El escritor critica a la dirigencia de su país y hace un llamado urgente a la ciudadanía más activa en la solución de sus problemas en su libro Pa que se acabe la vaina
Ospina ya había hecho una mirada del país en un su famoso ensayo ‘¿Dónde está la franja amarilla?/elpais.com |
Uno de los momentos decisivos de la historia de Colombia es ‘El
Bogotazo’, del 9 de abril de 1948, como se conoce al día que asesinaron
al político liberal Jorge Eliécer Gaitán y que fue el detonante de “La
Violencia” entre liberales y conservadores, que encarnaba como hasta
ahora no ha vuelto a ocurrir, las esperanzas de los más pobres. “La
vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948: la nueva no ha nacido
todavía”. Con esa frase contundente, William Ospina regresa a su lado
más analítico, crítico y comprometido con su país a través del libro Pa que se cabe la vaina
(Planeta), una crítica fuerte a la dirigencia colombiana. Justo cuando
Colombia está inmersa en un ambiente electoral, de protestas y en medio
de una negociación de paz con la guerrilla más antigua del continente.
“Gaitán tenía un proyecto de país, que ya en su tiempo era urgente y
en el que se reconoció toda la gente humilde que había sido en Colombia
postergada, excluida, maltratada y malformada por un Estado clerical,
medieval, cerrado a toda modernidad. Si ese proyecto era urgente hace 65
años, cuánto no lo será hoy, porque lo que ocurrió con la muerte de
Gaitán fue la clausura de ese proyecto de modernización de país y, desde
entonces, Colombia no ha hecho más que girar en la noria de sus
violencias, de sus intolerancias, de sus exclusiones, precisamente
porque no ha llegado una propuesta verdaderamente nueva, original y
generosa”, se lamenta Ospina (Padua, Colombia, 1954).
Para Ospina, premio Rómulo Gallegos por su novela El país de la canela,
El Bogotazo cerró una puerta que no se ha vuelto a abrir. Cada década
ha traído nuevos problemas pero nunca grandes soluciones. “…Todos esos
esfuerzos por encontrar un culpable de nuestras pestes evitaba el
problema central: preguntarse quién arrojó a los guerrilleros a la
insurgencia, a los delincuentes al delito, a los pobres a la pobreza, a
los mafiosos al tráfico, a los paramilitares al combate, a los sicarios a
su oficio mercenario, si no una manera de gobernar el país que cierra
las puertas a todo lo que no pertenezca al orden de los escogido”, dice
en su nuevo libro.
Inevitable no mencionar el actual proceso de paz que se adelanta con
la guerrilla de las FARC. Esa fue la primera pregunta que surgió el día
del lanzamiento de libro en Bogotá. Ospina es optimista. “Todos estamos
ansiosos y viviendo la urgencia de que esa guerra termine y que el país
entre en otro camino, que tome otro impulso y encuentre toda esa energía
extraordinaria que hay en él. Basta que este país le brinde a su
comunidad oportunidades, basta de que en este país la vida deje de ser
tan dramáticamente difícil y veríamos el gran país que Colombia puede
ser. Ese acuerdo (con las FARC) es urgente y no va a significar
inmediatamente la paz, pero va a abrir un espacio extraordinario para la
paz verdadera que tiene que ser hecha por todos”, dijo ante un
auditorio lleno de seguidores.
Hace 17 años, William Ospina intentó interpretar la realidad
colombiana –“por entenderla a la luz de la historia del último siglo”–
en un ensayo que llamó ¿Dónde está la franja amarilla?, un
título que hace alusión a los colores de la bandera de su país. El azul y
el rojo han identificado por siglos los partidos políticos
tradicionales, pero faltaba el amarillo, por eso Ospina se preguntó por
esa franja, en una suerte de propuesta para que aquellos que no se
habían manifestado políticamente participaran de la construcción de una
nueva Colombia.
Pero el tiempo ha pasado y los problemas que en ese entonces el
escritor enumeraba más que resolverse se han agudizado. Entonces
escribió Pa que se acabe la vaina,
un lúcido ensayo y un llamado, si se quiere, más enfático, a una
ciudadanía más activa y más comprometida con la solución de sus
problemas. “Era necesario no solo desarrollar en profundidad los temas
de La Franja, sino asumirlos de una manera más comprometida, no
solamente como la voz de un individuo sino como la voz de una comunidad
indignada, impaciente, que siente que son urgentes las soluciones y que
sabe que esas soluciones ya no hay que esperarlas de nadie sino que son
decisiones que debe tomar la comunidad”, explica Ospina, uno de los
escritores más prestigiosos de Colombia.
“Gabriel García Márquez cuenta en sus memorias que cuando pasó por la
plaza de Ciénaga, rumbo a Aracataca, donde iban a vender la casa de la
infancia, su madre, Luisa Santiaga, se volvió a señalarle la gran plaza
agobiada por el sol y le dijo: 'Mira: ahí fue donde se acabó el mundo'.
Esa típica frase del realismo mágico podría ser algo más, podría ser el
símbolo grabado en lo profundo de la conciencia de los colombianos”. Así
describe Ospina uno de los momentos por los que ha atravesado la
historia reciente de Colombia, pero que a la vez deja ver que su ensayo
no se limita a una enumeración cronológica de hechos históricos, sino
que es una reflexión sobre cada uno de los momentos que le parecen
decisivos.
La sociedad entera, asegura Ospina, tiene que presionar y participar
para que los pasos que faltan se den y para que esa paz sea benéfica, no
solo para las partes que están en contienda, sino para los más
excluidos. “Es el comienzo de un proceso arduo, difícil, pero también le
transmitirá a la comunidad una esperanza, algo fundamental para que se
ponga a trabajar en el proceso de construir una sociedad más solidaria,
más próspera, que es el verdadero nombre de la paz”.
Pero Pa que se acabe la vaina, además de criticar a los
polítocs es a la vez un esfuerzo por valorar la creatividad de la
cultura popular. El título es de por sí un verso de la canción La Gota fría, una canción vallenata
compuesta por Emiliano Zuleta Baquero en 1938 y que le ha dado la
vuelta al mundo de habla española. “Es un homenaje a la creatividad
popular que de todas maneras, también, lanza un desafío a ese otro país
adusto, rencoroso, violento, que no nos ha permitido ese florecimiento
que merece”.
Ospina también aclara que este ensayo es hijo de un diálogo
permanente con amigos, fruto de una conversación comprometida y
esperanzada en que Colombia será capaz de superar “las trabas de una
dirigencia mezquina y muy a menudo ignorante, desconocedora del país al
que gobierna pero al que nunca engrandece”. La clave –dice– es entender
que es otra manera de administrar y orientar el país, lo que puede
llevarlo a un horizonte distinto.
El escritor colombiano espera que esta nueva reflexión muestre el
estado de ánimo de los colombianos, ese algo que está en la atmósfera
pero que tal vez pocos pueden expresar en una narración. Y augura que
“tarde o temprano lo que era guerra aprenderá a ser diálogo, lo que era
violencia aprenderá a ser exigencia y reclamo, lo que era silencio podrá
convertirse en relato”.
Pa que se acabe la vaina
Fragmento
Al período que va de 1880 a 1930 lo
llamamos en Colombia la república conservadora. Corresponde a la
Constitución centralista de 1886 y tuvo comienzo con el gobierno de la
Regeneración, que sometió al país a una alianza entre los terratenientes
y el clero, prohibió la lectura libre durante buena parte del siglo,
educó al país en el racismo, la intolerancia con las ideas distintas, la
mezquindad como estilo de vida y el irrespeto por los derechos de los
ciudadanos.
En el país más mestizo del continente,
donde las uniones maritales se daban de hecho entre gentes de todas las
razas, no hubo nada más perseguido que el amor libre y nada más
discriminado que los hijos de uniones no bendecidas por la Iglesia, que
eran seguramente la mayoría. ¿Cómo puede quererse a sí mismo un país que
crece en el odio por los indios y los negros, que son el origen
irrenunciable de la mayoría de la población? ¿Cómo puede crecer sin
intolerancia y sin resentimiento un país donde los hijos del amor son
proscritos y considerados ciudadanos de segunda categoría?
Cuando intentaban ser católicos, esos
mismos hijos del amor libre se encontraban con la discriminación y el
maltrato. De ese modo, muchos seres que hallaban en la doctrina
cristiana de amor y de igualdad, de respeto y de compasión, un consuelo
frente a las dificultades del mundo y una promesa de dignidad y de
afecto vieron burlada su fe íntima por una alianza innoble de los
poderes eclesiásticos con los poderes del mundo, y si algo hay que decir
es que el Cristo original de los pobres y de los mansos era traicionado
por los mercaderes en el propio templo.
Esa es la más grave culpa de la Iglesia
católica y de sus viejos prelados, y está en la raíz de todos los males
de Colombia. Es el estigma que la Iglesia, aliada de mil maneras con el
poder político e incluso con el poder militar, trazó sobre la frente de
la nación, y ese es el tamaño de la deuda histórica que ese poder
clerical cerrado y fanático tiene con el país, una deuda que no
alcanzará a verse compensada con todas sus caridades y sus buenos
ejemplos.
Pero también es grande la
responsabilidad de la Iglesia en la persecución y satanización del
pensamiento liberal, no sólo porque sabía que iba a moderar su
influencia sobre los ciudadanos, a proteger a los no creyentes, a los no
practicantes y a los hijos de las uniones libres, sino porque iba a
poner en cuestión las propiedades de la Iglesia, que en Colombia apenas
fueron comparables con las del ejército.
Así contribuyeron las sotanas y las
bayonetas a la perpetuación en Colombia de una Edad Media más tenebrosa
que en cualquier otro lugar del continente. Basta recordar que hace
apenas un cuarto de siglo quienes querían contraer matrimonio civil
tenían que ir a cualquiera de los países vecinos, Venezuela, Panamá o
Ecuador, porque en Colombia, que vivía envanecida de su supuesta
modernidad, el único matrimonio con validez legal era el católico.
Basta pensar que todavía hoy, cuando
hasta el pontífice romano predica en Río de Janeiro que nada les
conviene tanto a las sociedades como el Estado laico, que permite a las
religiones convivir y entregarse a predicar sus valores, a formar a sus
fieles en una ética del respeto y la responsabilidad, todavía hoy en el
ápice del poder colombiano hay gobernantes que hablan con el dogmatismo
de los viejos obispos y sombríos funcionarios cuyas providencias se
rigen menos por la Constitución que por la Inquisición.
La élite que heredó la república y la
dominó durante dos siglos fue la encargada de perpetuar el discurso
colonial. Durante mucho tiempo el modelo escolar estaba hecho para
reproducir unas cuantas verdades eternas: que había unas metrópolis a
las que había que imitar en todo; que la Iglesia católica era el único
credo, fuera del cual no hay salvación; que el matrimonio por la Iglesia
era la única fuente de legitimidad social; que Colombia era un país
blanco, católico, de origen europeo; que nuestro deber era hablar una
lengua de pureza castiza, y que la democracia sólo exigía respeto
absoluto por las autoridades, sometimiento total a las normas,
obediencia al Estado y a sus fuerzas armadas.
El lenguaje fue pues utilizado
inicialmente para unir al país a través de la ortodoxia clerical y la
descalificación de toda disidencia. El relato de la nación se articulaba
en los púlpitos. Pero como mucha gente quedaba por fuera de ese
estatuto ideológico tan cerrado y tan lleno de hipocresía, el poder
económico, el poder religioso, el poder de la escuela y el poder del
Estado fueron utilizados para someter por cualquier medio a todo aquel
que no se sintiera incluido en el orden de la república.
Pero los que se sometían no por ello
merecieron ser tratados como ciudadanos. La república no era el nombre
de un proyecto nacional coherente sino el nombre de un conjunto de
negocios particulares, de proyectos de casta y de iniciativas de los
poderosos, y el papel de la comunidad era someterse a sus prioridades,
aceptar el lugar de quien no ha sido invitado a la fiesta, y sólo puede
estar allí en condición de servidor o de intruso. Hasta un nombre se
inventó para los que pretendieron asumir esa condición de igualdad que
mentía la doctrina, pero que la realidad continuamente negaba:
“igualados”.
Es un fenómeno que podemos advertir en
la mezquindad de los espacios públicos. Cuando uno visita Francia o
España, Brasil o Argentina, lo primero que advierte es la enormidad y el
refinamiento de los espacios hechos para el disfrute de la comunidad:
un parque como el de El Retiro en Madrid, espacios como la explanada de
los Inválidos en París, como las fuentes de Trocadero ante la torre
Eiffel y los sucesivos campos de Marte, espacios como las orillas del
río o el Jardín de Luxemburgo muestran a sociedades donde el ciudadano
es considerado el principal destinatario de la inversión pública; donde
el descanso, la recreación, los encuentros de la comunidad son parte
principal de la agenda de gobierno y de las obras públicas.
Uno ve los parques inmensos llenos de
obras de arte, los museos, los palacios de justicia, los panteones, los
sistemas de transporte, y tiende a decirse que claro, todo eso es
posible porque Francia es extensa y rica. Pero después uno reflexiona
sobre el tema y recuerda que Francia es un país con la mitad del
territorio de Colombia, y que en Colombia los parques son diminutos o
inaccesibles, las perspectivas urbanas, mezquinas, las zonas
practicables para la comunidad carecen de diseño, de grandeza y de
espíritu, hasta el punto de que recién en las últimas décadas han
empezado a verse tímidamente espacios como el parque Simón Bolívar en
Bogotá, donde se realizan a veces eventos masivos. Y hasta allí es
posible advertir que una ciudad de esta magnitud no tiene escenarios
para grandes espectáculos, de modo que terminan cobrándoles fortunas a
los asistentes por escuchar un concierto entre el frío y el barro, en la
más deplorable incomodidad.
Apenas a finales del siglo XX,
espantados por las explosiones de violencia en las barriadas, a los
administradores se les ocurrió que a lo mejor dándole algo a la
comunidad, ofreciendo espacios para la recreación y la cultura,
instalando sistemas de transporte mínimamente operantes, podría
conjurarse la explosión de una energía social exasperada y sin rumbo.
Así, lo que la democracia tendría que haber ofrecido desde el comienzo
como un gesto natural hacia la dignidad de las mayorías, porque los
espacios públicos son la morada común de la democracia, eran
improvisados al final como dádivas para contener las erupciones sociales
largamente gestadas en la tiniebla, y hubo quien se extrañara de que
esas inversiones no conjuraran en el acto un malestar social madurado
por siglos.
Nos hemos permitido llegar a la segunda
década del siglo XXI sin un metro en una ciudad de ocho millones de
habitantes como Bogotá, para no hablar de ciudades como Cali o
Barranquilla, cuyo espacio urbano era propicio para toda clase de obras
generosas y que han demorado mucho tiempo la construcción de espacios
para la felicidad colectiva. Y hace muy pocos días se reveló que un
Estado que invierte fortunas en armas y en ejércitos tiene para todos
sus museos en el territorio nacional un presupuesto que sería
insuficiente para uno solo. Por eso nadie tiene tanta razón como
Fernando Vallejo, el gran impugnador de un orden social irrespetuoso e
inicuo, quien ha dicho que lo único que esta dirigencia mezquina y sin
sueños le enseñó al país es el arte miserable de dividir una servilleta
en cuatro. (…)
* * *
(…) ¿Qué hizo a los dirigentes tan
mezquinos y tan capaces de despreciar al pueblo? Seguramente la
convicción colonial de que les había tocado administrar un país de
tercera categoría, el dolor de no haber nacido en España o en Francia o
en los Estados Unidos; tener que resignarse a derivar su riqueza de este
suelo y a convivir con lo que siempre llamaron “un país de cafres”.
Pero si de ellos dependía que Colombia tuviera obras públicas, espacios
bellos, fuentes, parques, monumentos, sitios de la memoria, redes
ferroviarias, agricultura, industria, ¿por qué se dedicaban a venerar
los lugares lejanos y a envidiar sus excelencias en vez de hacer a su
turno, como lo hicieron otros países del continente, ciudades hermosas y
obras admirables?
Mi opinión es que el pueblo que les tocó
en suerte no les parecía digno de esos esfuerzos. Era mejor poder ir a
París, y volver aquí a envanecerse de esos viajes, que construir en este
suelo una patria digna, ciudades hermosas y comunidades respetables. El
poder del discurso colonial les había calado hasta los tuétanos, y fue
por eso que todo lo que salía de las manos y el espíritu del pueblo, la
música original de las comunidades, el teatro, las danzas, las
artesanías, las narrativas regionales, todo lo que le hiciera algún
reconocimiento a la iniciativa popular era descalificado inmediatamente
por las cribas de la aristocracia.