Amílcar Bernal
Hablando de fútbol
Dijo que él, cuando estaba en la escuela, escribía a mano con una letra Palmer muy bonita, por contrato y a destajo, las escrituras y actas de la notaría de su padre, en un pueblo perdido de Boyacá.
Su
hija, mi consuegra, creía que la vida de su padre era memorable, y me
pidió que fuera a visitarlo para ver si yo me le medía a escribir su
biografía. Entonces el viejo tenía 86 años y estaba a punto de enviudar,
mientras en la calle no se hablaba de otra cosa que del mundial de
fútbol, que acababa de comenzar. Íbamos, creo, por ahí en 1994.
Estábamos
sentados, después del almuerzo, en la sala de su casa de campo. El
viejo tomó la palabra después de ir, con su mirada a través de la
ventana, hasta la infancia para traer lo que iba a decirme:
“Papá,
abogado y notario del pueblo, mi jefe, cansón de tan honesto que era,
guardaba religiosamente mi salario, dos centavos por cada acta escrita,
para que mi futuro lo gastara. Eso entendía, y me parecía injusto pues
no era el tiempo quien trabajaba sino yo, que lo imaginaba a él como un
viejito jorobado, canoso, de bastón y oloroso a almanaque, parado al
otro lado de mi escritorio en nuestra notaría, leyendo con voz mohosa la
primera escritura del mundo, que yo sostenía cerca de sus ojos azules
para que su ceguera pudiera leerla; entonces el papel se deshacía al
contacto con su mirada dejándome las manos amarillas, una sensación de
incompetencia y dos centavos menos en mis ahorros”.
De la cocina vino su esposa con un café para mí y un consomé para él.
“Ahora
que lo pienso,” siguió, “yo a ratos desconfiaba de la existencia del
viejito de marras pues la infancia, que éramos yo y todos mis amigos,
ignoraba el futuro: el tiempo, para ella, la infancia, sólo era oscuro o
soleado, dormido o despierto y, por raro que parezca, todo, desde el
comienzo de la historia sagrada, se llamaba Hoy. Pues bien: un domingo,
cuando ya tenía suficientes ahorros, papá decidió que yo debía invertir
mi dinero; entonces nos fuimos, a caballo y bien tempranito, hasta la
capital para comprar, con mi dinero, el primer par de zapatos de cuero
para los pasos de mi vida. Antes los caminos sólo sabían de mis
tropezones y mis alpargatas. Al mediodía regresamos al pueblo, yo con
mis zapatos nuevos y él con la certeza de que su hijo era pobre otra vez
y por tanto debía seguir trabajando: es que para los papás de mi tiempo
el trabajo era más que el salario recibido. Hoy creo que sucede lo
contrario”.
De nuevo se quedó como dormido al comienzo de una mirada azul que salía por la ventana e iba por ahí hasta mil novecientos.
“Como
siempre que salía, y antes de volver al abrazo de mamá, que para él era
la casa, papá fue a la droguería a comprar algún remedio que
generalmente no necesitábamos (quizás por eso yo ahora me enfermo a cada
rato), y me dio permiso para ir al parque donde mis amigos jugaban al
fútbol. Estaba tan emocionante el partido que no me aguanté las ganas y
entré a jugar con mis zapatos nuevos.”
Aquí
el viejo se detiene, inmortal, me mira con ojos de tragedia y boca que
sonríe, como si el recuerdo de la catástrofe fuera feliz, un juego, y
dice:
“Pues
los pinches zapatos no aguantaron hasta el final del partido. Se
dañaron de tanta patada contra el cuero. Quedaron inservibles. Tanto
trabajo para nada, y además, para colmo, quedamos cero a cero”.
Ahora
el viejo se nota cansado, mira alrededor e intenta pararse de su
asiento, como si quisiera irse. Pero no, decide quedarse, me mira y me
dice, como dejándome una herencia:
–¿Sabe qué, señor?: a mí desde ese día ese deporte no me gusta.
Amílcar Bernal Calderón, ganador de algunos premios de
narrativa y poesía a nivel local e internacional; autor de dos poemarios
premiados en concursos de Colombia y España, e incluido en antologías
internacionales de cuento y poesía; publicamos un cuento alusivo al
fútbol, por estos días tema omnipresente.
Texto y foto: Con-fabulación