viernes, 22 de noviembre de 2013

Arqueología de la palabra escrita

En la era digital, los papeles escritos a mano tienen una magia que hipnotiza porque transmiten una esencia y dan cuenta de una época que ya pasó y no volverá

Jorge Luis Borges y su dibujo de un monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini, Hitler y Marx.
Autorretrato de Jean Cocteau con letra manuscrita de Paul Valéry, datado en octubre de 1924.
Una hoja de Tolkien con dibujo de la Tierra Media para El Señor de los Anillos./revista Ñ
En un perfecto día de verano en San Petersburgo, un guardia de seguridad se sacude el sueño del cuerpo a través de un bostezo. Con un movimiento seco, acomoda la gorra desproporcionadamente grande que pende sobre su cabeza mientras su mirada es arrastrada por la sombra de dos chicas que caminan agarradas de la mano –una señal de amistad femenina tan rusa– en el callejón Kuznechny. Sabe que sólo seis escalones lo separan de uno de los tesoros de esta ciudad injustamente reducida al eslogan de “la Venecia del norte”. Y aún así le da la espalda a la última casa donde vivió Fiodor Dostoyevski.
Una orquesta silenciosa de gestos que envidiaría cualquier estudiante de mimo –los empleados de museo en Rusia hablan tanto inglés como los argentinos manejan el coreano– y 160 rublos funcionan como llave de entrada a estos seis cuartos congelados en el tiempo que transportan al visitante al 9 de febrero de 1881, el día en que una de las estrellas de la literatura rusa dejó físicamente de existir. Ahí, en el segundo piso, está el comedor familiar donde se reunían Fiodor, su esposa Anna Grigorievna y sus dos hijos. La mesa aún está servida (un mantel blanco, tasas y platos de porcelana). Un silencio estancado recorre los pasillos de paredes empapeladas con retratos y con cartelitos que recuerdan de mala gana “prohíbo tomar fotografías”. Hay mecedoras, mesitas, una biblioteca y el gran trono: el mismísimo escritorio donde, por las noches, Dostoyevski escribió Los hermanos Karamazov .
No importa que su cuerpo haya sido enterrado en el cementerio Tikhvinskoe, en las afueras de San Petersburgo. Dostoyevski aún habita su departamento: vive en la lapicera con la que escribía y en la última receta que le dio su médico que descansan sobre una mesa. Está en el reloj detenido en el minuto de su muerte, en sus cigarrillos, en un ejemplar de la novela Eugenio Oneguin de Aleksandr Pushkin abierto en el capítulo ocho. Y sobre todo a Dostoyevski (y la epilepsia que lo endemonió durante toda su vida) aún se lo encuentra en las notas, páginas garabateadas y manuscritos que acá se exhiben.
Al igual que todo texto escrito a mano, estos papeles antiguos y los ríos de tinta que los bañan en las más curiosas formas transmiten una esencia. Algo que excede lo dicho. Ya sean documentos de escritores, políticos o de cualquier otra figura pública, sus cualidades rebasan las propiedades físicas de los átomos que los componen. Irradian un hálito vital, como lo llamaba Marco Aurelio, emanan ectoplasma. Hay en estas escrituras fantasmales un quantum de magia.

El autor desnudo

En nuestra era digital en la que “lo último” es lo óptimo y en la que la palabra escrita ha sido dictatorialmente estandarizada –sustituimos nuestra firma por un pin, escribimos mediados por teclados y nos extrañamos incluso de la forma que adquiere nuestra letra (cuando recordamos que tenemos aún la habilidad de escribir a mano, nuestro más personal y subvalorado acto artístico)–, la palabra manuscrita de los escritores nos fascina porque actúa como catapulta de la nostalgia: funciona como un vaso conductor a la intimidad de quien escribe, un bypass a la sensibilidad de una época que ya pasó y que no volverá.
Ver la letra pelada de un autor es como ver a ese autor desnudo.  Así como no se termina de conocer a alguien cercano hasta que no se visita su casa –la principal obra espacial de cada individuo–, no se conoce a un escritor hasta que no se descubre su particular manera de acentuar las íes, de inclinar la cola de sus “g”, el grosor del trazo infundido en estado de temblor, el difuminado de un acento, sus puntos, sus comas siempre únicas. La obra de Borges, por ejemplo, no es independiente de su curiosa verticalidad caligráfica. Y nunca se completa –aunque se la haya leído toda– si no se echa un vistazo a las increíbles ilustraciones con las que engalanaba sus textos, como, por ejemplo, los dibujos del manuscrito de nueve páginas “Viejo hábito argentino de 1946” –un monstruo de muchas cabezas donde conviven Rosas, Perón, Mussolini, Hitler y Marx– que tiene la Universidad de Virginia entre sus colecciones.
Tendemos a elevar a ciertos autores en un pedestal y al hacerlo los convertimos en personajes de sus propias obras. Descubrir anotaciones al margen, la intensidad de la letra de escritores como Kafka, sus garabatos –las ilustraciones fálicas de Chuck Palahniuk, los dibujos de Lewis Carroll y de Victor Hugo–, la espontaneidad que enciende cada palabra y las heridas de sus textos –los tachones de los manuscritos de Proust, de Sartre y de James Joyce– los regresan a la tierra. Les devuelven su humanidad. A través de sus manuscritos y de la búsqueda de su voz en videos borrosos de Youtube, los invocamos.
Es como si en esa revelación, en ese acto de descubrimiento –el de la voz, el de la letra–, el o la autor/a muerto/a hace décadas diera una nueva bocanada de aire. Los manuscritos son letra viva por la simple razón de que son prolongaciones de sus cuerpos, aquello que la técnica expulsa del objeto literario. No hay soporte más visceral. Y a la vez, son espejos en los que vemos reflejados fragmentos de su yo interior. Cortázar resucita en sus ilustraciones de Rayuela como Tolkien vuelve a Mordor en sus impresionantes dibujos que acompañan las palabras que componen El señor de los anillos .
Cada arabesco en el papel es más que la traducción material de una idea. Cada pliego, cada vuelta condensa un estado de ánimo, una sensación, la emotividad que los tipos estandarizados despojan. La traducción, así, no es la única mediación que separa al lector del pensamiento e imaginación creativa de un autor con el que no se comparte el mismo idioma. La tipografía misma de los libros –aquella que naturalizamos tanto que no la cuestionamos ni la advertimos– nos aleja.
Si, como decía Voltaire, la escritura a mano es la pintura de la voz, los libros que leemos –y amamos– están desteñidos y son silenciosos.

Sismógrafos del alma

Por definición, la esencia de los manuscritos es la de aparecer, así como la esencia de los informes ultra-secretos es la de ser filtrados. Y una vez que asoman, cautivan. Tanto el hallazgo de un matambre de papeles hace tiempo considerados extraviados como la digitalización de un archivo privado y su exhibición en la Web son presentados mediáticamente siempre con la misma efervescencia triunfalista de la localización de un tesoro. Por una simple razón: ver un texto original –por ejemplo, el manuscrito de Frankenstein en el Shelley-Godwin Archive (http://shelleygodwinarchive.org), o las anotaciones al margen de Drácula hechas por Bram Stoker, los dibujos de las lunas de Júpiter de Galileo y las ecuaciones de Einstein en el paraíso de los manuscritos Fuck Yeah, Manuscripts! (http://fuckyeahmanuscripts.tumblr.com)– altera para siempre nuestra experiencia con una obra. Levanta el velo, hace tácito el conjuro del que se nutre la literatura y su industria: al leer un libro en realidad no leemos las palabras del autor; leemos cadáveres tipográficos. Una copia de una copia. Ecos lejanos, palabras travestidas y trajeadas de letras de molde, todas iguales.
Ahí anida la razón por la cual la caligrafía ajena secuestra nuestra atención. Le agrega a un autor que se supone conocido –y tantas veces leído– una nueva capa de significación. Es como ver por primera vez una foto rara de una figura pública demasiado familiar. Un escritor en una pose que en el fondo no es una pose: Borges orinando en los baños del Colegio San Ildefonso, Susan Sontag disfrazada de oso de peluche, Ernest Hemingway pateando una lata, Truman Capote dormido en el boliche Studio 54, Mark Twain jugando al pool.
Su estilo único de escribir –el recuerdo de su materialidad última– nos revela una faceta de ellos para nosotros inédita. Como quien escarba en la basura de una persona de su devoción y descubre entre cáscaras de banana y colillas de cigarrillos aquellos despojos que hablan de sus hábitos secretos e íntimos, asomarse a esta dimensión olvidada por la industria cultural nos permite adentrarnos en la estructura del pensamiento de un escritor: por ejemplo, cómo Gay Talese ordenó sus ideas y testimonios en su artículo “Frank Sinatra está resfriado”. “Los nombres de las casas de Hogwarts fueron escritos en la parte de detrás de una bolsa de vomitar de un avión. Eso sí, vacía”, contó J. K. Rowling, quien para organizar la maraña de datos que animan la saga de Harry Potter acudió al clásico cuadro sinóptico hecho con lapicera.
Desde hace miles de años, los chinos saben que la caligrafía expresa estados del ánimo. Y su dominio es un arte, un certificado de aptitud intelectual. Como dice el sociólogo Christian Ferrer, el ideograma es un sismógrafo del alma, así como la mano es el ventrículo de la imaginación, su médium.
Instrumentos de disección
Las cartas personales, los cuadernos de notas, los apuntes de viaje, los borradores, las ideas espontáneas estampadas en alguna libreta Moleskine, los garabatos hechos con el lápiz-fetiche de Vladimir Nabokov, John Steinbeck, Capote –el Eberhard Faber Blackwing 602, un talismán para la creación– son tentaciones demasiado fuertes para los grafólogos, aquellos que dicen poder analizar la personalidad de un individuo sólo con un vistazo a su letra, representantes de una disciplina siempre en tensión por su estatus epistemológico: pseudociencia para muchos científicos, lectura del alma para los devoradores de horóscopos y habitués de las lecturas de manos.
Si es cierto que el lápiz y las teclas forjan estilos de escritura distintos, entonces la literatura puede –y debe– ser disecada de acuerdo a los instrumentos de su producción, a sus condiciones materiales, aquellas referencias siempre ausentes en las notas al pie y en las aclaraciones de los libros.  Pero deberían estar.
Los manuscritos y borradores son los esqueletos de toda obra. Lo cual, de cierto modo, nos convierte a los que los amamos y buscamos con fruición  en arqueólogos forenses. Indiana Jones literarios.