Durante una conferencia en el Sixth Floor Museum de Dealey Plaza ,Dallas, varios han relatado cómo vivieron el suceso
Jack Ruby dispara a Lee Harvey Oswald en el momento que le trasladaban a prisión (24 de noviembre de 1963). / Jackson/elpais.com |
Puede que el presidente ya estuviera muerto cuando entró en la sala de
emergencias del hospital Parkland de Dallas (Texas). Así al menos lo
cree el doctor Ronald C. Jones, quién luchó contra lo obvio por intentar
reanimar el corazón que ya no latía del mandatario. Hasta aquel 22 de noviembre,
la sala de Trauma 1 del hospital solo había recibido heridos en
accidentes de coche o por peleas entre borrachos. Pero ese viernes
soleado tuvo un herido de muerte inesperado. Jones se acababa de sentar a
tomar su almuerzo en la cafetería del hospital cuando la megafonía del
centro médico reclamó a todos los doctores a la sala de emergencias.
Cuando el equipo médico comenzó a intentar resucitar a Kennedy –con
una traqueotomía; inyectándole fluidos; ejercitando masajes cardíacos
sobre su pecho- no se percató de que una bala había seccionado parte del
cráneo del presidente porque su cabeza reposaba sobre la camilla.
Haciéndose paso entre “un caos organizado”, explica Jones detallando la
mucha gente que había en la pequeña sala, Jacqueline Kennedy,
callada pero decidida, entregó a una enfermera parte de la masa
cerebral de su esposo que guardaba con celo en un puño. Luego se
acurrucó en una esquina. Sin soltar una lágrima. No lloraría hasta que
se despidió de Jack con un beso y colocó su alianza de matrimonio en el
dedo meñique de su marido. El presidente era declarado cadáver 12
minutos después de entrar en la sala de emergencias. Era la 1 de la
tarde en Texas, mediodía en la Casa Blanca en Washington.
Jones tiene hoy 80 años, era un joven médico de 30 cuando el
presidente de Estados Unidos murió en sus manos. “Sin duda aquel día
tuvo un gran impacto en todos los allí presentes”, recuerda el doctor,
que esta semana ha asistido, junto a otros testigos del asesinato, a una
conferencia organizada por el Sixth Floor Museum de Dealey Plaza.
Mucho se ha hablado de Dealey Plaza; del deposito de libros desde cuya sexta planta Lee Harvey Oswald disparó contra Kennedy;
de la famosa Grassy Knoll, la explanada de hierba junto a la que cayó
tiroteado Kennedy que ha dado paso a tantas y tantas teorías de la
conspiración. Pero Parkland no ha ocupado el lugar que le corresponde en
la memoria colectiva, a pesar de que el ataúd que contenía los restos
mortales del mandatario salió de allí y a pesar de que el asesino del
presidente acabaría muriendo en la sala contigua a la que lo hizo
Kennedy.
Lejos estaba de imaginar Jones que dos días después, la vida del
verdugo del presidente estaría en sus manos. Cuando el cuerpo herido de
bala de Lee Harvey Oswald entró en la zona de emergencias,
la jefa de enfermeras dijo: “Viva o muera no lo quiero en esta sala”,
en referencia a la habitación que Kennedy ocupó solo 48 horas antes, por
lo que fue trasladado a la sala de Trauma 2. Los médicos operaron a
Oswald durante más de hora y media intentado arreglar el daño que una
bala del calibre 38 había hecho a su estómago. No lo consiguieron. Su
muerte se certificaba a las 13.07.
A diferencia del cadáver de Kennedy,
el cuerpo de Oswald permaneció en Texas para que se le practicara allí
la autopsia, como ordena la ley del Estado. Sobre este punto hubo
momentos de tensión tras la muerte del presidente. El forense de
Parkland intentó que el cadáver no fuera sacado del hospital pero el
Servicio Secreto se apresuró a trasladarlo al Air Force One y llevarlo a
Washington, donde le sería practicada la autopsia en el Hospital Naval
de Bethesda (a las afueras de la capital), ya que Kennedy había servido
en la Armada durante la II Guerra Mundial.
Cuando el cuerpo herido de bala de Oswald, la jefa de enfermeras dijo: “Viva o muera no lo quiero en esta sala”
Como si de una secuencia de vidas entrecruzadas se tratara,
Bob Jackson acababa de capturar pocas horas antes de la muerte de
Oswald la imagen que le valdría el premio Pulitzer de Fotografía en
1964. Como fotógrafo del Dallas Times Herald, Jackson estaba
apostado en el sótano del cuartel de la policía a la espera de que las
fuerzas del orden trasladasen a Oswald a la cárcel del condado. Dos días
antes, Jackson sintió que había fracasado en su misión al dejar la
caravana presidencial en la que viajaba creyendo que podía ver salir del
depósito de libros al asesino del presidente. No fue así. Todo lo que
alcanzó a ver fue un rifle en la famosa ventana del sexto piso, pero
cuando se dispuso a tomar su cámara para intentar plasmar lo que veía,
se percató de que había sacado la película y no tenía film. Por el
contrario, no llegó a tiempo a Parkland para fotografiar a un Kennedy
moribundo sacado de la limusina presidencial.
Pero la historia le guardaba una fotografía para la posteridad,
“porque no creo que aunque hubiera tenido película suficiente hubiera
capturado la imagen del rifle de Oswald”, reconocía esta semana Jackson,
consolándose. Jackson disparó su cámara en el momento justo en el que
Jack Ruby, dueño de un club nocturno con conexiones con el hampa,
disparaba contra Oswald. La imagen quedó congelada para la historia.
Respecto a las cámaras de televisión, se acababa de filmar, por primera
vez, un asesinato en directo.
W. E. Gene Barnett y Eugene Boone conocían ambos a Ruby. El primero,
en su función de policía, le detuvo en una ocasión en relación con una
pelea. Barnett también fue el agente del orden que más cerca estaba del
depósito de libros el día del asesinato. Hoy todavía se culpa porque no
tuvo los reflejos de cerrar las puertas de ese edifico y haber impedido
que Oswald saliera.
Boone, antes de ser adjunto del sheriff, había trabajado en el diario Dallas Times Herald
y conoció al empresario, quien según el número dos del sheriff no
pagaba a tiempo la publicidad de sus clubes que contrataba en el
periódico. Boone fue quién descubrió el rifle que empleó Oswald,
escondido entre cajas de cartón en el depósito de libros que hoy es un
museo. “No toqué en ningún momento el arma, solo avisé de que estaba
allí”, explica este hombre de fuerte acento tejano.
Sentado entre Barnett y Boone está hoy en el panel de testigos Rickey
Chism, un hombre negro que tenía tres años el día del magnicidio.
Rickey había acudido con su padre –ya fallecido- y su madre –que no pudo
asistir a la conferencia en Dallas- a ver la caravana presidencial y al
presidente todo lo cerca que fuera posible. “Mi madre creía que Kennedy
era el hombre más guapo de la tierra”, declara Chism provocando risas
entre la prensa que asiste al acto.
Nada más cometerse el crimen, y sin saber lo que había sucedido, la
policía tumbó en el suelo y arrestó al padre de Rickey, John Chism. Este
estuvo dos días en una celda antes de que le pusieran en libertad.
Rickey descubrió que había sido testigo del asesinato que conmocionó a
EE UU porque un día vio su fotografía en un libro de historia. Entonces
preguntó a su madre qué había pasado y esta le relató el episodio. Pero
sus padres guardaron siempre un silencio hermético sobre aquel trágico
día. “Tenían miedo, la gente que vio lo que sucedía acababa muerta”,
explica Chism, que sin decir las palabras pone el tema del racismo sobre
la mesa. “Otras familias que vieron lo que sucedió contaron su historia
en televisión, a nosotros nunca nos llamaron”.