Testimonio. En 1962 Chile acababa de lograr el tercer puesto en el Mundial y el joven Sepúlveda soñaba con ser futbolista. Pero se cruzó una chica
Seleccionado de Chile de 1962. Sepúlveda le regaló la fotografía, autografiada por todos sus integrantes, a la chica de la que se enamoró a los 13./revista Ñ |
A veces, motivado por amigos he hecho algunas confesiones
referentes a cómo y por qué diablos decidí ser un escritor o, dicho de
una manera más modesta, acercarme a la literatura. A veces envidio a los
escritores y escritoras que confiesan haber vivido en compañía de
vetustas y bien surtidas bibliotecas familiares, a las que con cierta
coquetería culpan de “haber despertado la vocación”. No es mi caso.
Crecí en un barrio proletario de Santiago de Chile y, aunque en mi casa
había algunos libros, sobre todo literatura de aventuras, Jules Verne,
Emilio Salgari, Jack London, Karl May, sería de una vanidad espantosa
decir que se trataba de una biblioteca, y más todavía culpar a esos
inocentes libros de lo que hago. No. Yo me hice escritor por el fútbol.
Cuando
era un niño, o un pre-adolescente de 13 años, mi gran sueño era
destacar en el fútbol y llegar a ser un día profesional de ese gran
deporte. Me veía con la camiseta del club de mis amores, el Magallanes,
el decano del fútbol chileno y, si todo iba bien, algún día vestiría la
roja camiseta de la selección chilena. No jugaba mal. Era delantero en
el equipo infantil del “Unidos Venceremos F. C.”, uno de los cuatro
clubes de mi barrio Vivaceta, ilustre rincón de Santiago salpicado de
fábricas textiles, burdeles, quilombos, boliches en los que servían vino
recio, dos estadios y orgullosamente proleta. Además, el barrio era
cuna del “Chamaco” Valdés, que por entonces jugaba en el Colo Colo,
acababa de ficharlo La Juve en Italia y, desde luego, era delantero de
la selección. Pedigrí no faltaba en el barrio.
Así, mi
acercamiento a la literatura empezó un domingo de verano y mientras, con
mis botines de fútbol al hombro, caminaba hacia el estadio Lo Sáenz,
propiedad del sindicato Santiago Watt, que aglutinaba a los obreros de
la compañía chilena de electricidad, “Chilectra”, campo en el que se
disputaba la copa del barrio.
En esos años, uno cuidaba muy bien
sus botines, los embadurnaba con grasa de caballo y, según las
características del campo de fútbol en que se jugaba, se cambiaban los
estoperoles; blandos, de goma de viejos neumáticos cuando se jugaba en
cancha de tierra, duros, generalmente de suela cuando el terreno estaba
muy seco, y livianos, casi siempre de hueso, cuando teníamos el placer
de jugar en un campo de césped.
Nuestro “Mister Pipa” –llamado así
en homenaje el entrenador del cómic más leído en Chile, “Barrabases”,
que dibujado enteramente por Themo Lobos cada semana entregaba un
partido de fútbol imaginario– nos aconsejaba en el camerino y explicaba
su táctica. Jugábamos con la clásica formación 4-2-4 y yo solía jugar de
11 o de 10, cuando nuestro ariete, el Chico Valdés, por alguna razón
faltaba. Además me correspondía tirar los penaltys y, modestamente, rara vez fallé. Por último, mi misión era defender la pelota casi en el ángulo de corner y desde ahí lanzar buenos centros a los muchachos que invadían el área enemiga.
Aquel
domingo caminaba por mi calle, era temprano porque los “infantiles”
jugábamos a las 10 de la mañana, cuando de pronto vi un camión de
mudanzas frente a una casa. Una nueva familia llegaba a vivir en mi
barrio, una pareja de adultos trasladaban muebles desde el camión a la
vivienda, me ofrecí a echar una mano y, cuando cargaba una pequeña mesa,
la vi.
Era la chica más hermosa que había visto en mis trece años
de vida. Fue verla y transformarme en una furia cargadora de sillas,
mesas, colchones, atados de ropa, cajas. No exagero al decir que
prácticamente yo solo bajé del camión y llevé a la casa la mayor parte
de los bienes de esa familia. Cuando sentí que debía ir al estadio me
despedí, la madre insistió en que me sirviera un refresco y ordenó a la
hija que me trajera una “Orange Crush”. Recibí la botella emocionado, y
entonces la madre dijo: –Gloria, ¿por qué no invitas a tu amigo a tu
cumpleaños el próximo domingo?
A decir verdad, la chica más
hermosa que había visto en mis trece años de vida me invitó sin
demasiado entusiasmo. Y yo marché al estadio repitiendo su nombre:
Gloria. Me sentía en la gloria.
Aquella mañana jugué mal. Muy mal.
Incluso perdí varios pases que eran mi especialidad. El Mister me
gritaba: ¡Concéntrate! ¡¿Qué diablos te pasa?! Yo estaba en la gloria.
Los infantiles jugábamos dos tiempos de quince minutos. El segundo
tiempo lo hice en el banquillo. El Mister me tomaba la temperatura,
preguntaba qué había desayunado. Yo seguía en la gloria. Ese partido
terminó en derrota del “Unidos Venceremos F.C.” Todos mis compañeros me
insultaban, el Mister llamaba a la calma diciendo que la nobleza del
fútbol está en saber encajar las derrotas. Y yo seguía en la gloria.
Pasé
una semana atroz pensando en qué regalar a Gloria por su cumpleaños.
¿Un disco? Ignoraba sus gustos musicales. ¿Un libro? ¿Cuál? ¿Una barra
del mejor chocolate “Costa”? ¿ Y si no le gustaba? Finalmente decidí
desprenderme del mayor de mis tesoros, el más preciado de mis bienes, y
no me dolió hacerlo. Así, el domingo siguiente, a las cinco de la tarde
fui hasta la casa de Gloria con mi tesoro bien empaquetado en un vistoso
papel de regalo. La encontré rodeada de otros chicos del barrio,
risueña, más hermosa que el domingo pasado y, abriéndome paso a codazos,
llegué hasta ella. Temblando de emoción le di el abrazo, le musité un
feliz cumpleaños y le entregué el regalo.
–Gracias– dijo, y lo dejó sobre un mueble en el que había otros paquetes primorosamente envueltos.
–Abrelo– indiqué con una voz que trataba de ser segura, pero sin conseguirlo.
–Me gusta abrir los regalos cuando estoy sola- respondió, y dedicó toda su atención a los otros chicos que la rodeaban.
–¡Ahora!
¡Abrelo ahora!– ordené, con la seguridad de saber que, apenas viera mi
regalo, esa corte de tiburones se esfumaría al instante.
Sus
hermosos ojos que pasaban del marrón claro al verde esmeralda se
abrieron en un gesto de sorpresa, tomó el paquete, quitó la cinta, lo
desenvolvió, y ante mi estupefacción cogió el mayor de mis tesoros con
el gesto que cualquiera emplea para coger un ratón muerto. Musitó un
“gracias” desganado y volvió a dejarlo junto a los demás obsequios
recibidos.
Más de una vez había escuchado a mi padre rezongar qué
difícil es entender a las mujeres, y esa tarde supe que mi viejo tenía
razón. Nuevamente me abrí paso entre los tiburones que la rodeaban, me
planté frente a ella y le pregunté si sabía qué era mi regalo.
–Una
foto. Y ya te di las gracias– contestó y dirigió sus ojos al grupo de
tiburones que murmuraban: “Esfúmate, plomo”, “Anda a ver si está
lloviendo” y otras frases francamente hostiles. El Mister repetía que la
nobleza del fútbol está en saber encajar las derrotas, pero también
insistía en que la victoria anida en la perseverancia. Así que volví a
plantarme frente a sus hermosos ojos a explicarle qué le había regalado.
–No,
Gloria. No es una foto. Es La Foto– exclamé enseñándole la fotografía
de la selección chilena de fútbol con la firma de todos los cracks que
en el campeonato mundial, jugado en Chile en 1962, es decir hacía muy
pocos meses, habían logrado un tercer lugar que honraría para siempre al
fútbol chileno. Horas, días, semanas, meses me había costado conseguir
todas esas firmas, entre las que destacaban las de Michael Escutti, el
portero, de Jorge Toro, el goleador máximo, de Leonel Sánchez, Tito
Foulleaux, de Eladio Rojas que les metió a Lev Yashin un gol de media
cancha y el portero ruso, La Araña Negra, lo aplaudió. En esa foto
estaban todos los inmortales.
–No me gusta el fútbol– respondió. Y en esa frase conocí el veneno de los amores imposibles, el cruel significado del off side .
–¿Y se puede saber qué diablos te gusta?– le espeté con la certeza de la gloria perdida.
–Me
gusta la poesía– dijo antes de desaparecer de mi vida. Pero no
desapareció para siempre porque seguí pensando en ella, mirándola de
lejos mientras con su uniforme del Liceo 2 de niñas se dirigía a la
parada de buses. Un día cayó en mis manos un libro de poemas de Pablo
Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada . Al leer
el poema veinte sentí que Neruda lo había escrito pensando en mí, y en
mi gloria perdida. Me convertí en un fervoroso lector de poesía. De
García Lorca a Antonio Machado, de Gabriela Mistral a León Felipe, de
Neruda a de Rokha, y con el paso del tiempo el amor por las palabras se
me reveló como un amor fiel, que jamás me traicionaría. Gloria había
desaparecido de mi memoria cuando empecé a escribir poesía, o lo que yo
creía que podía ser también poesía.
Dejé de jugar en el “Unidos
Venceremos F. C.”, regalé los botines a un amigo, en la cajita de cartón
original, con varios juegos de estoperoles y una lata de grasa de
caballo. A veces me unía a los chicos que disputaban una pichanga en la
calle, generalmente con una pelota de trapo, y apenas alguno me
preguntaba: “¿Y que te pasó huachito que dejaste el club?”, me largaba.
Ya de joven y pre adulto fui en algunas ocasiones a la sede social del
club para la fiesta del aniversario, y con una copa en la mano me
quedaba mirando la galería fotográfica. En una foto estaba yo, cuando
fuimos campeones del barrio, serio y orgulloso de vestir la camiseta de
rayas rojas y blancas. Más tarde y cuando podía iba al estado a ver
jugar al Magallanes, y le fui fiel, y le soy fiel a la Vieja Academia.
Fiel cuando bajó a segunda, fiel cuando la mala pata le hizo descender
de nuevo y terminó jugando en los potreros, fiel cuando subió de nuevo a
segunda y de ahí a primera, con su infatigable bandita que toca
“manojito de claveles” y otras melodías durante los 90 minutos.
De
potencial crack pasé a ser oyente del fútbol por la radio, seguidor de
las emociones que trasmitían Sergio Silva y Darío Verdugo: “El delantero
se levanta con evidentes signos de dolor en la pierna izquierda y le
recomendamos que de inmediato se tome un Mejoral, ¡mejor que mejor
mejora Mejoral!” La vida es una suma de dudas y certezas. Tengo una gran
duda y una gran certeza. La duda es si la literatura habrá ganado algo
con mi militancia en la palabra escrita. Y la certeza es la de saber
que, por culpa de la literatura, el fútbol chileno perdió a un gran
delantero.
La democracia del fútbol
Julio Marini
El fútbol les permite ganar a los que pierden todos los días,
les permite ser voz a los que no pueden ni siquiera mostrar cuál es su
timbre y su tono en ningún ámbito. El fútbol, más que cualquier otro
deporte y especialmente en Argentina, Brasil o la mayoría de los países
sudamericanos, es lo que pulveriza diferencias y no hay pobres o ricos,
rubios o morochos, y ni siquiera la política o la religión con sus
antinomias y fundamentalismos pueden dividir lo que la pelota ha unido.
A
nadie se le ocurriría en un gol pedirle documento o certificado de
coincidencia ideológica o religiosa a otro para abrazarlo como si fuera
el mejor amigo. Es muy posible que la pasión que siempre despertó en
este lugar del mundo este deporte (que tempranamente se convirtió en
espectáculo y rápidamente fue negocio y luego un mercantilismo de
estrellas del juego cual cuadros a rematar en Sotheby’s) sea el sistema
conductor para superar barreras que ninguna otra actividad, ideología o
creencia puede derribar con tanta facilidad. La política divide tanto
como une, la religión igual, pero el fútbol, materializado en el grito
de gol del equipo propio o más universalmente de la Selección en un
Mundial, hace que todos sean iguales ante su ley.
Hay interesantes
análisis de lo que an estesia el deporte y especialmente el fútbol
desde la sentencia de que es un nuevo opio de los pueblos. Claro que
desde la fe las huestes pueden ser llevadas de las narices por gobiernos
capitalizando éxitos deportivos, o simplemente conducir a esa supuesta
“manada” a traspasar los límites del consumismo oportunista. Igual
dudamos del efecto del opio y de la docilidad ausente de
autodeterminación de los hinchas.
Tampoco, y menos con el Mundial
a la mano, es fácil convalidar esa otra sentencia cuestionadora del
atractivo de que vayan 22 jóvenes detrás de la pelota. Más allá del
injusto castigo a la armonía y estética que ofrece el fútbol bien
jugado, es difícil no ver a los otros tantos millones de seres que
también corren detrás de esa pelota y de esos 22 jóvenes. Ellos corren y
juegan con sus emociones, su pasión y su imaginación. Y así dan
zancadas más que pasos y eso les permite no sólo seguir el partido,
gritar un gol, sino adelantarse a lo que va a ocurrir, y cómo se lo va a
festejar. Casi soñar despierto y acompañado.
Si se pudiera hacer
una imaginaria lobotomía a la pelota y esa extirpación de un lóbulo,
paradójicamente contrariando la intención de esa cirugía, mutara al
hincha en un ser reflexivo y analítico solamente, haría que esa muerte
de la pasión también lo matara a él como protagonista indispensable de
un juego que vive tanto adentro como afuera del verde campo.
Si
el juego y la autenticación en él del ídolo se complementan a la
perfección, el fútbol logra alcanzar su estado máximo y más puro. Ese
que consigue unir tan firmemente como ningún otro a personas tan
distintas. Quien alguna vez salió de una cancha caminando junto a un
desconocido, hablando cuadras y cuadras y sintiendo lo mismo, puede dar
fe que eso también es una forma de compartir identidad.