En la era digital, los papeles escritos a mano tienen una magia que hipnotiza porque transmiten una esencia y dan cuenta de una época que ya pasó y no volverá
Jorge Luis Borges y su dibujo de un monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini, Hitler y Marx. |
Autorretrato de Jean Cocteau con letra manuscrita de Paul Valéry, datado en octubre de 1924. |
Una hoja de Tolkien con dibujo de la Tierra Media para El Señor de los Anillos./revista Ñ |
En un perfecto día de verano en San Petersburgo, un guardia de
seguridad se sacude el sueño del cuerpo a través de un bostezo. Con un
movimiento seco, acomoda la gorra desproporcionadamente grande que pende
sobre su cabeza mientras su mirada es arrastrada por la sombra de dos
chicas que caminan agarradas de la mano –una señal de amistad femenina
tan rusa– en el callejón Kuznechny. Sabe que sólo seis escalones lo
separan de uno de los tesoros de esta ciudad injustamente reducida al
eslogan de “la Venecia del norte”. Y aún así le da la espalda a la
última casa donde vivió Fiodor Dostoyevski.
Una orquesta
silenciosa de gestos que envidiaría cualquier estudiante de mimo –los
empleados de museo en Rusia hablan tanto inglés como los argentinos
manejan el coreano– y 160 rublos funcionan como llave de entrada a estos
seis cuartos congelados en el tiempo que transportan al visitante al 9
de febrero de 1881, el día en que una de las estrellas de la literatura
rusa dejó físicamente de existir. Ahí, en el segundo piso, está el
comedor familiar donde se reunían Fiodor, su esposa Anna Grigorievna y
sus dos hijos. La mesa aún está servida (un mantel blanco, tasas y
platos de porcelana). Un silencio estancado recorre los pasillos de
paredes empapeladas con retratos y con cartelitos que recuerdan de mala
gana “prohíbo tomar fotografías”. Hay mecedoras, mesitas, una biblioteca
y el gran trono: el mismísimo escritorio donde, por las noches,
Dostoyevski escribió Los hermanos Karamazov .
No importa
que su cuerpo haya sido enterrado en el cementerio Tikhvinskoe, en las
afueras de San Petersburgo. Dostoyevski aún habita su departamento: vive
en la lapicera con la que escribía y en la última receta que le dio su
médico que descansan sobre una mesa. Está en el reloj detenido en el
minuto de su muerte, en sus cigarrillos, en un ejemplar de la novela Eugenio Oneguin
de Aleksandr Pushkin abierto en el capítulo ocho. Y sobre todo a
Dostoyevski (y la epilepsia que lo endemonió durante toda su vida) aún
se lo encuentra en las notas, páginas garabateadas y manuscritos que acá
se exhiben.
Al igual que todo texto escrito a mano, estos papeles
antiguos y los ríos de tinta que los bañan en las más curiosas formas
transmiten una esencia. Algo que excede lo dicho. Ya sean documentos de
escritores, políticos o de cualquier otra figura pública, sus cualidades
rebasan las propiedades físicas de los átomos que los componen.
Irradian un hálito vital, como lo llamaba Marco Aurelio, emanan
ectoplasma. Hay en estas escrituras fantasmales un quantum de magia.
El autor desnudo
En nuestra era digital en la que “lo último” es lo óptimo y en la que
la palabra escrita ha sido dictatorialmente estandarizada –sustituimos
nuestra firma por un pin, escribimos mediados por teclados y nos
extrañamos incluso de la forma que adquiere nuestra letra (cuando
recordamos que tenemos aún la habilidad de escribir a mano, nuestro más
personal y subvalorado acto artístico)–, la palabra manuscrita de los
escritores nos fascina porque actúa como catapulta de la nostalgia:
funciona como un vaso conductor a la intimidad de quien escribe, un
bypass a la sensibilidad de una época que ya pasó y que no volverá.
Ver
la letra pelada de un autor es como ver a ese autor desnudo. Así como
no se termina de conocer a alguien cercano hasta que no se visita su
casa –la principal obra espacial de cada individuo–, no se conoce a un
escritor hasta que no se descubre su particular manera de acentuar las
íes, de inclinar la cola de sus “g”, el grosor del trazo infundido en
estado de temblor, el difuminado de un acento, sus puntos, sus comas
siempre únicas. La obra de Borges, por ejemplo, no es independiente de
su curiosa verticalidad caligráfica. Y nunca se completa –aunque se la
haya leído toda– si no se echa un vistazo a las increíbles ilustraciones
con las que engalanaba sus textos, como, por ejemplo, los dibujos del
manuscrito de nueve páginas “Viejo hábito argentino de 1946” –un
monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini,
Hitler y Marx– que tiene la Universidad de Virginia entre sus
colecciones.
Tendemos a elevar a ciertos autores en un pedestal y
al hacerlo los convertimos en personajes de sus propias obras. Descubrir
anotaciones al margen, la intensidad de la letra de escritores como
Kafka, sus garabatos –las ilustraciones fálicas de Chuck Palahniuk, los
dibujos de Lewis Carroll y de Victor Hugo–, la espontaneidad que
enciende cada palabra y las heridas de sus textos –los tachones de los
manuscritos de Proust, de Sartre y de James Joyce– los regresan a la
tierra. Les devuelven su humanidad. A través de sus manuscritos y de la
búsqueda de su voz en videos borrosos de Youtube, los invocamos.
Es
como si en esa revelación, en ese acto de descubrimiento –el de la voz,
el de la letra–, el o la autor/a muerto/a hace décadas diera una nueva
bocanada de aire. Los manuscritos son letra viva por la simple razón de
que son prolongaciones de sus cuerpos, aquello que la técnica expulsa
del objeto literario. No hay soporte más visceral. Y a la vez, son
espejos en los que vemos reflejados fragmentos de su yo interior.
Cortázar resucita en sus ilustraciones de Rayuela como Tolkien vuelve a Mordor en sus impresionantes dibujos que acompañan las palabras que componen El señor de los anillos .
Cada
arabesco en el papel es más que la traducción material de una idea.
Cada pliego, cada vuelta condensa un estado de ánimo, una sensación, la
emotividad que los tipos estandarizados despojan. La traducción, así, no
es la única mediación que separa al lector del pensamiento e
imaginación creativa de un autor con el que no se comparte el mismo
idioma. La tipografía misma de los libros –aquella que naturalizamos
tanto que no la cuestionamos ni la advertimos– nos aleja.
Si, como
decía Voltaire, la escritura a mano es la pintura de la voz, los libros
que leemos –y amamos– están desteñidos y son silenciosos.
Sismógrafos del alma
Por definición, la esencia de los manuscritos es la de aparecer, así
como la esencia de los informes ultra-secretos es la de ser filtrados. Y
una vez que asoman, cautivan. Tanto el hallazgo de un matambre de
papeles hace tiempo considerados extraviados como la digitalización de
un archivo privado y su exhibición en la Web son presentados
mediáticamente siempre con la misma efervescencia triunfalista de la
localización de un tesoro. Por una simple razón: ver un texto original
–por ejemplo, el manuscrito de Frankenstein en el Shelley-Godwin Archive (http://shelleygodwinarchive.org), o las anotaciones al margen de Drácula
hechas por Bram Stoker, los dibujos de las lunas de Júpiter de Galileo
y las ecuaciones de Einstein en el paraíso de los manuscritos Fuck
Yeah, Manuscripts! (http://fuckyeahmanuscripts.tumblr.com)– altera para
siempre nuestra experiencia con una obra. Levanta el velo, hace tácito
el conjuro del que se nutre la literatura y su industria: al leer un
libro en realidad no leemos las palabras del autor; leemos cadáveres
tipográficos. Una copia de una copia. Ecos lejanos, palabras travestidas
y trajeadas de letras de molde, todas iguales.
Ahí anida la razón
por la cual la caligrafía ajena secuestra nuestra atención. Le agrega a
un autor que se supone conocido –y tantas veces leído– una nueva capa
de significación. Es como ver por primera vez una foto rara de una
figura pública demasiado familiar. Un escritor en una pose que en el
fondo no es una pose: Borges orinando en los baños del Colegio San
Ildefonso, Susan Sontag disfrazada de oso de peluche, Ernest Hemingway
pateando una lata, Truman Capote dormido en el boliche Studio 54, Mark
Twain jugando al pool.
Su estilo único de escribir –el recuerdo
de su materialidad última– nos revela una faceta de ellos para nosotros
inédita. Como quien escarba en la basura de una persona de su devoción y
descubre entre cáscaras de banana y colillas de cigarrillos aquellos
despojos que hablan de sus hábitos secretos e íntimos, asomarse a esta
dimensión olvidada por la industria cultural nos permite adentrarnos en
la estructura del pensamiento de un escritor: por ejemplo, cómo Gay
Talese ordenó sus ideas y testimonios en su artículo “Frank Sinatra está
resfriado”. “Los nombres de las casas de Hogwarts fueron escritos en la
parte de detrás de una bolsa de vomitar de un avión. Eso sí, vacía”,
contó J. K. Rowling, quien para organizar la maraña de datos que animan
la saga de Harry Potter acudió al clásico cuadro sinóptico hecho con lapicera.
Desde
hace miles de años, los chinos saben que la caligrafía expresa estados
del ánimo. Y su dominio es un arte, un certificado de aptitud
intelectual. Como dice el sociólogo Christian Ferrer, el ideograma es un
sismógrafo del alma, así como la mano es el ventrículo de la
imaginación, su médium.
Instrumentos de disección
Las cartas personales, los cuadernos de notas, los apuntes de viaje, los borradores, las ideas espontáneas estampadas en alguna libreta Moleskine, los garabatos hechos con el lápiz-fetiche de Vladimir Nabokov, John Steinbeck, Capote –el Eberhard Faber Blackwing 602, un talismán para la creación– son tentaciones demasiado fuertes para los grafólogos, aquellos que dicen poder analizar la personalidad de un individuo sólo con un vistazo a su letra, representantes de una disciplina siempre en tensión por su estatus epistemológico: pseudociencia para muchos científicos, lectura del alma para los devoradores de horóscopos y habitués de las lecturas de manos.
Las cartas personales, los cuadernos de notas, los apuntes de viaje, los borradores, las ideas espontáneas estampadas en alguna libreta Moleskine, los garabatos hechos con el lápiz-fetiche de Vladimir Nabokov, John Steinbeck, Capote –el Eberhard Faber Blackwing 602, un talismán para la creación– son tentaciones demasiado fuertes para los grafólogos, aquellos que dicen poder analizar la personalidad de un individuo sólo con un vistazo a su letra, representantes de una disciplina siempre en tensión por su estatus epistemológico: pseudociencia para muchos científicos, lectura del alma para los devoradores de horóscopos y habitués de las lecturas de manos.
Si
es cierto que el lápiz y las teclas forjan estilos de escritura
distintos, entonces la literatura puede –y debe– ser disecada de acuerdo
a los instrumentos de su producción, a sus condiciones materiales,
aquellas referencias siempre ausentes en las notas al pie y en las
aclaraciones de los libros. Pero deberían estar.
Los manuscritos
y borradores son los esqueletos de toda obra. Lo cual, de cierto modo,
nos convierte a los que los amamos y buscamos con fruición en
arqueólogos forenses. Indiana Jones literarios.