A partir del 2 de julio, en la Biblioteca Nacional Argentina se inaugura una original muestra que, bajo el título de Leídos, exhibirá fotografías de libros subrayados, marcados, usados, hojeados y manoseados hasta el cansancio por la más variada estirpe de escritores argentinos
Osvaldo Lamborghini, escritor argentino, muestra la muestra de un libro suyo subrayado./pagina12.com.ar |
Esteban
Colombi, responsable de la organización, cuenta el origen familiar de su
proyecto a partir de un abuelo amigo de Oliverio Girondo, y explica por
qué, a pesar del fuerte espíritu intimista de la muestra, que no
descarta rarezas ni curiosidades, no se trata de un enfrentamiento
lírico del libro en papel con los nuevos formatos digitales.
Desde los antiguos códices hasta los coloridos y algo
infantiles y edípicos post-it, los lectores de cada etapa de la
historia han ido construyendo una postura determinada, un vínculo, una
disposición física con aquello que leen. Y eso, sin lugar a dudas, va
dejando en el camino –y en el original– distintas marcas, una serie de
huellas que dan cuenta del proceso de transmisión de un texto. Los
códices se extendían de forma horizontal, y para protegerlos se los
ataba con una serie de varillas que, como las de las carpas, se
sujetaban al suelo. El lector y los oyentes se situaban alrededor del
códice para poder observarlo de manera completa y moverse en torno de
él, lo cual les permitía relacionar sus lecturas iniciales, finales e
intermedias, es decir, les permitía leer.
La intención tan atávica, tan humana, de que esas marcas nunca más
se borraran puso en marcha el proyecto Leídos, de Esteban Feune de
Colombi, periodista y actor, y como si fuera poco, además poeta. Las
consecuencias de esta exposición que se inaugurará el 2 de julio en la
sala J. L. Ortiz de la Biblioteca Nacional, son tan diversas como las
interpretaciones de una lectura.
“A pesar de haber nacido después de que él muriera, crecí con la
memorabilia exótica de un abuelo materno que era escultor y poeta de fin
de semana. Hasta que un buen día una tía me da un libro suyo: la poesía
completa de Oliverio Girondo, de Losada. Entonces me cuentan que mi
abuelo había sido muy amigo de Girondo y, es más, había promocionado su
libro Espantapájaros, ahí arriba del famoso coche fúnebre. En el libro
me encontré con una serie de anotaciones en lápiz, eran anotaciones con
una grafía titilante que, después lo supe, se correspondían con el hecho
de que se estaba muriendo de cáncer. Lo extraño es que todas las
anotaciones estaban en las fotos, que en ese libro van mostrando la
evolución de Oliverio Girondo, ninguna en los textos ni en los poemas.
Me emocionó mucho leerlas, sobre todo porque mi abuelo le dedicaba a
Girondo mensajes bastante esotéricos como ‘ya nos vamos a encontrar a
donde vos sabés’”.
BEATRIZ SARLO
Lo que cuenta Esteban Colombi sucedió, en verdad, hace más de quince
años. Durante todo ese tiempo, solía sacar fotos con una máquina con
rollo. Pero cuando, el año pasado, decidió comprar una cámara digital,
otra vez para que no se perdiera todo lo anterior, se puso a ordenar las
enormes cajas de negativos que había acumulado.
“Ahí estaban las fotos, que me hicieron volver al libro y a las
anotaciones. Yo también anoto en los márgenes de libros, y recuerdo que
de chico leía siempre con un lápiz en la mano. Lo que más me atrae de
las anotaciones es lo versátiles que pueden ser: yo puedo escribir un
poema, marcar una palabra que me interesa, o simplemente crear una
especie de ayudamemoria. Es que me da miedo olvidarme de lo que leo, leo
vorazmente y me acuerdo de muy pocas cosas.”
Sea como sea, lo cierto es que cuando pase el tiempo seguramente
Esteban Colombi recordará esta muestra de la Biblioteca Nacional que
hace foco en montones de fotos sobre las marcas que dejan los escritores
–los lectores– argentinos en cada uno de sus libros: anotaciones con
lápiz, subrayados con marcador, heterogéneos códigos de lectura que
incluyen crucecitas, pececitos, signos de admiración y de interrogación,
pero también entradas de recitales, pliegues, insectos, citas de todo
tipo, declaraciones de amor, palimpsestos que muestran escrituras de
distintas personas en diversas épocas, dedicatorias y vacío.
ABELARDO CASTILLO
Las combinaciones y probabilidades en ese sentido, tal como confirma
Esteban Colombi, parecen infinitas: “Silvio Mattoni dobla los extremos
de las páginas; Germán García también, pero como él fue librero sabe
que, al cabo de cierto tiempo, se quiebra el papel, por lo que dobla y
luego desdobla el papel. Chitarroni interviene las páginas como si fuera
un pintor, María Moreno anotó en uno de sus libros, con fibrón verde,
un pedido de glóbulos a una farmacia. Sin lugar a dudas, el rey del
subrayado es Hugo Mujica, lo hace con marcadores de distintos colores,
un atril y una de esas reglas que vienen con una ruedita en el medio.
Hay libros totalmente deshechos, como los de Daniel Link y Edgardo
Cozarinsky, sostenidos apenas por una tirita plástica. También me fui
enterando de algunas intimidades, como que Marcelo Cohen y Graciela
Speranza no comparten ningún libro, o el caso de Carlos Gamerro que,
debido a sus cursos, tiene hasta cinco ediciones idénticas del Ulises de
Joyce”, revela Esteban Colombi.
Además de tratarse de escritores muy disímiles, hay también muchas
variantes con respecto a la forma que emplearon los escritores para
encarar su participación: “Algunos me esperaban con un solo libro y
otros, como Rodolfo Alonso, con una pila de cien libros marcados por
todos lados”.
Lo que sí fue una constante es que, salvo contadas excepciones, el
autor de la muestra se trasladó en cada caso hacia la casa de los
escritores para encontrarlos en su hábitat natural. Con el objetivo de
enfatizar, precisamente, la imagen laberíntica y caótica que, en
general, representan las bibliotecas, para dar cuenta de ese gran abismo
al que dio nombre Borges, Colombi decidió que en la muestra sólo se
mostraran las fotos. Sin epígrafes, ni títulos, ni nombres ni
explicación que ayude a digerir la atmósfera creada por la imagen.
ALLEN GINSBERG
La muestra significó también una nueva forma de abordar la figura de
los escritores –las marcas de sus lecturas, las huellas de sus
anotaciones–, pero también la manera, por ejemplo, de responder el mail
de la convocatoria significó una especie de respuesta a una pregunta
nunca formulada explícitamente sobre ellos. La mayoría de los autores
son silenciosos y calmos, pero noté con mucha frecuencia cómo, enfrente
de sus bibliotecas, “empezaba a surgir un momento muy teatral, de un
entusiasmo desbordante”. Esos momentos a los que refiere Esteban Colombi
coincidían, por supuesto, con la aparición de muchos hallazgos: la
edición totalmente deshojada de El caos de Juan Rodolfo Wilcock, un
libro de Piglia comido por su perro, y una edición de la poesía de Hugo
Padeletti carbonizada por la supuesta desidia, a la hora de manipular
incienso, de una ex mujer del dueño del ejemplar.
También se destaca un Don Segundo Sombra de Beatriz Sarlo con
anotaciones de su papá. “Es un caso paradigmático, porque después
figuraban las anotaciones de ella durante su etapa escolar y en un
tercer nivel las lecturas que hizo Sarlo de mucho más grande. El libro
estaba hecho bolsa”, recuerda Esteban.
Por un rechazo o fobia o desprecio a los números redondos, Esteban
Colombi decidió que la muestra cuente con noventa y nueve fotos, entre
las cuales la mayoría (setenta y seis) corresponden a los escritores
invitados y el resto (veintitrés) a lo que Esteban denomina “ofrendas”,
es decir, joyitas, incunables que les iban ofreciendo algunos de los
escritores y que, por su importancia, merecían tener un lugar en la
muestra.
HUGO MUJICA
Pero hubo una especie de principio “político” que fue no incluir a
autores muertos, ya que eso hubiera ampliado hasta lo imposible la
muestra, agotando cualquier tipo de archivo. La política era, entonces,
no pedir nada, esperar a que el escritor en todo caso propusiera y ahí
evaluar si esa ofrenda podía llegar a incluirse en la muestra.
“Miguel Brascó fue mi primer editor y la verdad es que nos hicimos
amigos. El fue el que me dio El diccionario del diablo, de Ambrose
Bierce, que tradujo Rodolfo Walsh. Bueno, ese libro era de él y en la
tapa dice: ‘Ojo, este libro es propiedad de Rodolfo Walsh’. Esa es una
de las joyas de la muestra, además recuerdo muy bien lo que me dijo
Brascó cuando me lo dio: ‘Curioso sentido de la pertenencia para un
hombre de izquierda’”.
Otra de las grandes joyas que, en este caso, aportó Ricardo
Strafacce desde una mesa del bar Varela Varelita es un Código Civil de
la República Argentina anotado por Macedonio Fernández. Esteban Colombi
aclara que respetó tan a fondo esta política de la ofrenda que, en otros
casos que se encontró con familiares directos de escritores ya
fallecidos de los que le habría encantado tener alguna anotación, como
ellos no le propusieron nada, tuvo que quedarse, simplemente, con las
ganas.
JORGE DUBATTI
Esa misma política de la ofrenda también repercutió en el mundo de
los vivos. Matías Serra Bradford ofreció fotografiar una curiosa edición
de Maizal del gregoriano de Arnaldo Calveyra. Sucede que un amigo le
había abrochado un ejemplar hecho en impresora casera a Calveyra para
que pudiera tenerlo en una lectura, entonces aparecen los corchetes con
los que el poeta calcula los minutos que le lleva leer cada poema o cada
párrafo. Este método también posibilitó, por ejemplo, la presencia de
Arturo Carrera, profesor de Esteban en su taller literario de poesía,
que no había querido participar cuando fue invitado, pero luego entró, y
por partida doble, por la ventana de la exposición gracias a los libros
que aportaron Silvio Mattoni y Carmen Iriondo.
Otra decisión importante que tuvo que tomar Esteban Colombi fue con
respecto a las dedicatorias, ya que constituyen una de las marcas más
comunes de los libros y casi todos los escritores ofrecían alguna. “Una
de las pocas dedicatorias que finalmente dejé en la muestra es una muy
loca que le hizo Allen Ginsberg al poeta Esteban Moore, un dibujo de una
especie de dragón que ocupa una doble página. Con respecto a las
dedicatorias, después me enteré de que Alfonso Reyes, en México, mandaba
muchos libros de regalo dedicados con la frase ‘con afecto’, y que
compraba de nuevo en las ferias de usados, para volver a mandarlos
agregando ‘con renovado afecto’.”
Un caso curioso fue el de César Aira, quien afirmó que nadie
sospecharía que sus libros habían sido leídos porque tienen el mismo
aspecto de cuando salieron de la librería. “Después, tarde, me di cuenta
de que hubiera estado bueno mostrar justamente eso, esa cosa
impecable”, confiesa Colimbi.
Además de dar cuenta de diversos aspectos en lo que hace a la tan
rica relación entre un escritor y sus libros, y de las formas en que un
autor se da a conocer con su objeto fetiche, se podría pensar que en la
exposición Leídos subyace una especie de homenaje a la materialidad del
libro, una apología al libro impreso en tiempos donde lentamente, pero
sin pausa, empieza a crecer el terreno de influencia de otros formatos
digitales como el e-book.
RODOLFO WALSH
“Pero si lo hay es involuntario. Como sucede con casi todo el mundo,
yo leo en pantalla, no mucho pero leo. La verdad que ni reivindico el
libro escrito ni repruebo el digital, pero sí noté de mi parte una
resistencia. Porque de hecho las fotos son todas de libros en papel.
Hay, de todas formas, dos excepciones que están a mitad de camino: como
Patricio Pron estaba en París y no pensaba venir, me mandó fotos en alta
de varios libros intervenidos que, a su vez, yo volví a fotografiar.
También está el caso de Clara Obligado, que les saqué foto por Skype a
sus intervenciones.”
A su vez, y tal como empieza a comprobarse la convivencia entre
formatos escritos y digitales, el título de la exposición, Leídos, según
cuenta, Esteban Colombi, tiene también alguna resonancia con el
universo de mails y mensajes de texto que se clasifican, a grandes
rasgos y de forma tan autómata, entre leídos y no leídos.
“No sé si se puede hacer el mismo uso del libro en formato digital,
los que lo usan suelen decir que sí, que hay muchas aplicaciones que te
dejan hacer de todo. En mi caso, como interventor de un libro, lo que me
sucede al escribir el margen de una obra impresa no se compara con lo
que me sucedería con el formato digital, no es la misma sensación
física. Además, si yo voy al libro sé que ahí van a estar las
anotaciones, y eso me da seguridad, cierta certidumbre. Mi angustia como
lector digital tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿a dónde van a
parar las cosas? ¿Dónde quedan guardadas?”
Leídos es un principio de respuesta a una nueva angustia que no es la de las influencias.