La serie negra. El nuevo estatuto que adquiere lo real, mediatizado por las pantallas, incide sobre las maneras de narrar el crimen
Títulos y rostro. La película Body heat, de Lawrence Kasdan./revista Ñ |
Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la
realidad. Y del exterminio de una ilusión, la ilusión vital, la ilusión
radical del mundo (…) Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y
se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente
presentes para sí mismas, a plena luz, en tiempo real, en una
transcripción despiadada. En lugar de estar ausentes de sí mismas en la
ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas de
cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen.
La realidad ha sido expulsada de la realidad”.
Jean Baudrillard No deja de ser curioso que en los albores del terror milenarista que profetizaba el fallo integral de todo aquello falible (esto es, la tecnología de ese mundo simulado encofrado en los sistemas informáticos y las incipientes redes de comunicaciones telemáticas), Baudrillard pronosticara que aquello que iba a sucumbir era precisamente aquello por cuya integridad uno jamás hubiera temido: la realidad misma. Y pasamos el umbral del milenio y nos dimos cuenta de que ese mundo simulado seguía ahí, que sus contadores internos no habían fallado y que su matriz continuaba arrojando y procesando datos con la misma celeridad y solvencia. En cambio, a raíz de la eclosión de ciertas formas inéditas de terror (sí, a partir de la cacareada mise-en-scéne del 11-S) lo que empezó a desdibujarse ante nuestros ojos y a escurrírsenos de los dedos sin remedio aparente fue la realidad misma. Presionada por la pujanza de ciertos enunciados labrados en el consenso del miedo global, de una reterritorialización de la inseguridad y de la interpuesta necesidad de un control renovado sobre las mentes y los cuerpos ante la posibilidad de una procesión infinita de nuevas amenazas, la realidad nos fue expropiada. Quizá no asesinada, pero sí indefectiblemente secuestrada en favor de un tapiz de narraciones y mitologías encaminadas a encriptar la formulación de un estado de excepción planetario que se iba extendiendo de manera impune y con la transparencia de aquello que pasa sin ser visto. El crimen no dejó huellas porque las mismas huellas formaban parte de la estrategia criminal: pistas falsas, evidencias trucadas.
En este contexto de hiperrealidades que suplantan la realidad nos preguntamos (o deberíamos preguntarnos) a qué podemos recurrir para resolver el misterio de este crimen. Cuanto menos y en el peor de los casos para certificar, como en un informe forense, las metodologías empleadas en ese acto criminal y tal vez algunos rasgos característicos que pudieran extraerse en relación a la identidad del/los criminales.
En semejantes circunstancias irrumpe la cosa literaria. En una de sus manifestaciones, digámoslo sin rubor, más exitosas y populares: el género negro. Quizás tenga que ver con la vivificación de ciertos sentimientos materialistas (en el sentido marxista del término) y con la cada vez más constreñida capacidad operativa de ciertos trucos que han dominado sin oposición el mundo y la imagen del mismo todos estos años, pero lo cierto es que el género negro parece ser ahora mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad. Y me resisto a emplear el término novela porque parece evidente que esa negrura ha desbordado de un tiempo a esta parte la acotación de simple artefacto novelesco para convertirse en algo que podríamos denominar un posicionamiento frente a las cosas. Un escozor estético y moral que impregna la sintaxis y la gramática y que trasciende incluso la propia delimitación del género propagándose en múltiples avatares, contaminando otros géneros, infiltrándose en otros regímenes de discurso.
No es algo para nada nuevo: podríamos encontrar ejemplos de algo llamado novela negra híbrida décadas atrás, de la mano de autores cuanto menos poco prototípicos del género: Stanislaw Lem ( La Investigación ), Georges Perec ( El gabinete de un aficionado ), Witold Gombrowicz ( Cosmos ). Obras que llevan a cabo una prospección radical del asunto criminal hasta proponerse a sí mismas como piezas de una exploración que atañe ya no solamente al hecho puntual establecido en sus tramas sino a la forma genérica que tiene el ser humano de enfrentarse al desorden, a la rotura de esquemas y a la búsqueda incesante de sentido. Tenemos pues una jugosa herencia que manejar sabiamente en este aspecto.
Recuperar estos posicionamientos hoy en día (así como otros que podríamos encuadrar en ese frenesí genético que supuso la propia irrupción del género allí por su infancia pulp, esos ramilletes de autores que contribuyeron a toda una mitología fundacional: Hammet, Chandler, Cain y posteriores descendientes como McCoy o McDonald; y cuyas preguntas e inquietudes nos siguen acompañando) resulta si cabe todavía más pertinente por cuanto el proceso de usurpación de la realidad ha llegado hasta extremos paroxísticos. Tanto que incluso a veces uno tiene la sensación de que realmente puede darse cuenta de todo ello. De que el teatro de las simulaciones y los reemplazos se descuida, baja la guardia dejando al descubierto las vísceras –o los circuitos– del ensamblaje que ha sustituido progresivamente todo cuanto dábamos por conquistado en esa larga y cruenta historia de lucha contra la mistificación y la alienación, individual y colectiva. La violencia institucionalizada se ha desatado con tanta furia y con tanta vileza que en ocasiones parece relajarse lo suficiente como para que lleguemos a detectar sus métodos y objetivos. Nos arrastra la ignífuga convicción de que todo es mentira y de que en medio de esta gran mentira tenemos la responsabilidad de empezar a buscar pistas verdaderas y verdaderos criminales.
Es por eso que el auge del género negro conecta con una inquietud que va mucho más allá de lo estrictamente literario –eso es meridianamente claro: nadie en su sano juicio debería atreverse a plantear que la negritud se disfruta pasivamente, con desinterés kantiano– pero también, en última instancia, de determinada cartografía social específica. Evidentemente nos interesa interrogar casos concretos, resolver crímenes singulares que actúan como caja de resonancia de una criminalidad generalizada en todos los frentes. Pero a pesar de la indudable importancia de todo ello podríamos aventurarnos a considerar que cada una de estas novelas, obras, tentativas literarias no son sino partes de un todo inquisitorial que conecta dichas obras en el contexto holístico de una sola y fundamental pregunta: “¿Qué han hecho con la realidad?”.
En este nivel de interrogación el género negro puede y debe cuestionar no sólo el andamiaje de los poderes públicos y privados que han extendido su dominio sobre esos espacios vacíos dejados por una realidad dada a la fuga o secuestrada, sino también la misma estructura de pensamiento, de interpelación del mundo que ha permitido que dichos poderes establecieran con semejante facilidad su ecosistema. La manera en cómo se mira, se percibe y se cuestiona aquello percibido. El género negro debe, en definitiva, asumir una carga no tan sólo literaria y social, sino también ontológica. Es por ello que funciona estupendamente cuando transgrede las propias fronteras que la mirada clasificatoria le ha ido marcando a lo largo de la historia: cuando se sumerge en territorios cercanos si bien dotados de un clima y una biología propias (caso del otro gran género popular-inquisitivo, la ciencia-ficción) o cuando penetra sutilmente en los engranajes de otros registros que muestran cierto recelo por abrazar la ficción en tanto que dispositivo de captación de lo real. ¿Por qué no convertir el género negro en el gran desafío ensayístico de nuestros tiempos si de hecho el problema fundamental que arrastramos es el de no tener a mano la experiencia de lo real y sí en cambio el flagelo del simulacro en su versión más sádica?
Si asumimos ese nivel de riesgo, quizás, deberíamos también exigir que el género negro abandonara cierta obsesión gremial y gregaria, se despojara de algunos oropeles personalistas y teatralizados y se decidiera de una vez por todas a no establecer sus propias parcelas de visibilidad como si todavía se tratara de una especialización que opera y trabaja por cauces distintos a los de nuestras investigaciones rutinarias y diarias.
Si la realidad ha sucumbido a una mascarada, levantar estas máscaras (y no proponer otras máscaras alternativas, no refugiarse en la seguridad del carácter o del carisma) es algo que el género negro debe asumir como obligación consustancial y permanente. Aunque ello suponga en ocasiones formularse preguntas o apuntar en direcciones que no resulten en apariencia rentables para aquella maquinaria que sigue obcecada con pretender que el género negro sea, simplemente eso, un género literario.
Mendoza señalado como el padre de la vestigación de un crimen con una visión personal y (por lo general) crítica de la realidad. Así ocurre en El enigma de China,
donde el inspector Chen Cao explora el estado actual del “socialismo con características chinas” y, en particular, sus controvertidas relaciones con Internet. La crítica social, como marca indeleble del género, también atraviesa la obra del francés Pascal Dessaint, el autor más temido por las industrias contaminantes, pero fundamentalmente la del griego Petros Márkaris, quien piensa el relato policial como “novela social” enfocada en la actualidad. Márkaris, que pronto visitará la Argentina, suele decir que a narcoliteratura. Desde Un detective solitario (1999), su primera novela, hasta la saga del Zurdo Mendieta (que incluye Balas de plata, Premio Tusquets 2007), sus ficciones han vuelto una y otra vez a este universo ambiguo siempre impregnado de violencia y amor, corrupción y lealtad. Para hablar del presente, Maurizio de Giovanni se traslada al pasado con sus policiales en la Italia fascista y con un detective inusual, Luigi Alfredo Riccardi, que tiene el don de ver a los muertos y escuchar sus últimas palabras. Publicadas por Lumen, sus novelas son la revelación del “giallo” italiano, esa mezcla que combina el thriller y el terror.
Jean Baudrillard No deja de ser curioso que en los albores del terror milenarista que profetizaba el fallo integral de todo aquello falible (esto es, la tecnología de ese mundo simulado encofrado en los sistemas informáticos y las incipientes redes de comunicaciones telemáticas), Baudrillard pronosticara que aquello que iba a sucumbir era precisamente aquello por cuya integridad uno jamás hubiera temido: la realidad misma. Y pasamos el umbral del milenio y nos dimos cuenta de que ese mundo simulado seguía ahí, que sus contadores internos no habían fallado y que su matriz continuaba arrojando y procesando datos con la misma celeridad y solvencia. En cambio, a raíz de la eclosión de ciertas formas inéditas de terror (sí, a partir de la cacareada mise-en-scéne del 11-S) lo que empezó a desdibujarse ante nuestros ojos y a escurrírsenos de los dedos sin remedio aparente fue la realidad misma. Presionada por la pujanza de ciertos enunciados labrados en el consenso del miedo global, de una reterritorialización de la inseguridad y de la interpuesta necesidad de un control renovado sobre las mentes y los cuerpos ante la posibilidad de una procesión infinita de nuevas amenazas, la realidad nos fue expropiada. Quizá no asesinada, pero sí indefectiblemente secuestrada en favor de un tapiz de narraciones y mitologías encaminadas a encriptar la formulación de un estado de excepción planetario que se iba extendiendo de manera impune y con la transparencia de aquello que pasa sin ser visto. El crimen no dejó huellas porque las mismas huellas formaban parte de la estrategia criminal: pistas falsas, evidencias trucadas.
En este contexto de hiperrealidades que suplantan la realidad nos preguntamos (o deberíamos preguntarnos) a qué podemos recurrir para resolver el misterio de este crimen. Cuanto menos y en el peor de los casos para certificar, como en un informe forense, las metodologías empleadas en ese acto criminal y tal vez algunos rasgos característicos que pudieran extraerse en relación a la identidad del/los criminales.
En semejantes circunstancias irrumpe la cosa literaria. En una de sus manifestaciones, digámoslo sin rubor, más exitosas y populares: el género negro. Quizás tenga que ver con la vivificación de ciertos sentimientos materialistas (en el sentido marxista del término) y con la cada vez más constreñida capacidad operativa de ciertos trucos que han dominado sin oposición el mundo y la imagen del mismo todos estos años, pero lo cierto es que el género negro parece ser ahora mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad. Y me resisto a emplear el término novela porque parece evidente que esa negrura ha desbordado de un tiempo a esta parte la acotación de simple artefacto novelesco para convertirse en algo que podríamos denominar un posicionamiento frente a las cosas. Un escozor estético y moral que impregna la sintaxis y la gramática y que trasciende incluso la propia delimitación del género propagándose en múltiples avatares, contaminando otros géneros, infiltrándose en otros regímenes de discurso.
No es algo para nada nuevo: podríamos encontrar ejemplos de algo llamado novela negra híbrida décadas atrás, de la mano de autores cuanto menos poco prototípicos del género: Stanislaw Lem ( La Investigación ), Georges Perec ( El gabinete de un aficionado ), Witold Gombrowicz ( Cosmos ). Obras que llevan a cabo una prospección radical del asunto criminal hasta proponerse a sí mismas como piezas de una exploración que atañe ya no solamente al hecho puntual establecido en sus tramas sino a la forma genérica que tiene el ser humano de enfrentarse al desorden, a la rotura de esquemas y a la búsqueda incesante de sentido. Tenemos pues una jugosa herencia que manejar sabiamente en este aspecto.
Recuperar estos posicionamientos hoy en día (así como otros que podríamos encuadrar en ese frenesí genético que supuso la propia irrupción del género allí por su infancia pulp, esos ramilletes de autores que contribuyeron a toda una mitología fundacional: Hammet, Chandler, Cain y posteriores descendientes como McCoy o McDonald; y cuyas preguntas e inquietudes nos siguen acompañando) resulta si cabe todavía más pertinente por cuanto el proceso de usurpación de la realidad ha llegado hasta extremos paroxísticos. Tanto que incluso a veces uno tiene la sensación de que realmente puede darse cuenta de todo ello. De que el teatro de las simulaciones y los reemplazos se descuida, baja la guardia dejando al descubierto las vísceras –o los circuitos– del ensamblaje que ha sustituido progresivamente todo cuanto dábamos por conquistado en esa larga y cruenta historia de lucha contra la mistificación y la alienación, individual y colectiva. La violencia institucionalizada se ha desatado con tanta furia y con tanta vileza que en ocasiones parece relajarse lo suficiente como para que lleguemos a detectar sus métodos y objetivos. Nos arrastra la ignífuga convicción de que todo es mentira y de que en medio de esta gran mentira tenemos la responsabilidad de empezar a buscar pistas verdaderas y verdaderos criminales.
Es por eso que el auge del género negro conecta con una inquietud que va mucho más allá de lo estrictamente literario –eso es meridianamente claro: nadie en su sano juicio debería atreverse a plantear que la negritud se disfruta pasivamente, con desinterés kantiano– pero también, en última instancia, de determinada cartografía social específica. Evidentemente nos interesa interrogar casos concretos, resolver crímenes singulares que actúan como caja de resonancia de una criminalidad generalizada en todos los frentes. Pero a pesar de la indudable importancia de todo ello podríamos aventurarnos a considerar que cada una de estas novelas, obras, tentativas literarias no son sino partes de un todo inquisitorial que conecta dichas obras en el contexto holístico de una sola y fundamental pregunta: “¿Qué han hecho con la realidad?”.
En este nivel de interrogación el género negro puede y debe cuestionar no sólo el andamiaje de los poderes públicos y privados que han extendido su dominio sobre esos espacios vacíos dejados por una realidad dada a la fuga o secuestrada, sino también la misma estructura de pensamiento, de interpelación del mundo que ha permitido que dichos poderes establecieran con semejante facilidad su ecosistema. La manera en cómo se mira, se percibe y se cuestiona aquello percibido. El género negro debe, en definitiva, asumir una carga no tan sólo literaria y social, sino también ontológica. Es por ello que funciona estupendamente cuando transgrede las propias fronteras que la mirada clasificatoria le ha ido marcando a lo largo de la historia: cuando se sumerge en territorios cercanos si bien dotados de un clima y una biología propias (caso del otro gran género popular-inquisitivo, la ciencia-ficción) o cuando penetra sutilmente en los engranajes de otros registros que muestran cierto recelo por abrazar la ficción en tanto que dispositivo de captación de lo real. ¿Por qué no convertir el género negro en el gran desafío ensayístico de nuestros tiempos si de hecho el problema fundamental que arrastramos es el de no tener a mano la experiencia de lo real y sí en cambio el flagelo del simulacro en su versión más sádica?
Si asumimos ese nivel de riesgo, quizás, deberíamos también exigir que el género negro abandonara cierta obsesión gremial y gregaria, se despojara de algunos oropeles personalistas y teatralizados y se decidiera de una vez por todas a no establecer sus propias parcelas de visibilidad como si todavía se tratara de una especialización que opera y trabaja por cauces distintos a los de nuestras investigaciones rutinarias y diarias.
Si la realidad ha sucumbido a una mascarada, levantar estas máscaras (y no proponer otras máscaras alternativas, no refugiarse en la seguridad del carácter o del carisma) es algo que el género negro debe asumir como obligación consustancial y permanente. Aunque ello suponga en ocasiones formularse preguntas o apuntar en direcciones que no resulten en apariencia rentables para aquella maquinaria que sigue obcecada con pretender que el género negro sea, simplemente eso, un género literario.
El mapa del crimen
Alguna vez, en esta revista, Pablo De Santis dijo que la literatura policial “es un artificio para representar el modo como nos relacionamos con la búsqueda de la verdad”. En el mapa del género, los autores se embarcan en esa búsqueda de diversas maneras. Qiu Xiaolong es uno de los más célebres autores de China y en sus novelas combina la inpartir de la caída del Muro de Berlín, el crimen se ha globalizado y la economía del delito se ha expandido de tal forma que no puede distinguirse de la economía de origen legal. Su visión de ese mundo está expuesta en la serie de novelas del comisario Kostas Jaritos. Otro es el mundo violento narrado por ElmerMendoza señalado como el padre de la vestigación de un crimen con una visión personal y (por lo general) crítica de la realidad. Así ocurre en El enigma de China,
donde el inspector Chen Cao explora el estado actual del “socialismo con características chinas” y, en particular, sus controvertidas relaciones con Internet. La crítica social, como marca indeleble del género, también atraviesa la obra del francés Pascal Dessaint, el autor más temido por las industrias contaminantes, pero fundamentalmente la del griego Petros Márkaris, quien piensa el relato policial como “novela social” enfocada en la actualidad. Márkaris, que pronto visitará la Argentina, suele decir que a narcoliteratura. Desde Un detective solitario (1999), su primera novela, hasta la saga del Zurdo Mendieta (que incluye Balas de plata, Premio Tusquets 2007), sus ficciones han vuelto una y otra vez a este universo ambiguo siempre impregnado de violencia y amor, corrupción y lealtad. Para hablar del presente, Maurizio de Giovanni se traslada al pasado con sus policiales en la Italia fascista y con un detective inusual, Luigi Alfredo Riccardi, que tiene el don de ver a los muertos y escuchar sus últimas palabras. Publicadas por Lumen, sus novelas son la revelación del “giallo” italiano, esa mezcla que combina el thriller y el terror.