Hace unos cuatro años, un gran lector de García Márquez me dijo una frase hermética: “El único tema de Cien años de soledad es el de los amigos que se van”
Gabriel García Márquez, o la nostalgización de la amistad./elespectador.com |
En estos días, releyendo la novela por primera vez
tras la muerte de su autor, recordé esa conversación a propósito del
último capítulo, y me sorprendió sentir algo que no había sentido antes:
nostalgia. Ustedes recordarán el momento en que Aureliano Babilonia se queda solo
en Macondo porque todo el mundo se ha ido, y lo único que puede hacer
es gritar ese grito de guerra: “¡Los amigos son unos hijos de puta!”. El
episodio es de una curiosa tristeza, y esa tristeza, en lecturas
pasadas, había formado buena pareja con la ironía y el mamagallismo
generalizados del resto del capítulo. Pero ahora el mamagallismo y la
ironía me parecieron la forma visible de un miedo profundo a la soledad y
a la muerte, unas ganas de no irse nunca y de nunca quedarse solo. El
último capítulo es, entre muchas otras cosas, una canción: García
Márquez la escribió para los amigos y para un mundo que ya se había ido
en 1967. Tal vez ésa es la nostalgia que se siente.
Todos ustedes
conocen la historia. En 1913, un catalán llamado Ramón Vinyes vio el
anuncio de una empresa que requería un contable para sus oficinas de
Barranquilla; marchó de inmediato, con tan mala suerte que la Primera
guerra estalló, la empresa cerró y él se quedó extraviado en la costa
Caribe de Colombia. Vinyes se mudó a Barranquilla para buscar suerte;
nada lo describe mejor que su idea de lo que podía sacarlo de aprietos:
una librería. En ella, y alrededor de la literatura y de la orientación
de Vinyes, se formó un grupo de amigos que cambiaron la literatura
colombiana para siempre: Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor,
Germán Vargas y un tal Gabriel García Márquez que un día vino a
preguntar qué podía leer y se fue con un libro de un tal William
Faulkner. “Cuando lo hayas leído”, le dijo Vinyes, “vuelve y te lo
cambio por otro”.
El narrador de Cien años de soledad describe así
al sabio catalán: “Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de
respeto solemne e irreverencia comadrera”. Las palabras no están lejos
de ser una suerte de poética de García Márquez, que achacó al Álvaro de
la novela una opinión que él hubiera firmado de buena gana: “La
literatura es el mejor invento para burlarse de la gente”. En estos días
he pensado también que el último capítulo es triste también por eso:
porque es una gran máquina irreverente y burlona hecha de alusiones y
guiños que han hecho correr ríos de tinta, pero que sólo quieren
sentirse más cerca de los amigos. Y así la crítica más ceñuda se ha
desgastado durante medio siglo tratando de averiguar qué significa el
hecho de que Aureliano Babilonia conozca a Lorenzo Gavilán (personaje de
La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes), o el viaje a París
durante el cual Gabriel ocupa la habitación donde moriría Rocamadour
(que es, por supuesto, el bebé de la Maga en Rayuela). Si ponemos
atención, tal vez alcancemos a oír las carcajadas de García Márquez.
Pero son carcajadas tristes, porque la gran tragedia de Cien años de
soledad no es que las estirpes condenadas no tengan segundas
oportunidades: es la tristeza más simple de que el mundo sea un lugar
del cual se van los amigos.