jueves, 21 de noviembre de 2013

La lucidez en la desesperanza

En las letras hispanoamericanas ocupó un lugar discreto e inamovible que puede considerarse un hito digno de ser revisado y revisitado. Pero quizás, es a pesar del mismo Álvaro Mutis, cuya obra fue precedida por el aura de una vida pública paralela a su literatura, que deben leerse sus libros y separar al escritor de los prejuicios que no dejan penetrar en su rara prosa, en su poesía esencial, siempre ajenas a las tendencias de su tiempo, aunque con mucho que decir sobre el malestar contemporáneo

Portada El diario de Lecumberry/revistadelauniversidad.unam.mx
Hace pocos días el escritor colombiano recibía homenajes por motivo de sus noventa años y detrás de cada palabra de elogio a su vida y obra corría el rumor de sus desaciertos personales, de su lado oscuro. Hay que decir que en vida Mutis no fue ajeno a los homenajes y a los honores, sobre todo por parte de estancias que un escritor comprometido (con la revolución cubana, con la figura del Che) encontraría sospechosas. En vida no le faltaron detractores y no le faltarán de manera póstuma gracias a su incorrección política: defensor de las monarquías, afirmaba desde su estudio junto al retrato de Felipe II, que la democracia era un fraude. Soñaba, entre broma y broma, con vivir bajo el régimen del monarca para ayudarlo a organizar la santa inquisición en tierras de Indias y matar todo espíritu de independencia; buscaría también establecer un régimen de terror entre los españoles que quisieran establecerse en el nuevo mundo; embarcaría a los naturales de esas regiones hacia Italia para que fueran utilizados en la construcción de los canales venecianos.
También pesa sobre él la imagen del “buena vida”, pues, como relacionista público de la multinacional Esso, gastaba irresponsablemente el presupuesto de la empresa destinado a la promoción y caridad en ampulosas fiestas para festejar a los menos necesitados. No obstante, quizá por no haber equilibrado la balanza cuando pudo, por haberse beneficiado de manera hedonista, menos de su poesía que de sus oficios bien remunerados, Mutis tuvo que exiliarse de su país, a México, huyendo de un juicio que corría en su contra. Sus excesos no quedaron impunes para la satisfacción de sus detractores. En 1959 fue llevado a la cárcel de Lecumberri donde pasó quince meses rodeado de la más selecta fauna delincuencial. Allí se configura el reverso de su vida confortable, se configura el escritor bajo la forma de un concepto que atraviesa su obra: la desesperanza. En la cárcel y en la guerra, diría, no se puede mentir. La verdad del hombre sin ilusiones se le reveló así como una constante trazando una sensación que atravesaría el resto de su obra: “En la cárcel cada quien tiene sobre sí un peso tal de angustia y desesperanza, que el dolor de los otros resbala como el agua sobre las plumas de los patos…”.
El diario de Lecumberri ocupa un espacio coyuntural en la obra de Mutis. Allí se configura el pathos que encarnará su álter ego Maqroll el Gaviero. Atrás quedan las alegres anécdotas, su simpatía por la corona, sus amistades célebres, la envidiable posición de ser el lector privilegiado de los originales de García Márquez. En retrospectiva, el testimonio de Lecumberri es una entrada a su espacio literario. Y es que el universo de Mutis respira y exhala literatura, es una ventana a la obra de grandes nombres como Joseph Conrad, Herman Melville, Charles Fourier, Jorge Luis Borges, Jean Cocteau, Ramón del Valle-Inclán e incluso Jean Genet. Nombres a los que Mutis impone un tono desde su experiencia intempestiva de presidiario, testigo de la continua degradación del hombre en los espacios cerrados, a través de unos personajes que no dejan de subrayar los rasgos penosos de la condición humana.
Siguiendo a André Malraux, Mutis revela en su diario que el verdadero fondo humano es la angustia y que conocer la vida por medio de la inteligencia es una tentación vana. El pesimismo de Mutis radica en que el conocimiento no puede ser sino negativo y que el otro siempre será un extraño, aunque los sueños, la embriaguez y de repente el arte otorguen de momento un sentido a la existencia. De allí que se valga de un pretexto autobiográfico para presentarnos algo más allá de su propia pesadilla, esto es, unas historias estructuradas con personajes retratados en un estilo en el que opera la misma delicadeza que la del ritmo esencial de su poesía: la tensión, la expectación in crescendo y el conocimiento por revelación; como suele suceder en cualquier fragmento de Los elementos del desastre: “Me refiero a los ataúdes, a su penetrante aroma de pino verde trabajado con prisa, a su carga de esencias en blanda y lechosa descomposición, a los estampidos de la madera fresca que sorprenden la noche de las bóvedas como disparos de cazador ebrio”.
Así como en su poesía, Mutis ofrece en su diario a unos seres perdidos en la vida, atrapados en hábitos y códigos propios del penal y que prefieren vivir como disparos de cazador ebrio o “quedar libres por defunción”, o morir antes de delatar a sus cómplices y verdugos, como bien lo entendía R. H. Moreno-Durán, rememorando a su compatriota. Incluso allí en El diario, el consuelo, el sentido que pueden dar los paraísos artificiales se diluyen de manera taciturna en el tráfico de heroína falsificada: la tecata balín, que mata a los consumidores (El Señas, El Ford, El Jarocho, El Tintán…) ante la indiferencia de los guardianes. La tranquilidad que puede dar el dinero es absurda también en Lecumberri, ante los reparos de Abel, el usurero, quien se rehúsa a pagar una fianza muy inferior a su fortuna para salir libre. En la voz del travesti que presume de que un cura le pagaba por sus favores con parte de las limosnas de la misa, se pone también allí en cuestión la autoridad de los beneficiarios de la legitimidad de los grandes relatos.