sábado, 30 de noviembre de 2013

"El jardín de las Weismann", 30 años de una obra polémica

Se lanza la octava edición de esta novela. Extractos de la exégesis de Isaías Peña Gutiérrez

Cuadro del pintor tolimense Darío Ortiz para la edición conmemorativa de la novela./eltiempo.com
Décadas después de publicada, la novela El jardín de las Weismann, del colombiano Jorge Eliécer Pardo, sigue oliendo a dalias y crisantemos, a rosas y geranios, a cartuchos y gardenias; resuenan en ella tenebrosos conjuros, y mantiene, sin dudas, las cenizas vivas. Editada en 1978 por Plaza y Janés de Bogotá, con solo cuatro letras diferentes al título de ahora, es una obra que sintetiza y expresa con valor una época demasiado gris –y extendida hasta hoy– de la vida colombiana. Pero si descartáramos esa función representativa, que muchos ponen en entredicho para el arte literario, también, se sostiene como una obra de gran singularidad estética, muy personal en el contexto de la literatura colombiana de los años 70 del siglo pasado.
Para mí, esas dos funciones son de una inmensa importancia. A la distancia, una de las razones por las cuales esta novela sobresale entre las de su época es la de haber encontrado un nuevo horizonte literario sin abandonar el referente histórico-político que le pertenecía. Escrita cuando en Colombia los jóvenes le apostaban a una ruptura frente a la novela de la tierra de mediados del siglo XX, o a la literatura de Gabriel García Márquez, utilizando un acercamiento a lo juvenil, musical o deportivo –con tanta validez como las otras–, Pardo no claudicó frente a quienes vetaron la presencia de la sórdida historia colombiana en la narrativa.
El gran debate del día fue ese: si haces nueva literatura, debes abandonar el tema de la “violencia en Colombia”, como si se tratara de categorías excluyentes.
La renovación de las formas literarias –lo sabíamos, sin embargo– siempre ha sido correlativa a la renovación de los mismos temas. No se distinguen fondo y forma, si es que pudieran contrastarse. Sin embargo, por los mismos intereses que no han permitido acabar con la violencia política, a los escritores jóvenes de esa época se les prohibió, en el fondo, escribir sobre la violencia colombiana. Y los mismos escritores jóvenes y viejos se autocensuraron.
Por otro lado, no habían sido afortunados, desde el punto de vista literario, los pocos libros de ficción que había producido la llamada “Violencia en Colombia”, el fenómeno político y social colombiano de mediados del siglo pasado en adelante.
El jardín de las Weismann irrumpió, entonces, en ese doble frente: sin abandonarlo, desbordó el tema (lo renovó), lo aventuró y forjó su estilo apropiado. Amplío estos tópicos:
La confrontación de los partidos tradicionales, liberal y conservador, venía desde el siglo XIX –podría decirse, desde la constitución misma del Partido Conservador, en 1848–, pero fue en 1948, con el asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuando se llegó a su máxima intensidad. Los desacuerdos doctrinarios entre los dos partidos –sobre todo en religión, educación y economía–, que se habían mantenido en disputa, sin llegar al uso de las armas, desde la Guerra de los Mil Días (al filo entre los siglos XIX y XX), volvieron a ser materia de discordia, esta vez bajo los crueles signos de una guerra “santa” –cuando los homicidios adquieren el rango de satánicos–, a raíz de la exposición de las tesis sociales gaitanistas, que, en muchas ocasiones, superaron el bipartidismo liberal-conservador.
A la muerte de Gaitán se sucedieron, en breve tiempo, los gobiernos conservadores que auparon la violencia contra los liberales y dieron campo para la creación de grupos o bandas criminales que, apoyados en la complicidad del régimen, suprimieron a sus opositores de maneras tan violentas que superarían cualquier imagen racional –como sucedería–, y aún peor, 50 años después, con la presencia paramilitar resolviendo la continuación de la violencia. Situación que obligó a los liberales, en muchas ocasiones con la aprobación y patrocinio de los jefes del partido, a armarse de igual manera, lo que significó el nacimiento de las guerrillas liberales.
Luego vendrían las traiciones de los jefes del partido y los pactos de no agresión con el conservatismo, sin que la Rama Judicial del Estado hubiera dirimido ningún caso. Y así la impunidad alojaría en sus nichos apropiados los huevos de la nueva violencia –la que partiría con el Frente Nacional pactado en 1958–.
Pero la novela de Pardo llega hasta ahí, sin encubrimientos ni máscaras. Las relaciones entre civiles, militares y religiosos se convierten, en la novela, en el telón de fondo de una historia sencilla, solo oscurecida por los autores de la misma violencia política. La patología que padecerá el país 60 años después puede verse con claridad ahí. Sin ella, hoy no se comprende nada.
Allí, pues, están los sacerdotes y la religión, los civiles y sus intereses privados, los políticos y los militares con sus propias disputas. Solo que el escritor mira hacia otros horizontes de gran o pequeño espectro, para poder romper el de la novelística colombiana en ese momento.
Y se encuentra con que en el país viven, además de los colombianos, otros seres humanos desplazados por otras guerras, seres que llegaron con heridas atroces y con grandes ausencias.
Huyendo, desplazadas por la Primera Guerra Mundial, de Alemania, cuatro mujeres han subido por el río Magdalena hasta llegar al interior del país y se han instalado en una casa adornada con un hermoso antejardín. Y frente al pasado –dice la leyenda–, para vengar las muertes violentas de sus padres en Berlín, fundan en un pueblo colombiano la Casa del Amor y la Ternura.
No es la primera vez que se fusionan, se comprometen o se citan el amor y la muerte. Pero en las versiones literarias anteriores sobre la violencia en Colombia, ningún escritor colombiano lo había propuesto de esta manera. Consolida así, Pardo, un doble juego que sintetizará poéticamente –ni lírico ni épico, más bien dramatúrgico– frente al lector: una escenografía, concreta y compleja, de diferentes nacionalidades, es decir, dos guerras distintas con un mismo sustrato de dolor y barbarie, con un ingrediente que dinamiza y cataliza las contradicciones sociales: el amor que atraviesa todas las desventuras humanas.
No ve Pardo la violencia como un cuerpo ajeno e impoluto, como se veía en algunas obras literarias de entonces, sino que la concibe como en una tragedia griega: atada de manera ciega a todas las verdades del ser humano. Donde el amor busca neutralizarla o acompañarla con los resultados más contradictorios del mundo.
Sociedad que peca y reza
Por eso, en esa prodigiosa síntesis de cien páginas que es la novela, bello, tenso y angustiado poema sinfónico, se plantean los dos dramas con todas sus implicaciones.
El de las cuatro gemelas huérfanas que llegan por mar –con sus historias de marineros, tan intensas a pesar de la brevedad– a preparar su venganza inútil, a colonizar nuevas tierras, a perderse en la huida que no tiene final, y sus seis hijas gemelas, más la hija del cura, nacidas en Colombia, sombras misteriosas en un convento que las acoge con la culpa de una sociedad que peca y reza para “empatar”, y que más tarde llegarán, también en la oscuridad –porque este es el país de las eternas tinieblas, de las confusas tinieblas, de las “complejas” tinieblas– a la Casa del Amor y la Ternura a tratar de superar el reino de la orfandad y de la soledad de sus madres, sin que lo logren, porque, como en Alemania, sobre Colombia pesa el designio de la primera frase de otra gran novela premonitoria: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. (La vorágine).
Y el otro drama, el de quienes, desplazados por las masacres de la violencia en su propia tierra, se han ido a las montañas y a los ríos y luego regresan en busca de un exilio siquiera temporal, en este caso literario, en la casa de los pinos, atravesando el jardín de las Weismann, sin saber que, a la final, no será el jardín del Edén, ni el de las Delicias, sino el del Infierno, como en el Jardín del Bosco, el que los alojará de por vida.
La estructura de poema sinfónico, que va y viene en una temporalidad fragmentada entre la juventud de madres e hijas, y entre la Gran Guerra del 14 y nuestra violenta guerra doméstica (no domesticada) del 48, se aviene, de manera admirable y sorpresiva para los años 70, con el coro y las coreografías permanentes de las Weismann, de sus profundos lamentos lorquianos, de sus apasionados susurros amorosos, de las penas no redimidas y siempre aplazadas, y de sus decisiones astutas (recordar “los zorros y los erizos” de Isaiah Berlin), frente a una sociedad falaz, oscurantista, conservadora, que las ha obligado a esconder a sus hijas apenas nacidas, que oblitera el derecho de oposición en los demás, que las persigue en su credo del amor y la ternura hasta llegar, sin lugar para la reconciliación, al incendio y destrucción de la casa misma, porque en la visión cavernaria los peores enemigos públicos y particulares resultan ser el Amor y la Ternura.
El poema termina con una visión elegíaca que treinta años después no ha podido ser más cierta, de un fatalismo premonitorio impresionante. Los asesinatos y los genocidios oficiales, o para-oficiales, se extenderían camuflados de tantas y distintas maneras que la misma población civil, confundida y excitada, ha aceptado y aplaudido la degradación de la guerra.
(En el 2008, el autor revisó la novela y le suprimió algunas frases, morigeró el léxico y niveló el lenguaje literario. No perdió su intensidad y sí ganó en estilo –como se decía hace unas décadas–. Si no me engaño, como diría Borges, esta novela se debe catalogar entre las mejores de la segunda mitad del siglo pasado en Colombia).