sábado, 21 de junio de 2014

El cuento negrísimo




 

Rubem  Fonseca


Copromancia                                                                  

¿Por qué Dios, el creador de todo lo que existe en el Universo, al dar existencia al ser humano, al sacarlo  de la Nada, lo destinó a defecar? ¿Habría revelado Dios, al atribuirnos esa irrevocable función de transformar en heces todo lo comemos, su incapacidad para crear un ser perfecto? ¿O sería esa su voluntad, hacernos así toscos? ¿Ergo, la mierda?

No sé por qué empecé a tener este tipo de preocupación. No era yo un hombre religioso y siempre consideré un misterio que supera los poderes humanos de comprensión, y por esto Dios me interesaba muy poco. El excremento, en general, siempre me había parecido inútil y repugnante, aunque no lo fuese, claro, para coprófilos y coprófagos, individuos extraños, dotados de extrañas anomalías obsesivas.  Sí, ya que Freud dijo que el excrementicio está íntima e inseparablemente unido a lo sexual, que la posición de los genitales inter urinas et faeses— es un factor decisivo e inmutable. Pero tampoco eso me interesaba.

El caso es que estaba pensando en Dios y observando mis heces en la taza del retrete.  Es curioso que cuando algo nos interesa,  todo lo que a ello se refiere capta por completo nuestra atención, el ruido del agua en el retrete del vecino, en el piso contiguo al mío, o la noticia que encontré en un rincón perdido del periódico,  una noticia que normalmente pasaría inadvertida, que decía en Sotheby”s  de Londres se había subastado una colección de diez latas con excrementos,  obra del artista conceptual italiano Piero Manzoni, muerto en 1963. Las latas las adquirió un coleccionista privado que se hizo con ellas en una puja que llegó a los novecientos cuarenta mil dólares.

Pese a mi reacción inicial de repugnancia,  yo observaba mis heces todos los días, y noté que el formato, la cantidad, el olor y el color eran variables.  Una noche intenté recordar las diversas formas que mis heces adquieren al ser expelidas, pero no tuve éxito. Me levanté, fui al despacho, pero no conseguía hacer dibujos precisos, pues la estructura de las heces suele ser fragmentaría y multífacetada. Adquieren su aspecto cuando, a causa de las contracciones rítmicas involuntarias de los músculos de los intestinos, el bolo alimenticio pasa del intestino delgado al grueso. Influyen también otros factores diversos, como el tipo de alimento ingerido.

Al día siguiente compre una polaroid. Con ella fui fotografiando diariamente mis heces, usando película de color. Al cabo de un mes tenía un archivo de sesenta  y dos fotos —mis intestinos funcionan, como mínimo dos veces al día—, y las coloqué en un álbum. Aparte de las fotos de mis bolos fecales añadí información sobre la coloración. Los colores de las fotografías nunca son muy precisos. Las entradas en mi archivo eran diarias.

Al cabo de poco tiempo sabía ya algo sobre las formas. (repito, nunca eran exactamente las mismas) que el excremento podía adoptar,  pero aquello que no me bastaba aún, y quise colocar al lado de  cada foto la descripción del olor, que era también variable, pero no lo conseguí. Kant tenía razón al decir que el olfato es un sentido secundario debido a su inefabilidad. Por ejemplo, escribí en  el álbum este texto referido a un bolo fecal espeso, color marrón—oscuro: “olor opaco a verdura podrida en frigorífico cerrado”. Pero, ¿qué quería decir olor opaco? El espesor del bolo fecal me había llevado quizá a sinonimizar espeso-opaco. ¿Y olor a qué verdura? ¿A brócoli?  Yo parecía ya un enólogo intentando describir la fragancia de un vino, pero la verdad es que hacía una especie de poesía con mis descripciones olfativas. Sabemos que el olor de las heces procede de un compuesto orgánico de indol que se encuentra también en el aceite de jazmín y en el almizcle, y de escatol, que aproxima más  el término escatología a las heces y la obscenidad. (No confundir con otra palabra, homográfa en nuestra lengua pero diferente etimología griega: una viene de  skatos, excremento, y la otra de éschatos, final,  de modo que esta segunda escatología posee una aceptación teológica que significa juicio final, muerte, resurrección y que centra en la doctrina del destino último del ser humano y del mundo).

Me faltaba por obtener el peso de las heces, y para eso no bastaba con mis falaces sentidos. Compré una balanza de precisión, y, tras pesar durante un mes el producto de mis dos excreciones diarias, concluí que eliminaba, en veinticuatro horas, entre doscientos ochenta y trescientos gramos de materia fecal. ¿Qué cosa tan increíble que es el sistema digestivo, su anatomía, los procesos mecánicos y químicos de la digestión, que comienza en la boca, pasan por el peristaltismo y sufren los efectos químicos de las reacciones catalíticas y matabólicas? Todo el mundo sabe, pero tampoco es inútil repetirlo, que las heces consisten en productos alimenticios no digeridos o de imposible digestión: moco, celulosa, jugos(biliares, pancreáticos y de otras glándulas digestivas), enzimas, leucocitos, células epiteliales, fragmentos celulares de las paredes intestinales, sales minerales, agua y un número considerable de bacterias, aparte de otras substancias. Lo que más abunda allí son bacterias. Mis doscientos ochenta gramos de heces contenían, de promedio, cien millones de bacterias de más de setenta tipos diferentes. El carácter físico y la composición química de las heces están influidos, aunque no exclusivamente, por la naturaleza de los alimentos ingeridos. Una dieta rica en celulosa  produce un excremento voluminoso. El examen de las heces es muy importante en los diagnósticos definidores de los estados mórbidos, y es un destacado instrumento de la semiótica médica. Sí, como dijo el filósofo, somos lo que comemos, también somos lo que defecamos. Por alguna razón Dios hizo la mierda.

Me olvidaba de decir que cambié la taza del retrete, que con un desagüe en embudo deformaba, constriñéndolas, las heces, y compré otro de fabricación extranjera, importada, una pieza con el fondo mucho más ancho y plano, que no provocaba ninguna interferencia en el formato del bolo fecal cuando caía tras ser expelido y que permitía una observación más correcta de su formato y disposición naturales. Así quedaba mejor las heces y se facilitaba su recogida para proceder a pesarlas —ésta era la última etapa del proceso—.

Un día estaba sentado en el salón y vi sobe la mesa una revista antigua que tenía que estar en un archivo especial en el que guardo todas las publicaciones en las que aparecen textos míos. No recordaba haberla guardado en el archivo y tampoco sabía cómo había ido  a parar encima de la mesa. Sentí cierto malestar buscando mi artículo. Era un ensayo que yo había titulado “Artes adivinatorias”,  y en el él venía a decir, en definitiva, que la astrología, y la quiromancia y demás eran solo fraudes de estafadores para burlar la buena fe de los incautos. Para escribir aquel artículo había entrevistado a varios embaucadores de ese tipo, gente que se ganaba la vida previendo el futuro y, muchas veces, el pasado de la gente, a través de la observación de diversas señales.  Aparte de en los astros había quienes basaban su presencia en las cartas de la baraja, en las rayas de la mano, en las arrugas de la frente, en cristales, conchas, en la caligrafía, en agua, fuego, humo, ceniza, viento, hojas de árbol. Y cada uno se esos sistemas de adivinación tenía su nombre específico que lo caracterizaba. El primero de esos adivinos a quien entrevisté practicaba la risoscopia, y se decía capaz de descubrir el carácter, los pensamientos y el futuro de una persona por su manera de reir a carcajadas. El último entrevistado…

¡Ah! El último!... Vivía en una casa de la periferia  de Rio, una región pobre  de la zona rural.  Lo que me llevó a desafiar las dificultades de encontrarlo fue que era el único de mi lista que practicaba  el arte de los arúspices, y yo tenía curiosidad por comprobar que tipo de embuste era aquel.

La casa, de mala mampostería, era sólo de planta baja y un piso, y estaba en una corralera sombreada por árboles.  Entré por un portón en ruinas y  tuve que llamar varias veces a la puerta. Salió un viejo flaquísimo, con voz grave y triste. La casa estaba precariamente amueblada y no se veía en ella ni un electrodoméstico. Por lo visto, pensé, las artimañas de este sujeto no le rinden grandes beneficios.  Como si hubiera leído en mis pensamientos, rezongó, usted no quiere saber la verdad, siento la maldad en su corazón.  Dominando mi sorpresa, respondí, solo quiero saber la verdad y confieso que tengo ciertas prevenciones pero procuro ser justo en mis juicios.  Su mano descarnada me cogió del brazo. Venga, dijo.

Fuimos al fondo del corral.  Del suelo de la tierra batida se alzaba algunos cercados, uno con cabras, otros con aves, creo que patos y gallinas, y otro con conejos. El viejo entró en el cercado de las cabras,  cogió uno de los animales y lo llevó hasta un círculo de cemento, en un uno  de los rincones del corral. Estaba anocheciendo.  El viejo encendió una lámpara de keroseno. En su mano apareció un cuchillo enorme. Con unos golpes, y no sé de dónde sacó fuerzas para hacerlo, cortó la cabeza al cabrito. Enseguida, y no sé cómo pudo recordar aquello, abrió en canal el cuerpo del cabrito, usando aquella hoja afiladísima y puso las entrañas a la vista. Dejó la lámpara de keroseno en un charco de sangre y se quedó un largo rato observando las vísceras del animal. Al fin, me miró, y dijo: la verdad es ésta, alguien, una persona muy próxima a usted, está a punto de morir, mire, todo está escrito aquí. Vencí mi repugnancia y miré aquellas entrañas sangrientas.

Veo un número ocho.

Es el número, dijo el viejo.

Esa escena no la incluí en el artículo y durante todos estos años la tuve olvidada en un rincón de mi mente. Pero hoy, al ver la revista, rememoré, con el mismo dolor de entonces, el entierro de mi madre. Era como si el cabrito aquel estuviera destripado en medio del salón y yo contemplara de nuevo el número ocho en los intestinos del animal sacrificado. Mi madre era la persona más próxima a mí, y murió inesperadamente ocho días después de la funesta profecía del viejo arúspice.

A partir de aquel momento, cuando desbloquee de mi mente el siniestro vaticinio de la muerte de mi madre, empecé a buscar otras señales proféticas en los dibujos que observaba en mis heces. Toda lectura exige un vocabulario y, evidentemente, una semiótica. Sin eso, el intérprete, por capaz que sea, y por motivado que esté no consigue trabajar. Quizás mi álbum de heces  fuera ya una especie de léxico que yo había creado inconscientemente para servir de base a las interpretaciones que pretendía hacer ahora.

Tardé algún tiempo, exactamente setecientos cincuenta y cinco días, más de dos años, en desarrollar mis poderes espirituales y liberarme de los condicionamientos que me hacían percibir sólo la realidad palpable, y al fin pude interpretar que las heces me proporcionaban. Para enfrascarse uno en símbolos y metáforas son precisas mucha atención y paciencia. Las heces, puedo afirmarlo, son un criptograma, y yo había descubierto sus códigos y podía descifrarlo. No voy a detallar aquí los métodos que utilizaba ni los aspectos semánticos y hermenéuticos del proceso. Sólo del grado de especificidad de la pregunta y del factor ponderable. Antes de defecar, me hago unas preguntas, y después busco la respuesta interpretando los signos. Por otra parte, las interrogantes, que pueden ser elucidadas con una simple afirmación o una negativa facilitan el trabajo. Conseguí prever, a través de ese tipo de indagación específica, el éxito de uno de mis libros y el fracaso de otro. Pero, a veces, no indagaba nada y usaba el método incondicional, que consiste en obtener respuestas sin hacer preguntas. Puede leer así, en mis heces, el presagio de la muerte de un político, la previsión de un derrumbe con víctimas innumerables en un edificio de apartamentos, el  augurio de un conflicto étnico. Pero, pensando que todos iban a decir que yo estaba loco, no comentada nada con nadie.

Hace poco más de seis meses me di cuenta de que había cambiado el ritmo de las descargas de la válvula del retrete de mi vecino, y pronto descubrí la razón. El piso había sido vendido a un joven a quien encontré una tarde, al llegar a casa, desesperada ante su puerta. No tenía las llaves y no podía entrar. Me ofrecí entrar a su piso por la ventana de mi casa y abrir la puerta si es que estaba abierta la ventana del suyo. Eso me exigió unas cuantas contorsiones, pero no fue difícil.

La joven me invitó a tomar un café. Se llamaba Anita. Nos gustábamos, estábamos sólo los dos, ni ella ni yo teníamos parientes en el mundo, nuestros intereses eran parecidos y también eran comunes nuestras opiniones sobre libros, películas y obras teatrales. Aunque ella era una mujer muy interesada por las cosas del espíritu, jamás le hablé  de mis poderes adivinatorios pues, mierda, entre nosotros era aquello un asunto tácticamente silenciado, seguro que ella no me iba a dejar ver sus heces y, cuando uno de los dos iba al retrete, se cuidaba de pulverizar un desodorante colocado estratégicamente junto al lavabo.

Durante diez días, antes de declararle mi amor, interprete las señales y descifré las respuestas que mis heces daban a la pregunta que yo me hacía: si aquella iba a ser la mujer de mi vida. La respuesta era siempre afirmativa.

Fui a comer con Anita a un restaurante. Como de costumbre, ella pasó mucho tiempo leyendo la carta. Ya he dicho que era mujer con preocupaciones espirituales y atribuía a la comida un valor alegórico.  Creía en la existencia de conocimientos que sólo podía resultar accesibles por medio de percepciones subjetivas. Como no estaba enterada de los dones que yo poseía, decía que yo, al contrario de lo que le ocurría a ella, apenas percibía a lo que mis sentidos me mostraban, y que esos sentidos me proporcionaban sólo una grosera percepción de las cosas. Decía también que su vitalidad, serenidad y alegría, le venían de su capacidad para armonizar el mundo físico y el espiritual a través de experiencias místicas que no me explicaba, porque yo no le iba entender. Cuando le pregunté qué papel tenía en eso procesos los ejercicios aeróbicos de la prolongación de la musculatura que ella hacía diariamente, Anita, tras sonreír con aire de superioridad, me dijo que yo, como un monje medieval, confundía misticismo con ascetismo. Realmente, sus inclinaciones esotéricas unidas  a su belleza —podría ser utilizada como imagen de la Princesa en una de esas historias que empiezan “Erase una vez…”— la hacían aún más atractiva.

Fue allí, en el restaurante, donde le declaré  a Anita mi amor. Luego fuimos a mi casa.

Aquella noche hicimos el amor por primera vez. Luego, durante nuestro lánguido reposo intercalando expresiones de cariño, ella me preguntó si tenía un diccionario  de música, pues quería hacer una consulta. Normalmente, yo me habría levantado de la cama para ir a buscar el diccionario, pero Anita, percibiendo la somnolencia provocada en mí por el vino que había tomado en la comida y por el hartazgo sexual, dijo que ya encontraría ella el diccionario, que continuase acostado.

Anita tardó en volver al cuarto.  Creo que hasta me adormilé. Cuando volvió, tenía el álbum de heces en la mano.

¿Qué es esto?, preguntó. Me levanté de un salto e intenté arrebatar el álbum de sus manos diciéndole que no me gustaba que leyera aquello, que le resultaría ofensivo. Anita respondió que había leído algunas páginas y que le parecía muy interesante. Me pidió que  le dijera qué era aquello y para qué servía aquel dossier.

Se lo conté todo, y mi relato fue seguido atentamente por Anita, que de vez en cuando consultaba el álbum  que aún tenía en sus manos. Para sorpresa mía, no sólo me hizo preguntas, sino que discutió conmigo detalles referentes a mis interpretaciones. Le manifesté mi sorpresa ante su reacción, y le dije que a ella no le había gustado nada un libro mío en que la historia tenía algo que  ver con las heces. Anita respondió que el motivo de que el libro no le hubiera gustado era otro: el comportamiento machista del personaje masculino. Que todo aquello que le estaba diciendo le encantaba, pues indicaba que yo era una persona muy sensible. Aproveché la ocasión para decirle que me gustaría ver un día sus heces, pero ella reaccionó  diciendo que eso no me lo permitiría nunca, aunque no le molestaría ver las mías.

Durante algún tiempo observamos y analizamos mis heces y discutimos su fenomenología. Un día, estábamos en el piso de Anita y ella me llamó para que viera sus heces en el retrete. Confieso que aquello me emocionó, y sentí fortalecido nuestro amor. La confianza entre los se aman  tiene ese efecto. Desgraciadamente, el aparato sanitario de Anita  era de esos altos y en forma de embudo, cosa que perjudicaba la integridad de  las heces que ella me mostraba, y provocaba una distorsión exógena que volvía ilegible aquella masa. Se lo explique a Anita  y le dije que, para evitarlo, tendría que utilizar mi retrete. Anita  mostró su conformidad y me dijo que se había sentido feliz  al contemplar mis heces, y que al mostrarme las suyas se había sentido más libre, más unida a mí.

Al día siguiente, Anita evacuó en mi retrete. Sus heces eran de extraordinaria riqueza, varias piezas en forma de bastones o báculos, simétricamente dispuestas una al lado de la otra. Nunca había visto yo heces con un dibujo tan curioso. Pero noté entonces, horrorizado, que uno de aquellos bastones estaba completamente retorcido formando un número ocho, un ocho igual al que había visto en las entrañas del cabrito sacrificado por el arúspice: el augurio de la muerte de mi madre.

Anita, al ver mi palidez, me preguntó si me encontraba mal. Le respondí que aquel dibujo significaba que alguien muy unido  a ella iba a morir. Anita me miró dubitativa, o fingió estarlo, al oír mi vaticinio. Le conté la historia de mi madre, le dije que sido de ocho días el plazo transcurrido entre la revelación del arúspice y su muerte.

No había nadie tan próximo como yo. Marcado con el signo de una muerte próxima, tenía que apresurarme, pues quería transmitirle a ella los secretos de la copromancia,  palabra que no  aparece  en ningún diccionario pero que yo había compuesto  con evidentes elementos griegos. Sólo yo, creador solitario de su código y su hermenéutica, poseía en el mundo ese don adivinatorio.

Mañana se cumplirá el octavo día. Estamos en la cama, cansados. Le pregunté a Anita si quería hacer el amor. Ella respondió que prefería quedarse quieta a mi lado, con las manos cogidas los dos, en la oscuridad, oyendo mi respiración.

 Texto:Secreciones, excreciones y desatinos.Rubem   Fonseca Cuentos. Traducción: Basilio Losada.Editorial Seix Barral. España. 2002.