La escritora se consagra con Londres NW, retrato de los barrios mestizos de la capital británica. Los libros, el feminismo y las diferencias sociales centran esta conversación en su casa
La escritora Zadie Smith. / Hamish Brown./elpais.com |
Su apartamento se encuentra a dos pasos de Washington Square, en un
decimoquinto piso con vistas sobre el Bajo Manhattan, pegado al campus
de la NYU, donde imparte clases de escritura creativa desde 2010. “Antes
era una profesora muy dura. Incluso hice llorar a algunos alumnos.
Decidí cambiar, porque hacer desgraciados a los demás no me pareció una
gran idea”, confiesa Zadie Smith,
ataviada con un turbante rosa y una ironía cautivadora, avanzando con
andar algo hombruno por el pasillo que conduce hacia su hogar, pocos
días después de su 38º cumpleaños. Ya hace casi década y media que la
escritora británica fue catapultada a la fama por Dientes blancos,
que escribió cuando todavía estudiaba en Cambridge. El éxito apoteósico
de ese fresco multicultural la convirtió en futuro de las letras
inglesas, un papel que siempre consideró que le iba grande. Siete años
después de Sobre la belleza, Smith publica la que considera su primera novela de madurez, Londres NW,
donde regresa al modesto barrio de su infancia para narrar las vidas de
un puñado de personajes que parecen extraídos de una multitud,
afectados por el estancamiento vital y la insatisfacción crónica. “Hay
escritores con ideas, sentimientos y vidas poco habituales. Yo no tengo
nada de eso. Solo cuento con la capacidad de hablar con precisión de
sentimientos muy comunes”, dirá antes de empezar. La entrevista
transcurrirá en su comedor, con sus dos hijos, Kit y Harvey, correteando
alrededor.
La novela habla del proceso de convertirse
en una persona corriente y de la frustración que eso conlleva. ¿Es algo
que detecta a su alrededor?
Lo que observo es una búsqueda incesante
de un factor externo que creemos que nos hará felices para siempre.
Puede ser el trabajo de tus sueños, comprarte una casa o tener dos
hijos. Al conquistar esa cosa que tanto anhelábamos, nos damos cuenta de
que el resultado no es el esperado. Nos sentimos igual de insatisfechos
que antes, porque la vida no funciona así. La existencia no es un largo
proceso que conduce hacia un final feliz.
El realismo ya no puede consistir en describir un paseo junto al lago. ¿Cuándo fue la última vez que hizo eso?
¿Por qué escogió a estos personajes que no han logrado convertirse en las personas que creyeron que serían?
Debe de ser por mi edad. Cuando eres más joven,
te dices que un día te tomarás un año sabático para irte a vivir a
Venezuela. A partir de los treinta, te das cuenta de que eso nunca
sucederá. De repente tienes 43 años y no vas a ir a ninguna parte. Esa
parálisis es la experiencia vital más común. A mí también me concierne.
Sé que todo lo que haré en la vida es escribir siete u ocho novelas. Y
eso si tengo la suerte de llegar a vieja.
Es curioso que lo vea así. La teníamos por
alguien que luchó por cambiar su destino para poder ir a la universidad y
convertirse en escritora de éxito.
Tenía la ambición de escribir, pero no desde una perspectiva arribista. Fue un accidente que publicaran Dientes blancos
siendo tan joven. Nunca fui a ver a nadie para que me ayudara. Todo lo
que he hecho después ha sido aprovechar ese accidente. La vida consiste
en agarrarse a esos imprevistos.
Vive en Nueva York desde hace una década. El
libro parece escrito por alguien que redescubre con ojos nuevos su
ciudad natal y su propia cultura.
Esa alienación puede ser útil porque te sitúa en
la posición del observador. Cada verano vuelvo a mi barrio del noroeste
de Londres durante las vacaciones escolares. Siempre se me hace raro que
la prensa hable de escándalos sobre la familia real y que el comercio
de la esquina se ha convertido en otra tienda de cupcakes. No
me gustan esos libros que transcurren en siete ciudades y que la gente
lee en los aeropuertos. Las buenas novelas pueden hablar de asuntos
universales, pero siempre están situadas en un lugar concreto, como Sostiene Pereira, de Tabucchi.
El libro describe una ciudad brutalizada por la
crisis, donde los pisos cuestan treinta veces más que hace diez años.
¿Condiciona el contexto económico su relato?
Más que la economía, me interesan las
consecuencias que tiene en la vida privada. El otro día leía los últimos
textos del fallecido Tony Judt,
con quien comparto haber sido beneficiaria del Estado de bienestar
británico, la educación gratuita y la cobertura médica para todos. Judt
denuncia la ingenuidad de mi generación, que creyó que esos privilegios
durarían para siempre. Ahora están desapareciendo, si no lo han hecho
ya. En Nueva York recortan los bonos de comida para las familias pobres.
Es obsceno que las pérdidas de los banqueros las vayan a pagar los
bebés más pobres de la comunidad.
Sus personajes están marcados por sus orígenes modestos. ¿Son víctimas del determinismo social?
Sí, pero no solo por ser desfavorecidos. El
determinismo existe en todas las clases sociales. La clase media-alta
suele creer que sus hijos son más listos, que se han ganado lo que
tienen a pulso. ¿Por qué no prueban con mandarles a una escuela del
montón? Me gustaría ver adónde llegan. El problema es la falta de
movilidad en todas las clases. Estadísticamente, está demostrado que
básicamente se tiene que matar a un hombre para ser expulsado de la
clase media-alta.
Sus personajes sí progresan. Son los primeros en sus familias que van a la universidad, aunque eso no resuelva su desarraigo.
Quería exponer que las crisis existenciales no
son dominio reservado de la población blanca. La gente de color también
las tenemos. No nos basta con tener lo suficiente para alimentarnos y
vestirnos para ser felices. Sufrimos de la misma ansiedad que los demás.
El sentimiento de alteridad es perpetuo y, creativamente, el lugar más útil y fascinante
en el que te puedas encontrar
Leah se resiste a quedarse embarazada y su marido
Michel simula ser más viril de lo que es. ¿Los roles tradicionales de
género intensifican esa ansiedad?
Hace cincuenta años ninguna mujer se preguntaba
si quería tener hijos. Ahora todas nos interrogamos al respecto. No es
extraño que la gente se vuelva un poco loca, porque es un campo de
reflexión totalmente nuevo. Por otra parte, asistimos a una regresión.
En 1994 hubiera resultado imposible ver algo como el vídeo de Blurred Lines, donde mujeres desnudas bailan entre hombres vestidos. Nos habría parecido una degradación total. Entonces teníamos a Madonna con un sujetador de conos bailando entre hombres desnudos. Ahora es lo contrario. Un día me desperté y descubrí que la palabra feminista se había convertido en un insulto.
Se califica como insegura. Cuando intentó releer Dientes blancos se dijo “sobrecogida por la náusea”. Cuando lo intentó con Sobre la belleza, experimentó “un sentimiento de fraude”.
Eso es típico de las mujeres escritoras. Estamos
más acomplejadas respecto a nuestro trabajo, aunque eso puede ser útil.
Si hace una encuesta entre editores, todos le dirán que tienen más
problemas para trabajar con hombres. Las mujeres estamos más abiertas a
las sugerencias. Se habrá fijado que, cuando una crítica literaria está
escrita por un hombre, siempre desprende un tono paternalista. Parece
que te estén diciendo: “Alguien tiene que enseñarle a esta chica a
escribir como es debido”. Nadie le habla así a Jonathan Franzen.
Dice que reescribió las primeras veinte páginas
de su anterior novela durante dos años. Con esta ha tardado siete años.
¿Cuándo se da por satisfecha?
Cuando lo he reescrito tantas veces que aborrezco
la simple idea de volverlo a leer. Siempre me resisto a escribir una
nueva novela, pero acaba siendo superior a mí. Tampoco es una
compulsión, como me dicen a veces, pero cuando no escribo me siento mal.
En su colección de ensayos Cambiar de idea,
dijo que la novela debe revelar “información escondida sobre lo
personal, lo político y lo histórico”. ¿Escribe con el objetivo de
reflejar el presente?
Si hay una sola cosa que me importa, es reflejar
el momento actual. Todos los libros que han marcado la historia de la
novela hablan del tiempo en que fueron escritos. Hay excepciones, como Middlemarch o algunas novelas de Jane Austen,
que hablan de un pasado cercano, pero son pocas. En otras tradiciones
literarias puede resultar útil, pero mi país es tan nostálgico que solo
nos falta ambientar los libros en el pasado. No hay nada que les guste
más a los ingleses que mirar cientos de años atrás.
Utiliza extractos de chats, mensajes de textos y diálogos entrecortados. ¿Es esa comunicación lo que define nuestro tiempo?
El realismo ya no consiste en describir un paseo
junto al lago. ¿Cuándo fue la última vez que hizo eso? La mayor parte de
su día transcurre en la pantalla de su móvil. Ya soy demasiado vieja,
pero una nueva generación tendrá que escribir esa novela. Ya hay un par
de escritores que lo intentan, como Tao Lin o Joshua Cohen.
¿Por qué los bloques del libro llevan títulos como Visitación, Invitado y Anfitriona?
Me interesa el concepto de la ética en la Grecia
clásica. Cuando alguien llegaba a tu polis, te convertías en su
anfitrión. ¿Qué le debías a esa persona? ¿Qué tenía que darte para que
le dejaras pasar? Es un debate de plena actualidad. Los últimos textos
de Derrida
hablan de lo mismo. Recuerdo que, cuando los leí en la universidad, me
pareció que hablaban de mí misma. Yo también soy esa persona en la
frontera que intenta cumplir las condiciones para que la dejen entrar.
¿Siempre se ha sentido así?
Por supuesto. Es como si usted viviera en
Zimbabue. Nunca se le olvidaría que es blanco. Ese sentimiento de
alteridad es perpetuo, aunque no sea necesariamente malo. Creativamente,
es el lugar más útil y fascinante en el que te puedas encontrar.
Criaturas desazonadas
Javier Aparicio Maydeu
Londres NW. Londres, North West. Londres, New Wave. Londres,
No Way. Londres, New Worries. Londres, Nobody Waits. Rápido, rápido.
Tráfico de cuerpos, tráfico de ideas, tráfico de frases, tráfico de
banalidades trascendentes, y de decepciones constantes y rebeldías
ineludibles. Tráfico. Londres como hervidero y como telaraña. Londres
como barrio local y como urbe global. Aquí está el Londres de Virginia Woolf
acelerado y en la era digital, las voces entrecruzadas de sus
habitantes atrapadas ahora en chats reproducidos hasta sus últimas
erratas ortográficas, como está de Dios, pero la forma de la novela que
las acoge, un collage o un mosaico de teselas diminutas que
intercambian sus posiciones con velocidad y simultaneidad para que se
precipite una imagen múltiple como aquella ya antigua, pero siempre
actual del Nueva York de Dos Passos, la devuelve al modernism en más de un sentido. Y, claro, también el Londres multiétnico de Mi hermosa lavandería (1985) de Hanif Kureishi y Stephen Frears. Y sin asomo de duda está aquí su propio Londres coral, social, racial, marginal y nada oficial de Dientes blancos (1999), su celebradísima opera prima, en la que se combinaban como en un gin-tonic la efervescencia de la sátira y la acrimonia de la épica cotidiana. Diez años se cumplen ahora de la apuesta de la revista Granta
por la voz narrativa de Smith, que desde luego no ha dilapidado su
talento desde su novela inaugural, y que ahora regresa, después de El cazador de autógrafos, Sobre la belleza (2005)
y un puñado de premios, con muchos más arrestos narrativos, toda vez
que una forma de alcanzar la vigencia podría ser no perder la frescura,
el atrevimiento de querer experimentar.
Natalie, Leah, Nathan y Felix trenzan sus vidas à bout de souffle moviéndose
por la metrópoli, y ni una sola de sus ideas, ninguno de sus gestos
físicos, de sus exabruptos verbales o de sus posturas sociales queda
fuera del encuadre de la cámara de Smith, que se diría que juega al street art
fotografiando un muro de las lamentaciones en el que cada vecino va
dejando su huella, siempre el mismo y siempre diferente, y que no está
dispuesta a permitirles a sus personajes la menor intimidad, como mandan
los indecorosos cánones joyceanos, que transcriben la violencia verbal,
la variedad jergal, la obscenidad moral, el albedrío sexual y hasta la
actividad mental a través de febriles discursos repartiéndose la página y
evocando a la Santa Trinidad libérrima de Burroughs, Beckett y
Bukowski, la Triple B a la que la muy leída y la muy inteligente Smith
cita en el capítulo ‘Anfitriona’. Deprisa, deprisa. Las modas pasando de
moda, el triunfo de la obsolescencia y el desengaño en luces de neón:
“Tú por lo menos progresas en la vida. Yo solamente me marchito”. Mundos
enteros concentrados en frases sueltas, sintagmas nacidos de una brutal
capacidad de observación y síntesis, no en vano, en una brillante
conferencia en Columbia recogida en el volumen de ensayos Cambiar de idea
(2009), la autora se declaró microgestora frente a los narradores
macroplanificadores, confesando que las novelas de los microgestores
“solo existen en su momento presente, en una sensibilidad, en la
frecuencia tonal de la novela línea a línea”, y así sucede también en Londres, NW,
una novela en tiempo real que más parece revelada que preconcebida. Y
formas y técnicas de la vanguardia —listas, monólogos, síncopas,
elipsis, fugas y añagazas retóricas, clásicas y renovadas como el
emoticón— orquestadas para que la música disonante del desasosiego de
los personajes suene bien, para alumbrar de nuevo la terrible belleza de
Yeats: “Nadie me quiere todos me odian porque soy un gusano ondulante.
Pero quién es esta / esta voz / tan callada / y tan violenta, metida en
su oreja, y piensa […]que debe estar enloqueciendo, piensa / —¿Perdone? /
—¿Me oyes?”. Smith ya intenta colorear su Londres más personal, y su
prosa eléctrica y punzante, que Javier Calvo reproduce con suma pericia
(no era cuestión aquí de traducir las palabras, sino el ritmo y el tono
con el que se pronuncian), aúna ironía a raudales, sobre todo en las
escenas en las que se fotografía al personaje sobre el fondo social, y
la sonrisa burlesca de quien ha vivido mucho en poco tiempo, pero la
desazón acecha a sus criaturas de ficción porque sus criaturas de
ficción reflejan unas criaturas de verdad desazonadas. Por la injusticia
social, por la crisis de valores, por la competencia feroz, por la
mentira política, por el pensamiento único y la globalización feroz:
“salen del supermercado. Regresan con brócoli de Kenia y tomates de
Chile y café injusto y porquería azucarada y el periódico erróneo”.
Londres, NW es una lata caducada de elixir de la vida, o una falaz o engañosa proclama de carpe diem. Y un mural en el que se entreveran miles de grafitis. Efectivamente, una joya del street art.
Londres NW. Zadie Smith. Traducción
de Javier Calvo. Salamandra. Barcelona, 2013. 379 páginas. 20 euros.
Traducción al catalán de Ernest Riera. Editorial La Magrana. Barcelona,
2013. 336 páginas. 20 euros