miércoles, 27 de noviembre de 2013

Ospina: "La nueva Colombia no ha nacido todavía"

El escritor critica a la dirigencia de su país y hace un llamado urgente a la ciudadanía más activa en la solución de sus problemas en su libro Pa que se acabe la vaina

Ospina ya había hecho una mirada del país en un su famoso ensayo ‘¿Dónde está la franja amarilla?/elpais.com
Uno de los momentos decisivos de la historia de Colombia es ‘El Bogotazo’, del 9 de abril de 1948, como se conoce al día que asesinaron al político liberal Jorge Eliécer Gaitán y que fue el detonante de “La Violencia” entre liberales y conservadores, que encarnaba como hasta ahora no ha vuelto a ocurrir, las esperanzas de los más pobres. “La vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948: la nueva no ha nacido todavía”. Con esa frase contundente, William Ospina regresa a su lado más analítico, crítico y comprometido con su país a través del libro Pa que se cabe la vaina (Planeta), una crítica fuerte a la dirigencia colombiana. Justo cuando Colombia está inmersa en un ambiente electoral, de protestas y en medio de una negociación de paz con la guerrilla más antigua del continente.
“Gaitán tenía un proyecto de país, que ya en su tiempo era urgente y en el que se reconoció toda la gente humilde que había sido en Colombia postergada, excluida, maltratada y malformada por un Estado clerical, medieval, cerrado a toda modernidad. Si ese proyecto era urgente hace 65 años, cuánto no lo será hoy, porque lo que ocurrió con la muerte de Gaitán fue la clausura de ese proyecto de modernización de país y, desde entonces, Colombia no ha hecho más que girar en la noria de sus violencias, de sus intolerancias, de sus exclusiones, precisamente porque no ha llegado una propuesta verdaderamente nueva, original y generosa”, se lamenta Ospina (Padua, Colombia, 1954).
Para Ospina, premio Rómulo Gallegos por su novela El país de la canela, El Bogotazo cerró una puerta que no se ha vuelto a abrir. Cada década ha traído nuevos problemas pero nunca grandes soluciones. “…Todos esos esfuerzos por encontrar un culpable de nuestras pestes evitaba el problema central: preguntarse quién arrojó a los guerrilleros a la insurgencia, a los delincuentes al delito, a los pobres a la pobreza, a los mafiosos al tráfico, a los paramilitares al combate, a los sicarios a su oficio mercenario, si no una manera de gobernar el país que cierra las puertas a todo lo que no pertenezca al orden de los escogido”, dice en su nuevo libro.
Inevitable no mencionar el actual proceso de paz que se adelanta con la guerrilla de las FARC. Esa fue la primera pregunta que surgió el día del lanzamiento de libro en Bogotá. Ospina es optimista. “Todos estamos ansiosos y viviendo la urgencia de que esa guerra termine y que el país entre en otro camino, que tome otro impulso y encuentre toda esa energía extraordinaria que hay en él. Basta que este país le brinde a su comunidad oportunidades, basta de que en este país la vida deje de ser tan dramáticamente difícil y veríamos el gran país que Colombia puede ser. Ese acuerdo (con las FARC) es urgente y no va a significar inmediatamente la paz, pero va a abrir un espacio extraordinario para la paz verdadera que tiene que ser hecha por todos”, dijo ante un auditorio lleno de seguidores.
Hace 17 años, William Ospina intentó interpretar la realidad colombiana –“por entenderla a la luz de la historia del último siglo”– en un ensayo que llamó ¿Dónde está la franja amarilla?, un título que hace alusión a los colores de la bandera de su país. El azul y el rojo han identificado por siglos los partidos políticos tradicionales, pero faltaba el amarillo, por eso Ospina se preguntó por esa franja, en una suerte de propuesta para que aquellos que no se habían manifestado políticamente participaran de la construcción de una nueva Colombia.
Pero el tiempo ha pasado y los problemas que en ese entonces el escritor enumeraba más que resolverse se han agudizado. Entonces escribió Pa que se acabe la vaina, un lúcido ensayo y un llamado, si se quiere, más enfático, a una ciudadanía más activa y más comprometida con la solución de sus problemas. “Era necesario no solo desarrollar en profundidad los temas de La Franja, sino asumirlos de una manera más comprometida, no solamente como la voz de un individuo sino como la voz de una comunidad indignada, impaciente, que siente que son urgentes las soluciones y que sabe que esas soluciones ya no hay que esperarlas de nadie sino que son decisiones que debe tomar la comunidad”, explica Ospina, uno de los escritores más prestigiosos de Colombia.
“Gabriel García Márquez cuenta en sus memorias que cuando pasó por la plaza de Ciénaga, rumbo a Aracataca, donde iban a vender la casa de la infancia, su madre, Luisa Santiaga, se volvió a señalarle la gran plaza agobiada por el sol y le dijo: 'Mira: ahí fue donde se acabó el mundo'. Esa típica frase del realismo mágico podría ser algo más, podría ser el símbolo grabado en lo profundo de la conciencia de los colombianos”. Así describe Ospina uno de los momentos por los que ha atravesado la historia reciente de Colombia, pero que a la vez deja ver que su ensayo no se limita a una enumeración cronológica de hechos históricos, sino que es una reflexión sobre cada uno de los momentos que le parecen decisivos.
La sociedad entera, asegura Ospina, tiene que presionar y participar para que los pasos que faltan se den y para que esa paz sea benéfica, no solo para las partes que están en contienda, sino para los más excluidos. “Es el comienzo de un proceso arduo, difícil, pero también le transmitirá a la comunidad una esperanza, algo fundamental para que se ponga a trabajar en el proceso de construir una sociedad más solidaria, más próspera, que es el verdadero nombre de la paz”.
Pero Pa que se acabe la vaina, además de criticar a los polítocs es a la vez un esfuerzo por valorar la creatividad de la cultura popular. El título es de por sí un verso de la canción La Gota fría, una canción vallenata compuesta por Emiliano Zuleta Baquero en 1938 y que le ha dado la vuelta al mundo de habla española. “Es un homenaje a la creatividad popular que de todas maneras, también, lanza un desafío a ese otro país adusto, rencoroso, violento, que no nos ha permitido ese florecimiento que merece”.
Ospina también aclara que este ensayo es hijo de un diálogo permanente con amigos, fruto de una conversación comprometida y esperanzada en que Colombia será capaz de superar “las trabas de una dirigencia mezquina y muy a menudo ignorante, desconocedora del país al que gobierna pero al que nunca engrandece”. La clave –dice– es entender que es otra manera de administrar y orientar el país, lo que puede llevarlo a un horizonte distinto.
El escritor colombiano espera que esta nueva reflexión muestre el estado de ánimo de los colombianos, ese algo que está en la atmósfera pero que tal vez pocos pueden expresar en una narración. Y augura que “tarde o temprano lo que era guerra aprenderá a ser diálogo, lo que era violencia aprenderá a ser exigencia y reclamo, lo que era silencio podrá convertirse en relato”.
Zonas de combate en Colombia.

Pa que se acabe la vaina

Fragmento
Al período que va de 1880 a 1930 lo llamamos en Colombia la república conservadora. Corresponde a la Constitución centralista de 1886 y tuvo comienzo con el gobierno de la Regeneración, que sometió al país a una alianza entre los terratenientes y el clero, prohibió la lectura libre durante buena parte del siglo, educó al país en el racismo, la intolerancia con las ideas distintas, la mezquindad como estilo de vida y el irrespeto por los derechos de los ciudadanos.
En el país más mestizo del continente, donde las uniones maritales se daban de hecho entre gentes de todas las razas, no hubo nada más perseguido que el amor libre y nada más discriminado que los hijos de uniones no bendecidas por la Iglesia, que eran seguramente la mayoría. ¿Cómo puede quererse a sí mismo un país que crece en el odio por los indios y los negros, que son el origen irrenunciable de la mayoría de la población? ¿Cómo puede crecer sin intolerancia y sin resentimiento un país donde los hijos del amor son proscritos y considerados ciudadanos de segunda categoría?
Cuando intentaban ser católicos, esos mismos hijos del amor libre se encontraban con la discriminación y el maltrato. De ese modo, muchos seres que hallaban en la doctrina cristiana de amor y de igualdad, de respeto y de compasión, un consuelo frente a las dificultades del mundo y una promesa de dignidad y de afecto vieron burlada su fe íntima por una alianza innoble de los poderes eclesiásticos con los poderes del mundo, y si algo hay que decir es que el Cristo original de los pobres y de los mansos era traicionado por los mercaderes en el propio templo.
Esa es la más grave culpa de la Iglesia católica y de sus viejos prelados, y está en la raíz de todos los males de Colombia. Es el estigma que la Iglesia, aliada de mil maneras con el poder político e incluso con el poder militar, trazó sobre la frente de la nación, y ese es el tamaño de la deuda histórica que ese poder clerical cerrado y fanático tiene con el país, una deuda que no alcanzará a verse compensada con todas sus caridades y sus buenos ejemplos.
Pero también es grande la responsabilidad de la Iglesia en la persecución y satanización del pensamiento liberal, no sólo porque sabía que iba a moderar su influencia sobre los ciudadanos, a proteger a los no creyentes, a los no practicantes y a los hijos de las uniones libres, sino porque iba a poner en cuestión las propiedades de la Iglesia, que en Colombia apenas fueron comparables con las del ejército.
Así contribuyeron las sotanas y las bayonetas a la perpetuación en Colombia de una Edad Media más tenebrosa que en cualquier otro lugar del continente. Basta recordar que hace apenas un cuarto de siglo quienes querían contraer matrimonio civil tenían que ir a cualquiera de los países vecinos, Venezuela, Panamá o Ecuador, porque en Colombia, que vivía envanecida de su supuesta modernidad, el único matrimonio con validez legal era el católico.
Basta pensar que todavía hoy, cuando hasta el pontífice romano predica en Río de Janeiro que nada les conviene tanto a las sociedades como el Estado laico, que permite a las religiones convivir y entregarse a predicar sus valores, a formar a sus fieles en una ética del respeto y la responsabilidad, todavía hoy en el ápice del poder colombiano hay gobernantes que hablan con el dogmatismo de los viejos obispos y sombríos funcionarios cuyas providencias se rigen menos por la Constitución que por la Inquisición.
La élite que heredó la república y la dominó durante dos siglos fue la encargada de perpetuar el discurso colonial. Durante mucho tiempo el modelo escolar estaba hecho para reproducir unas cuantas verdades eternas: que había unas metrópolis a las que había que imitar en todo; que la Iglesia católica era el único credo, fuera del cual no hay salvación; que el matrimonio por la Iglesia era la única fuente de legitimidad social; que Colombia era un país blanco, católico, de origen europeo; que nuestro deber era hablar una lengua de pureza castiza, y que la democracia sólo exigía respeto absoluto por las autoridades, sometimiento total a las normas, obediencia al Estado y a sus fuerzas armadas.
El lenguaje fue pues utilizado inicialmente para unir al país a través de la ortodoxia clerical y la descalificación de toda disidencia. El relato de la nación se articulaba en los púlpitos. Pero como mucha gente quedaba por fuera de ese estatuto ideológico tan cerrado y tan lleno de hipocresía, el poder económico, el poder religioso, el poder de la escuela y el poder del Estado fueron utilizados para someter por cualquier medio a todo aquel que no se sintiera incluido en el orden de la república.
Pero los que se sometían no por ello merecieron ser tratados como ciudadanos. La república no era el nombre de un proyecto nacional coherente sino el nombre de un conjunto de negocios particulares, de proyectos de casta y de iniciativas de los poderosos, y el papel de la comunidad era someterse a sus prioridades, aceptar el lugar de quien no ha sido invitado a la fiesta, y sólo puede estar allí en condición de servidor o de intruso. Hasta un nombre se inventó para los que pretendieron asumir esa condición de igualdad que mentía la doctrina, pero que la realidad continuamente negaba: “igualados”.
Es un fenómeno que podemos advertir en la mezquindad de los espacios públicos. Cuando uno visita Francia o España, Brasil o Argentina, lo primero que advierte es la enormidad y el refinamiento de los espacios hechos para el disfrute de la comunidad: un parque como el de El Retiro en Madrid, espacios como la explanada de los Inválidos en París, como las fuentes de Trocadero ante la torre Eiffel y los sucesivos campos de Marte, espacios como las orillas del río o el Jardín de Luxemburgo muestran a sociedades donde el ciudadano es considerado el principal destinatario de la inversión pública; donde el descanso, la recreación, los encuentros de la comunidad son parte principal de la agenda de gobierno y de las obras públicas.
Uno ve los parques inmensos llenos de obras de arte, los museos, los palacios de justicia, los panteones, los sistemas de transporte, y tiende a decirse que claro, todo eso es posible porque Francia es extensa y rica. Pero después uno reflexiona sobre el tema y recuerda que Francia es un país con la mitad del territorio de Colombia, y que en Colombia los parques son diminutos o inaccesibles, las perspectivas urbanas, mezquinas, las zonas practicables para la comunidad carecen de diseño, de grandeza y de espíritu, hasta el punto de que recién en las últimas décadas han empezado a verse tímidamente espacios como el parque Simón Bolívar en Bogotá, donde se realizan a veces eventos masivos. Y hasta allí es posible advertir que una ciudad de esta magnitud no tiene escenarios para grandes espectáculos, de modo que terminan cobrándoles fortunas a los asistentes por escuchar un concierto entre el frío y el barro, en la más deplorable incomodidad.
Apenas a finales del siglo XX, espantados por las explosiones de violencia en las barriadas, a los administradores se les ocurrió que a lo mejor dándole algo a la comunidad, ofreciendo espacios para la recreación y la cultura, instalando sistemas de transporte mínimamente operantes, podría conjurarse la explosión de una energía social exasperada y sin rumbo. Así, lo que la democracia tendría que haber ofrecido desde el comienzo como un gesto natural hacia la dignidad de las mayorías, porque los espacios públicos son la morada común de la democracia, eran improvisados al final como dádivas para contener las erupciones sociales largamente gestadas en la tiniebla, y hubo quien se extrañara de que esas inversiones no conjuraran en el acto un malestar social madurado por siglos.
Nos hemos permitido llegar a la segunda década del siglo XXI sin un metro en una ciudad de ocho millones de habitantes como Bogotá, para no hablar de ciudades como Cali o Barranquilla, cuyo espacio urbano era propicio para toda clase de obras generosas y que han demorado mucho tiempo la construcción de espacios para la felicidad colectiva. Y hace muy pocos días se reveló que un Estado que invierte fortunas en armas y en ejércitos tiene para todos sus museos en el territorio nacional un presupuesto que sería insuficiente para uno solo. Por eso nadie tiene tanta razón como Fernando Vallejo, el gran impugnador de un orden social irrespetuoso e inicuo, quien ha dicho que lo único que esta dirigencia mezquina y sin sueños le enseñó al país es el arte miserable de dividir una servilleta en cuatro. (…)
* * *
(…) ¿Qué hizo a los dirigentes tan mezquinos y tan capaces de despreciar al pueblo? Seguramente la convicción colonial de que les había tocado administrar un país de tercera categoría, el dolor de no haber nacido en España o en Francia o en los Estados Unidos; tener que resignarse a derivar su riqueza de este suelo y a convivir con lo que siempre llamaron “un país de cafres”. Pero si de ellos dependía que Colombia tuviera obras públicas, espacios bellos, fuentes, parques, monumentos, sitios de la memoria, redes ferroviarias, agricultura, industria, ¿por qué se dedicaban a venerar los lugares lejanos y a envidiar sus excelencias en vez de hacer a su turno, como lo hicieron otros países del continente, ciudades hermosas y obras admirables?
Mi opinión es que el pueblo que les tocó en suerte no les parecía digno de esos esfuerzos. Era mejor poder ir a París, y volver aquí a envanecerse de esos viajes, que construir en este suelo una patria digna, ciudades hermosas y comunidades respetables. El poder del discurso colonial les había calado hasta los tuétanos, y fue por eso que todo lo que salía de las manos y el espíritu del pueblo, la música original de las comunidades, el teatro, las danzas, las artesanías, las narrativas regionales, todo lo que le hiciera algún reconocimiento a la iniciativa popular era descalificado inmediatamente por las cribas de la aristocracia.