Este es el texto que leyó el escritor colombiano, Juan Gabriel Vásquez en el homenaje que le rindió la ONU a Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez dijo que el deber de todo revolucionario es escribir bien./eltiempo.com |
En 1949, poco después de cumplir los 22 años, el joven Gabriel García Márquez recibió por correo un paquete de libros que le enviaba su amigo Álvaro Cepeda Samudio. Entre ellos estaba Orlando, de Virginia Woolf, en la traducción que Borges hizo para la editorial argentina Sur. Muchos años después, frente al actual propietario de ese libro, el periodista Gustavo Arango encontró la nota que aquel joven lector había dejado en la primera página. García Márquez apenas estaba escribiendo por entonces sus primeros cuentos y le faltaba todavía un lustro para publicar su primera novela, pero eso no le impidió comentar a Virginia Woolf con esta frase lapidaria: “Imita mucho a Gabriel García Márquez”.
Siempre me ha parecido que en esta línea burlona se condensa la que
ha sido, en mi opinión, la gran lección de García Márquez: su relación
con sus influencias. No está de más repetir lo que ya he dicho otras
veces: para mí, que nací siete años después de la publicación de Cien
años de soledad, que publiqué mi primer libro quince años después de que
García Márquez hablara en Estocolmo sobre la soledad de América Latina,
leer la obra del más grande novelista colombiano ha sido leer a un
clásico, un clásico que fue esencial para mi vocación, y no, como suele
creerse, una amenaza o una sombra. Cuando se me pregunta sobre la
presencia de García Márquez en la nueva literatura colombiana, suelo
sorprenderme de que la misma pregunta no se le haga con tanto ahínco a
Salman Rushdie, a Toni Morrison o a Mo Yan, cuyos libros la delatan
(orgullosamente) mucho más que los nuestros.
En el fondo, se trata de un gran malentendido: la idea de que la
influencia literaria es territorial. Es decir: si yo soy colombiano y
novelista, la influencia del gran novelista colombiano me resultará
inevitablemente contagiosa. Más que hablar de influencias, como he dicho
en otra parte, parece que habláramos de infuenza. La mejor prueba en
contra de esta idea recibida (la mejor vacuna, si me permiten ustedes la
expresión) es la obra misma de García Márquez, cuyo desarrollo está
lleno de pequeñas pero invaluables epifanías sobre ese proceso
aterrorizador que es la búsqueda de la identidad literaria. Pues lo
interesante y lo iluminador, en el caso de García Márquez, es que ese
proceso se basó, por completo o casi por completo, en tradiciones que no
eran las de su país, ni siquiera las de su lengua.
“Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y
afortunadamente influida por Joyce, por Faulkner o Virginia Woolf”,
escribe García Márquez en un artículo de 1950. Y luego: “Si los
colombianos hemos de decidirnos acertadamente, tendríamos que caer
irremediablemente en esa corriente”. El joven García Márquez ha
advertido que los caminos de la novela colombiana serán híbridos o no
serán. Enfrentado a las hordas de nacionalistas literarios que durante
décadas habían defendido a ultranza la pureza de la retórica hispana,
García Márquez se atreve a sugerir que la vida está en otra parte;
enseguida entra a saco en esos novelistas, robándoles todo lo que era
capaz de llevar en sus bolsillos. Ha descubierto, por ejemplo, que el
mundo de William Faulkner, con sus plantaciones de algodón y su guerra
civil –la de Secesión– flotando en el pasado, es extraordinariamente
parecido al mundo de su infancia, con sus plantaciones de banano y una
guerra civil –la de los Mil días– flotando en el pasado. Con esto en
mente inventa La hojarasca. Luego descubre que la historia que cuenta
Hemingway en El viejo y el mar, con esa especie de héroe trágico
luchando contra los tiburones por conservar el pez que acaba de picar,
se puede transformar en una historia caribeña de otro tipo de heroísmo, y
que el gobierno colombiano puede tomar el lugar de los tiburones, y un
gallo, el lugar del pez. Con esto en mente inventa El coronel no tiene
quien le escriba. Podría seguir dando ejemplos (recordando, por decir
algo, los pájaros que en Orlando se mueren de frío en pleno vuelo y
aquellos otros pájaros que también mueren en pleno vuelo, pero no de
frío, sino de calor, en un cuento de Los funerales de la Mamá Grande);
pero lo que me interesa es notar que estos libros fueron escritos años
después de que aquel joven inédito vaticinara los nuevos derroteros de
la ficción colombiana. En otras palabras: García Márquez escogió sus
modelos deliberada y conscientemente, y a lo largo de sus primeros
libros se dio a la tarea de convertirlos en sus influencias. “Imita
mucho a García Márquez”, había escrito. Y tenía razón: cuando el futuro
novelista escribe su nota irónica en la primera página de un Orlando
prestado, no está haciendo nada distinto de cumplir el mandato de
Borges: crear a sus precursores.
De manera que hoy, cuando nos reunimos para celebrar la obra y la
memoria de Gabriel García Márquez, me da gusto señalar, entre las muchas
lecciones que nos ha dejado, esta libertad para tomarse por asalto la
tradición entera de la gran literatura. Esa libertad abrió para siempre
las ventanas de la casa hermética de la literatura colombiana, y nos
liberó a los que vinimos después para buscar nuestras influencias
–nuestros maestros– en donde mejor nos pareciera. Pero no es sólo eso:
esa libertad es la que sale a la superficie entre las líneas de Cien
años de soledad, de Crónica de una muerte anunciada, de El amor en los
tiempos del cólera, y yo tengo para mí que es esta libertad lo que está
en nuestra mente cuando decimos que García Márquez era un novelista
universal. Leer sus libros con destornillador en la mano, como solía
decir él, es encontrar ciertamente a Faulkner y Joyce y Hemingway y
Virginia Woolf y Albert Camus, pero también los rastros milenarios de la
Biblia y Las mil y una noches, de las tragedias de Sófocles y en
particular Edipo Rey, de las novelas de caballería y en particular
Amadís de Gaula, de Daniel Defoe y el Diario del año de la peste. La
universalidad de García Márquez, que se ha vuelto una frase armada, un
cliché bueno para despistados, no es sólo el hecho sobrenatural de que
eso que llamamos realismo mágico esté hoy presente en novelas de los
cinco continentes. No es sólo la maravilla literaria de que aquella
manera de ver el mundo y contarlo les haya servido para escribir sus
propios libros a escritores tan distantes y dispares como Peter Carey en
Australia, Patrick Chamoiseau en Martinica y Louis de Bernières en
Inglaterra. No: cuando hablamos de la universalidad de García Márquez
hablamos del descaro, el bellísimo descaro con que se apropió de todas
las historias, echó mano de todos los mitos y vindicó para siempre todo
eso que tenemos en común por el hecho simple de ser humanos. Somos, se
repite constantemente, el animal que cuenta historias; pero pocos
escritores en la historia de la novela han sabido como García Márquez
cavar en el fondo moral, emocional, mítico y aun religioso de nuestra
naturaleza humana para encontrar lo que nos es común a todos. En García
Márquez se hizo visible, más que ningún otro novelista del siglo pasado,
esa alianza que pedía Nabokov: contador de historias, maestro y
hechicero.
Y ya que he mencionado al gran Nabokov, que murió, para nuestra
sensación de injusticia, sin haber leído Cien años de soledad,
permítanme cerrar estas palabras recordando un pasaje de su novela Fuego
pálido, que tiene para mí una curiosa pertinencia cuando se habla, como
hablamos hoy, de Gabriel García Márquez. Escribe Nabokov:
We are absurdly accustomed to the miracle of a few written signs
being able to contain immortal imagery, involutions of thought, new
worlds with live people, speaking, weeping, laughing. We take it for
granted so simply that in a sense, by the very act of brutish routine
acceptance, we undo the work of the ages, the history of the gradual
elaboration of poetical description and construction, from the treeman
to Browning, from the caveman to Keats.
O bien, en mi traducción:
Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de que unos cuantos
signos sean capaces de contener imágenes inmortales, la complejidad del
pensamiento, nuevos mundos con gente viviente que habla, llora, ríe. Lo
damos por sentado con tanta facilidad que en cierto sentido, por el acto
mismo de nuestra aceptación tosca y rutinaria, deshacemos la obra del
tiempo, la historia de la elaboración gradual de la descripción y la
construcción poética, del habitante de los árboles a Browning, del
hombre de las cavernas a Keats.
Gabriel García Márquez nunca se acostumbró a ese milagro. Hasta el
final siguió viendo el oficio de narrador con una mezcla afortunada e
irrepetible de sofisticación e inocencia, de dominio técnico de
novelista moderno e ingenuidad de viejo narrador o chamán junto al
fuego, esa mezcla que a nosotros, lectores de sus novelas y a sus
cuentos, nos provoca la impresión imposible de que sus libros nos han
esperado siempre, de que nos vinculan con lo más profundo de nuestra
especie y al mismo tiempo, por arte de magia, de que han sido escritos
solamente, exclusivamente, para cada uno de nosotros.