Cuando, en 2010, se publicaron los cuadernos del Diario de guerra de Ernst Jünger en lengua alemana, se trató de un verdadero acontecimiento: no sólo porque habían quedado inéditos tras la muerte del autor, dados a conocer en forma parcial, sino porque además puede accederse a un material que será central cuando el año próximo se cumplan los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial. Recientemente publicados en castellano, se revelan como una obra de extraordinario valor testimonial y también literario, ya que fueron la base de Tempestades de acero, una de las grandes novelas de guerra junto a Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque
Jünger, a la izquierda, junto a un soldado de su regimiento en los comienzos de la Primera Guerra Mundial./pagina12.com.ar |
Muchas
son las lecturas que le adjudican a la Gran Guerra el horrible
privilegio de haber operado, en alguna medida, como partera del siglo
XX. Gran Guerra que, claro está, después adquirió el poco esperanzador
adjetivo de “Primera” Guerra Mundial, dejando en suspenso la aparición
de la “Segunda” y creando el fantasma –casi diríamos, actual– de otras
Guerras Globales por venir. Eric Hobsbawn, el reconocido historiador
marxista inglés, lleva adelante su idea de los “largos” y “cortos”
siglos tomando como modelo el período que va de 1914 a 1991, o sea, el
tramo de la historia de la humanidad que se inicia con el inédito
acontecimiento que llevó a las principales potencias europeas a un
conflicto sin antecedentes registrados y que funciona como un hecho
claro que marca el destino de todo aquel complicado período. Guerras ha
habido desde siempre, pero no como ésta. Ya el propio Sigmund Freud, en
un texto un tanto pesimista publicado en 1915 (“Consideraciones sobre la
guerra y la muerte”) creía necesario, frente a las novedades que
llegaban del frente, actualizar el viejo dicho “Si quieres conservar la
paz, prepárate para la guerra” por el de “Si quieres soportar la vida,
prepárate para la muerte”. Al menos, era un poco más realista y dejaba
de lado la ilusoria consideración de una paz que, en ese momento,
parecía lo imposible por definición.
La muerte, entonces. Había que estar preparado para la muerte. Y en
algún sentido eso es lo que flota en cada una de las entradas del diario
personal que Ernst Jünger mantuvo como soldado desde el 30 de diciembre
de 1914, momento en que registra la primera entrada, sólo para anotar
el reconocimiento médico obligatorio y la despedida que los familiares
organizan para los soldados, hasta el 10 de septiembre de 1918, ya
emprendiendo el regreso a Alemania luego de recibir una de sus últimas y
más complejas heridas. Por primera vez publicado en su idioma original
en 2010, la aparición de este material en castellano en este año y con
las valiosas anotaciones del especialista Helmuth Kiesel permite poner
en perspectiva uno de los acontecimientos centrales de nuestra historia,
ya cerca de que se cumplan cien años de su comienzo, un acontecimiento
que muy bien podría sintetizarse en la expresión que Jünger utiliza en
uno de sus registros para calificarlo: una “mierda de guerra”.
CORAZON AVENTURERO
La entrada voluntaria de Ernst Jünger en la guerra tiene razones
poco heroicas, si se las revisa detenidamente. O, al menos, de una
heroicidad un poco ficcional: al igual que otros jóvenes alemanes
contemporáneos como Thomas Mann, el joven Jünger era un alumno poco
aplicado que detestaba la escuela y anhelaba vivir una vida de aventuras
tal como las que encontraba en libros como Viajes y aventuras de
Roberto el grumete (1877) de Sophie Wörishöffer o El camino de los gatos
(1889) de Hermann Sudermann, obras que devoraba con fruición y que en
esa época constituían una suerte de implacables best-sellers. Estas
historias presentaban a héroes en paisajes exóticos para el imaginario
europeo y en donde el enfrentamiento contra personajes insólitos
alimentaba los anhelos de millones. Para decirlo brevemente, era el tipo
de ficciones del gran período colonialista, en donde el afán de
expansión de mercados y de simple y llana conquista pasaba a
transformarse en la épica individual de un “hombre blanco” en el medio
del mundo salvaje africano u oriental.
La prueba más efectiva de esta “pasión” de Jünger es la que se da
exactamente a sus dieciocho años y previamente a su ingreso en las filas
alemanas una vez empezada la guerra. Influido por las citadas lecturas,
escapa en 1913 a Francia, huyendo de su familia y llegando a Verdún, en
donde se enlista en la Legión Extranjera. Luego, es llevado, a través
de Marsella, a Sidi Bel Abbès, punto geográfico situado a 75 km de Orán,
en Argelia, la base central de la Legión durante la Tercera República
Francesa. Lo que encuentra es un escenario no tan romántico como
imaginaba: orden, instrucción, disciplina, toda una serie de saberes que
dejaban por fuera el afán aventurero que Jünger buscaba para su vida.
Es claro: la Legión Extranjera funcionaba como un ejército de elite cuyo
objetivo principal era mantener la influencia colonialista del país en
las zonas controladas antes que una exploración idílica de territorios
desconocidos. Ernst realiza una segunda fuga, frustrada, claro, al ser
capturado en pleno escape por la estepa norteafricana. Logró ser
liberado por la intervención de su padre y de un grupo de abogados y
quedó exento del castigo, pudiendo regresar a su casa en la Navidad de
1913, un último encuentro familiar previo al advenimiento de ese hecho
fatal que cambiaría tanto su historia personal como la de todo el
continente.
Sin embargo, este antecedente aventurero y muchos componentes del
estilo de Jünger presentes en el diario pueden ser entendidos por la
influencia de esas lecturas y del imaginario colonialista de la época:
frente a cada depresión causada por lo visto en el campo de batalla,
frente a cada negativa en el cambio de las instrucciones que recibe por
parte del orden central alemán –como el constante rechazo de sus
superiores al traslado por él propuesto a la flamante Fuerza Aérea–,
Jünger vuelve a encontrar el entusiasmo necesario para seguir en combate
pensando en las aventuras que le depara el traslado de un territorio a
otro o el encuentro con el enemigo. Este imaginario aventurero, mezclado
con el fuerte discurso nacionalista que las potencias imperialistas
impulsaban de manera aguerrida en la sociedad civil, permite entender
cómo muchos jóvenes participaron voluntariamente del conflicto y se
enlistaron sin ninguna llamada obligatoria. Basta comparar la entrada de
Jünger en la guerra, un joven deseoso de una vida de aventuras y
queriendo escapar de la rigidez de la escuela, con lo descripto por un
futuro escritor del otro bando, Louis-Ferdinand Céline, en Viaje al fin
de la noche: el ingreso del protagonista (Ferdinand Bardamu) a las
fuerzas militares se realiza como consecuencia de no tener nada que
hacer con su vida. Del imaginario aventurero al más completo nihilismo
hay, claro está, muy pocos pasos de distancia.
JÜNGER SE FUE A LA GUERRA
Como todos sabemos, la causa que desencadenó la sucesión de
declaraciones de guerra entre las potencias europeas fue el asesinato
del heredero del trono austríaco, Francisco Fernando, el 28 de junio de
1914, en Sarajevo, por parte de la organización revolucionaria
nacionalista Mano Negra. La frágil paz europea quedó en evidencia y
aunque retrospectivamente Alemania quedó como la gran responsable,
también es sabido que Inglaterra, Francia y Rusia –y, en menor medida,
otros países fuertemente nacionalistas, pero no tan poderosos como
Italia– han hecho enormes méritos para figurar también en la lista de
los culpables. La fuerte militarización, el incremento de la producción
de armamentos (que se sostenía en la débil excusa de que los demás
países también estaban invirtiendo en tecnología militar) y el afán
imperialista por conquistar nuevos espacios por la fuerza marcaron el
período que va de la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871 hasta el fin de
la Segunda Guerra Mundial. La tensión estaba en el aire: Alemania
estaba fuertemente motivada por el impulso de expandir su dominio sobre
Europa del Este –regiones como las de Polonia siempre habían estado en
su mira, cosa que vuelve a presentarse en los planes de expansión de
Hitler unos años después– y sobre las colonias en Africa y Medio Oriente
que comenzaban a mostrar signos de disolución y rechazo al control
francés e inglés, de ahí su inmediato apoyo a movimientos nacionalistas
como el de los Jóvenes Turcos, quienes lideraron el Imperio Otomano
entre 1908 y finales de la Primera Guerra y fueron responsables de
sucesos tan deleznables como el Genocidio Armenio. Basta con recordar un
breve hecho, casi una anécdota, sumamente elocuente que sintetiza el
ambiente diplomático europeo de ese período: Gavrilo Princip, el
responsable del asesinato de Francisco Fernando, encerrado y muerto en
prisión en 1918, frente a las preguntas de un psiquiatra penitenciario
(que quería saber si el recluso se arrepentía de ser el responsable de
un hecho que causaría la muerte de millones), declaró: “Si no lo hubiera
hecho, los alemanes habrían encontrado otra excusa”.
Sin embargo, pese al lugar común, no toda la sociedad alemana veía
la llegada de la guerra como un espacio de superación nacional y de
posible conquista de territorios. Es cierto que había una fuerte
influencia del darwinismo social, que encontraba la única superación
posible de las condiciones dadas en un enfrentamiento como éste, pero
testimonios como los del propio Jünger o los de autobiografías como las
de Carl Zuckmeyer, el famoso dramaturgo que pasaría a la historia como
guionista de El ángel azul, retratan un clima que va de la explosión
nacionalista al rápido desasosiego y ansiedad, como si esos mismos
valores patrióticos quedaran en breves expresiones que luego se
silenciarían frente a la perspectiva de una guerra que se abría como un
proceso sin fin. Sea de una manera u otra, el joven y rebelde Ernst
Jünger se alistaría como voluntario en el Regimiento de Fusileros N° 73
de Hannover, completaría los exámenes para obtener el título y terminar
–por el momento– sus estudios como “bachiller de guerra” y pronto
pasaría a desempeñarse como un hábil y juicioso soldado que escalaría
posiciones y empezaría a mirar con buenos ojos la disciplina del mundo
militar alemán.
El Regimiento N° 73 participaría, apenas ingresado Jünger, en el
avance sobre Bélgica, país neutral, y en la marcha sobre el Marne, en
Francia. Luego, tendría un rol relevante en el asedio de la fortaleza de
Lieja y en diversas batallas que se irían dando en el territorio
europeo continental. Entre los servicios de patrulla y la colocación y
defensa de las trincheras, gran parte de las entradas del diario
registra penosos días con muy pocas horas de sueño por delante (entre
una y dos horas, en ocasiones) o consumo de comida congelada o de
bebidas calientes (como café) hechas con el agua embarrada que se
encontraba en las mismas trincheras. Hay que destacar, también, las
descripciones que mezclan la ocupación de una casa deshabitada utilizada
como base para tomar un breve descanso en la contienda con la presencia
de miembros mutilados por alguna granada o cadáveres putrefactos que
pasaban días antes de poder ser retirados. En el medio de toda esta
“aventura”, Jünger, en más de una oportunidad, sería enviado a la
retaguardia para ser cuidado luego de alguna de sus múltiples heridas,
como la producida por un balín de shrapnel, un particular tipo de
proyectil que lanzaba, al explotar, una lluvia de balines, arma
inventada alrededor del siglo XVIII pero con una fuerte presencia en la
Gran Guerra.
Ernst Jünger participaría, en definitiva, en ocho grandes batallas,
como la Batalla del Somme, una de las que más bajas humanas tiene en su
haber. En el tiempo en que se mantuvo implicado en la guerra, recibió
catorce impactos, cinco disparos de fusil, dos cascos de granada, un
balín de shrapnel, cuatro cascos de granada de mano y dos de disparos de
fusil. “Con los orificios de entrada y de salida”, anota en la tercera
edición del clásico Tempestades de acero, esas heridas “habían dejado
justo veintidós cicatrices”. Convertido en héroe al terminar la Primera
Guerra tras recibir la condecoración Pour le Mérite debido a su
desempeño como soldado raso y, posteriormente, como oficial, Jünger
consideraría que la guerra le sirvió como una gran “escuela de la vida” y
que, lejos de ser la aventura que él creía y con los numerosos aspectos
en que descubriría su faz más atroz, no dejaría de reivindicarla como
uno de los momentos más importantes de su vida.
OBJETIVIDAD
Las últimas entradas del Diario de guerra de Ernst Jünger vuelven
todo el tiempo sobre una sola palabra, una sola expresión: Sachlichkeit,
esto es, “objetividad”. “El grado de objetividad de una persona es la
medida de su valor interior. La objetividad absoluta es inalcanzable”:
esta frase, anotada en el último día registrado en el cuaderno 14-B que
cierra todo el periplo del diario y de la guerra, de su versión de la
guerra, puede muy bien convertirse en la frase que sintetiza un estilo
para relatar esos mismos sucesos, una forma de resumir una perspectiva.
Luego de cada combate, luego de cada día pasado en el ámbito inhóspito
de la trinchera, Jünger se dedicaba a volcar todas estas experiencias en
una colección de cuadernos que, al comienzo, funcionan como un leve
registro de los hechos pero que, con el paso del tiempo, se convertirían
en un espacio de ejercitación estilística en donde, inclusive, se
permitiría colocar epígrafes o hacer reflexiones en torno de la
posibilidad de convertir todo ese material en un libro con una forma un
poco más definida. Ese libro llegaría: Tempestades de acero, publicado
de manera privada en 1920 y reeditado en numerosas ocasiones luego de
revisiones y modificaciones, fue recibido como el diario de Jünger
mantenido a lo largo de la Primera Guerra, aunque diversos estudiosos
han señalado que existe una fuerte transformación entre el material
presente en el diario y la publicación de este libro.
¿Cuáles son las modificaciones, entonces, entre el diario y el
libro, entre el material informe y la aparición de un texto un poco
menos inmediato y mucho más meditado? En principio, es notorio cómo en
las entradas del diario la descripción de los hechos es fría, objetiva, y
cómo en Tempestades de acero las mismas descripciones aparecen cargadas
de metáforas y comparaciones que ofrecen una presentación de la guerra
menos cruda y más cargada de cierto grado de heroicidad y grandeza, cosa
que escasea en la versión original. Esa misma objetividad nace, claro
está, de la rapidez de las anotaciones y de la urgencia de tener un
espacio en donde volcar lo visto para que esas impresiones puedan ser
luego objeto de una reflexión, pero también nace de este ascetismo que
la instrucción militar produjo en el pensamiento del joven soldado y,
claro está, de la imposibilidad de captar el significado de todos esos
sucesos. Tempestades de acero es la respuesta de Jünger a la crudeza del
diario: el primero es una meditación que sólo puede hacerse en un
ámbito de calma y con tiempo por delante (con tiempo y sin ninguna
granada volando por los aires), el segundo es el resultado de una
urgencia y un afán frío, casi científico.
No sería solamente el tono “objetivo” del diario lo que acerca a
Jünger con la ciencia. Entre hospital y hospital, en el medio de los
descansos producidos por las heridas, el autor del diario se dedicaría a
cultivar su pasión por los coleópteros: la presente edición del Diario
de guerra contiene la presentación en castellano de un particular
cuaderno que el joven Ernst llamó Fauna coleopterologica douchyensis,
libro de hallazgos que llevaba consigo para anotar el descubrimiento de
escarabajos y registrar sus características, su posible ubicación dentro
de un árbol familiar de insectos determinado. Junto con las lecturas
literarias que en ningún momento abandonó, Ernst Jünger siguió con esta
pasión coleccionista y científica que provenía de su familia y que
terminaría, con el paso del tiempo, en la instalación en 1985 de un
premio de entomología que lleva su nombre.
Diario de guerra. (1914-1918) Ernst Jünger Tusquets 672 páginas
El título de “testigo de un siglo” que muchas veces aparece junto al
nombre de Jünger no es para nada exagerado: luego de pasar por la
Primera Guerra Mundial, se volcó a la escritura de textos nacionalistas
para abandonar esta corriente una vez aparecido el nazismo, movimiento
que despreciaría y al cual buscaría desarmar participando en numerosos
complots. Ya ubicado en la Francia ocupada en plena Segunda Guerra, se
relacionó con varios círculos literarios y con diversos fumadores de
opio, empezando una compleja experimentación con las drogas que lo
llevaría luego a mantener una amistad con Albert Hofmann, el creador del
LSD, y a acuñar términos como el de “psiconauta”, palabra utilizada
para hablar de los consumidores de estas y otras sustancias
psicoactivas. Autor de textos literarios y filosóficos, Jünger es un
hijo de su tiempo: abierto a las contradicciones, por momentos
encontramos en él al fruto de un determinado momento de la historia que
mezcla en iguales cantidades lo más noble y lo más oscuro del hombre
occidental (o estrictamente europeo): la capacidad de entregarse a un
ideal que puede perseguirse a cualquier precio, pero también el
hundimiento en la más salvaje y anónima barbarie.
Visitar las numerosas páginas del Diario de guerra de Ernst Jünger
no es sólo entregarse a los contrastes en el interior de un hombre, sino
a los horrores de un paisaje que, a lo largo del siglo XX –que no
termina, que no podemos decir que ha sido “superado”– no haría otra cosa
sino repetirse.