreno.
Desde el cercano monte Kemmel vi algo de la batalla. (...) Unos días
después me vi envuelto en una batalla de dos semanas durante la retirada
de los franceses al Marne. Comandé una compañía. Poco después me
mandaron al hospital con gripe. Fiebres muy altas».
LAS SECUELAS DE LA GUERRA. «El final de la guerra me
dejó en un estado mental bastante desequilibrado. Había que tomar
importantes decisiones respecto a mi futuro. Tenía poco dinero y Hope,
aunque ganaba un salario digno, estaba siempre sin blanca, despilfarraba
sin control. Aunque aún le guardaba fanática lealtad, comenzaba a darme
cuenta de que no era de fiar. La necesidad, además, de enfrentarme a mi
padre me redujo a un estado cercano a la histeria. Él también estaba de
los nervios y si bien nos encontramos en Larcheld, en enero, en casa de
mi tío Ogilvie, e hicimos un simulacro de acercamiento, pero estaba
inmerso en una crisis matrimonial con mi madre y en un estado de intenso
descontento con todo y con todos».
LA IDEA PREMATURA DE HUIR A ESPAÑA. «Con solo
diecisiete años me dejé llevar por cierta creencia en que lo único que
se necesitaba para conseguir la felicidad completa era un mendrugo de
pan y libertad absoluta. A mi huida de casa le siguió tal explosión de
felicidad cuando comencé a llevar a cabo la teoría, que acabé convencido
de su verdad. La causa del fracaso de Bosnia fue mi debilidad juvenil.
En cambio, ahora era mayor, más fuerte, más experimentado, pero era la
guerra, ese tiránico servicio que tenía que cumplir, lo que me impedía
ser feliz de manera continua, plena e intensa. Le sugerí un plan a H.J:
desertar y huir a España. Entretanto, analicé la situación con el
lenguaje convencional de las religiones. (...) Si la felicidad fuera el
estado natural del hombre, cualquier pérdida de la misma sería causada
por su carencia de deseo, por su falta de esfuerzo... en realidad debido
al «pecado». (La consecuencia lógica de una creencia en el libre
albedrío es que uno puede controlar cosas como la «nausea»). En
ocasiones creí que la cura se encontraba en el ascetismo; con frecuencia
creí que no existía cura alguna mientras durase la guerra».