En El héroe discreto, última producción del Premio Nobel, los hijos aparecen como amenaza para la propiedad del padre, expresado por el personaje de Felícito, y se completa con el tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado por Ismael
Humildad y heroísmo, según Vargas Llosa./revista Ñ |
¿Vieron una cosa rara que pasa en El héroe discreto , la
última novela de Mario Vargas Llosa? El libro se presenta como un
homenaje a los valores tradicionales: honestidad, trabajo, templanza,
coraje. Pero por debajo corre un tema muy distinto. El héroe, Felícito
Yanaqué, es un pequeño empresario. Un día recibe una carta anónima: la
mafia le reclama una cuota mensual. Felícito se niega y acude a la
policía. Esta es la mitad de la historia; en paralelo, se narra un
escándalo en la alta sociedad limeña. Esta parte la protagoniza don
Rigoberto, especie de sibarita que ya apareció en otras novelas del
peruano. Si Felícito parece encarnar un ideal pequeñoburgués, don
Rigoberto sería lo mejor de la clase alta: el gusto por las bellas
artes, la tolerancia, el goce de la sexualidad entre adultos
responsables. Tomando esto al pie de la letra, los críticos elogian El héroe discreto por rescatar estas virtudes o bien le reprochan su conformismo.
Se equivocan. El tema solapado de El héroe discreto
es más oscuro. Felícito tiene dos hijos varones: Miguel se le parece
muy poco, Tiburcio es su vivo retrato. Pero los dos son hijos
lamentables, indignos de su padre. Acomodaticios y cobardes, cuando
Felícito se niega a pagar a la mafia, le ruegan que lo piense mejor. El
desprecio de Felícito es apenas disimulado. Peor es la otra pareja de
hijos del libro: el mejor amigo de don Rigoberto, Ismael, tiene dos
varones a los que apoda “las hienas”. Ociosos, abusivos, parásitos,
parecen capaces de llegar al crimen para frustrar a su padre; Ismael, a
su vez, decide casarse con su sirvienta sólo para molestarlos.
Por
supuesto, en la superficie de la narración se deplora que estos hijos
hayan salido tan mal. Pero no hay hecho, en la ficción o en los sueños,
que no corresponda a un deseo oculto. Y en este sentido, la
omnipresencia de los hijos detestables en El héroe discreto
delata una hostilidad más general. El tema de los hijos como amenaza
para la propiedad del padre, expresado por Felícito, se completa con el
tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado
por Ismael. Tanto él como Rigoberto son –en palabras de Pablo de Rokha–
machos ancianos: patriarcas envejecidos que toleran mal ser
reemplazados. Hay un hijo más: Fonchito, hijo de Rigoberto, a quien
apodan Luzbel: el príncipe de las tinieblas. ¿Y qué son los hijos, en
esta novela, sino el Mal?
Esto es interesante. Ya antes Norman
Mailer, John Updike, Philip Roth han escrito sus cantos de odio contra
los hijos. Quizá la generación del 60 sea demasiado asertiva para
aceptar con serenidad el recambio generacional. Una confesión: me alegra
descubrir esta saludable mala leche en Vargas Llosa. El odio es una
emoción más palpitante, más digna de un Premio Nobel, que el elogio de
las virtudes burguesas.