Una experiencia cultural que desde el riesgo plantó unos cimientos de
acción políticos que más tarde, como acaeció con parte de los
movimientos de los años sesenta, engulló el capitalismo para su propio
beneficio.
Como performer el libro me
interesó desde el principio. Salir al escenario, involucrar a personas y
hacerlas pensar es muy complicado y suele acarrear alegrías y
frustraciones a partes iguales. En el libro del escritor colombiano la
labor de Julian Beck y Judith Malina
se disecciona enfocándola en el contexto de su época para comprenderla
sin grietas y una envidiable precisión. Tras pedir un par de cafés nos
ponemos manos a la obra. Enciendo la grabadora.
Mientras leía el libro notaba
que junto al rigor incluías una parte emocional en la escritura. ¿Cómo
te decidiste por abordar el tema del Living Theatre?
Fue casual. En el libro previo que escribí, un seguimiento de
las vanguardias del siglo XX, me crucé con el teatro de guerrillas. Eran
descendientes del dadaísmo y tenían mucha influencia Beat. Escarbé un
poco y me sorprendió ignorar tanto quienes habían sido Julian Beck y
Judith Malina. Fueron importantísimos y eso me intrigó, sobre todo saber
porque el Living Theatre había pasado al olvido tras estar durante dos
décadas en la primera línea de los debates culturales de la época.
¿Y por qué crees que cayeron en el olvido?
Tengo una sospecha. En 1968 y 1969, cuando hacen Paradise Now,
la contracultura vive un momento de división muy claro. Unos dejan de
creer en el arte como un instrumento de cambio y se inclinan por la
violencia. Los niños de las flores tienen que sacar espinas, hasta que
la sociedad no sienta lo que siente un campesino rociado por napalm no
habrá un cambio de conciencia. Por otra parte hubo otro sector que se
desentendió de la política y adoptó actitudes más pop: hedonismo,
experimentación con drogas, psicodelia y placer sexual. El Living se
quedó en la mitad. Eran pacifistas radicales pero estaban en contra del
uso de la violencia.
Taurus
En este sentido me parece muy interesante su rechazo a Broadway. Al negar ese templo se apartan del círculo de reconocimiento.
Totalmente. Paradise Now era la versión hardcore de Hair,
la versión light del estilo hippy. Hasta el día de hoy se pone en
escena. Se empaquetó en un producto de fácil acceso muy seductor que aún
deslumbra. En cambio Julian y Judith hicieron un espectáculo
desafiante, agresivo para algunos donde las pasiones se desbordaban y lo
que pasaba en el teatro era caótico y azaroso, impredecible, algo mucho
más difícil de digerir.
Para ellos cada obra tiene un componente ritual muy fuerte y pese a partir del mismo objetivo cada representación era diferente.
Introducían muchos cambios en cada obra. No había un guión,
estaban escritos los parlamentos, pero pese a la existencia de ciertos
rituales, visiones y convenciones las acomodaban al lugar donde
actuaban.
Y hablan con personas y entidades de los lugares donde actuaban para contrastar problemáticas.
Sí, porque de este modo ponían esas problemáticas en escena
para provocar al público e implicarlo en la representación. Una vez
actuaron en un recinto judío y pusieron en escena el conflicto
palestino. Siempre era distinto. Dependiendo del público podía ser un
ritual dionisíaco o un gran aburrimiento.
Eso es normal, porque
dependiendo del público y del lugar las reacciones son distintas a
partir de las costumbres del sitio y la formación cultural del
espectador.
Intentaban actuar en universidades para dar con público joven.
En sus obras querían promover una experiencia tan intensa que permitiera
cambiar las conciencias. Al final de las obras el espectador debía ser
capaz de decir no porque había visto la verdad y no aguantaba más la
mentira de la vida capitalista.
Todo acto cultural tiene una potencialidad muy fuerte de ser un acto político.
Y eso ellos lo sacan de Brecht, Piscator y Artaud. Para ellos
el teatro tenía que ser político. El arte importaba poco, lo fundamental
era el mensaje y el efecto político. A veces lograban esa politización.
El problema es si el efecto era duradero. La sensación de fracaso que
tuvieron fue por los efectos en el tiempo de su obra.
Se frustran.
Mucho. Los estudiantes iban de forma masiva a sus espectáculos,
pero a la larga no abandonaban la universidad, no dejaban el sistema y
terminaban graduándose hasta convertirse en profesionales exitosos con
otra escala de valores. Ese fue su triunfo, la sociedad cambió para bien
después de los sesenta, el mundo se volvió más flexible.
La conquista de lo Cool habla de
esta transformación. Los mecanismos de lo hippie son adoptados por la
sociedad burguesa y devienen factores inofensivos porque se banalizan.
Eso es, y hasta la palabra revolución se vuelve un gancho
comercial. Desde principios de los sesenta si un publicista no quería
hacer una revolución no valía ni vendía nada. ¿Por qué? La modernidad
cultural del siglo XX tuvo dos fuerzas muy visibles: el arte de
vanguardia y el capitalismo. Eran enemigos a muerte, pero lo eran porque
se negaban a ver que tenían espacios muy similares como apostar por lo
nuevo y romper con el pasado.
Las vanguardias quisieron ser
legitimadas. Después de 1918 Picasso deja de ser un paria, surgen
compradores ricos de sus obras y es aceptado por el Mercado.
Dalí es quien lo hace de forma más evidente. Los empresarios
querían hacer lo mismo que los vanguardistas. Todo lo que heredas no
sirve, necesitas algo nuevo, por eso la vanguardia funcionó mientras
estaba enemistada con el capitalismo. Breton prohibía a sus seguidores
vivir de su arte porque debían permanecer puros. Dalí es quien provoca
que los caminos de estas dos antípodas se crucen.
El Living conoce todos estos
matices. Son amigos de Dalí y de gente de la contracultura, pero a
diferencia de muchos pecan de ingenuidad por idealismo.
Siempre fueron estrictamente fieles a sus ideas y postulados
por una ingenuidad que los hacía puros. Nunca entraron al Mercado con
sus obras de teatro. Al final, por desesperación, entraron en Hollywood e
hicieron ciertos papelitos bastante cutres para evitar la quiebra.
Julian Beck actuó en Poltergeist, justo un año antes de morir, como reverendo satánico.
Al ver en el libro que Jim
Morrison fue de los únicos que los apoyó pensé en cómo compartían
postulados, pues una vez una compañía automovilística propuso al grupo
usar una canción y sólo él rechazó la propuesta, no quería venderse.
Él vio en L.A. varias obras del Living. Se quedó fascinado con Paradise Now y en un concierto en Miami decidió imitarlos. Hizo un happening y eso le costó su carrera.
En el escenario Morrison tenía
un punto de performer chamánico. En cambio Bowie sabía que toda su
performance escénica estaba planificada como objeto de consumo. Entre
ambas vertientes medían tres años, que son los que van de Paradise Now
al fracaso brasileño del Living, de la apoteosis del 68 a la asunción
capitalista de los valores hippies.
Y eso es vital. Judith y Julian lo ven muy claro. Todo el arte
en que creyeron ha pasado a fortalecer el sistema, que se nutre de los
mensajes de rebelión juvenil, espontaneidad y hedonismo. Los tratan como
objetos de consumo. Las nuevas generaciones quieren vivir con lo mejor
de los dos mundos, con trabajo burgués más placeres y aventuras hippies.
Y ellos llegan a plantearse con el tiempo si su gira de Paradise Now tuvo sentido porque el público universitario era burgués.
Y la platea, el teatro, también lo era. Los dueños de los
mismos son el capital o el Estado. Si querían que la gente saliera a la
calle a hacer la revolución no tenía sentido empezar en el teatro, en
cambio sí lo tenía partir de la misma calle. Cuando se van a Brasil no
tienen ni idea de nada, no conocen la situación política, no saben qué
el país está regido por una dictadura, pero sí tienen claro que actuarán
en la calle, en las favelas y entre los pobres.
Pasolini hablaba de la periferia
de las ciudades como el tercer mundo del primer mundo y ama a esas
gentes porque cree que aún no se han corrompido al mantener la pureza.
Contempla a esos marginados como entes donde el mensaje social podrá
cuajar mejor. ¿Lo del Living en Brasil se enmarca en esta perspectiva?
Una vez se frustran con el estudiante como clase revolucionaria
van en busca de los pobres y los oprimidos del tercer mundo. Es una
experiencia quijotesca. Pretenden liberar a la gente de una dictadura
latinoamericana con obras de teatro. Es el sueño más absurda. No tenían
ni idea de lo que era una dictadura latinoamericana. Ellos, como
Ginsberg en Howl, pensaban que Estados Unidos era Moloch, un monstruo
autoritario y represor que devoraba a sus hijos. Cuando llegan a Brasil y
descubren una realidad mucho más cruenta desde la amenaza continua
alucinan.
Y sin que ellos supieran nada
desde su superioridad occidental en Brasil se creó un caldo de cultivo
vanguardista interesante en teatro y música que usaba sus armas de forma
eficaz.
La vanguardia brasileña es fantástica. Su mito fundacional fue
la semana moderna de 1922. Dinamizaron las capitales hasta que Getulio
Vargas las sepultó por un nuevo nacionalismo. José Celso Martínez lleva
al Living a Brasil mientras rescata al poeta Oswald de Andrade. El
vanguardista por excelencia. Al mismo tiempo surgen los músicos de
Tropicalia, los poeta concretos o el Cinema Novo. De 1964 a 1968 la
dictadura no persiguió a los músicos. Después sí, con el quinto acto
institucional, el golpe dentro del golpe, radicaliza la dictadura,
elimina la fachada democrática y provoca una cerrazón espantosa donde
los artistas son perseguidos.
Ellos van a Brasil como
liberadores. Durante el Franquismo muchos exiliados pensaban desbaratar
la dictadura desde fuera, pero fueron los de dentro quienes lograron
abrirle grietas porque conocían mejor los mecanismos.
Ellos no tenían ni idea de Brasil ni de la dictadura, ni de su
arbitrariedad ni de las torturas policiales. Con sus obras se exponían,
pero pasaban desapercibidos porque para los militares ver a unos hippies
hacer rituales entre los pobres les importaba un pepino, no les
resultaba una amenaza. Si les preocupa que abran una casa en Ouro Preto,
un pueblo pequeño, que se convierta en centro de peregrinaje hippie, un
fermento de libertad que imponga un guión moral distinto al de la
iglesia y los militares. Temen el contagio.
El poder sabe parar estos contagios y así se produce la expulsión de esa quimera.
La experiencia del Living demuestra cómo ante el poder sin
bridas el arte tiene muy poco que hacer, siempre va a ser sofocado. Una
obra de teatro no cambiará la Constitución ni detendrá un tanque, pero
sí preparar un estado de ánimo, un tipo de aspiraciones que en función
de cómo se ablande el poder pueda manifestarse. La lucha de los artistas
de vanguardia en Brasil preparó cierto estado de ánimo, cierto nivel de
aspiración libertaria que cuando el sistema da un espacio de libertad
lo aprovechan. De ese modo hubo una manifestación masiva para pedir
elecciones, un ataque directo a la dictadura para restablecer la
democracia. Eso tardó, pero llegó, y en parte fue posible por la semilla
plantada por los artistas.
Ahora en muchas manifestaciones
se introduce ese componente teatral callejero, desde pequeñas perfos
hasta batucadas, elementos que pese a estar insertados en un acto
político parece que se quiera privilegiar su aspecto estético, lo que
elimina su teórico nivel transgresor.
Los herederos no han sabido asimilar el mensaje. Las
manifestaciones y las revueltas se han convertido en eventos lúdicos que
reeditan el mensaje del 68 desde las consignas hasta las pintadas
ingeniosas. Su efecto público es limitado, quizá sea distinto a nivel
privado hasta dar lugar a transformaciones personales de quien participa
y empieza a vislumbrar caminos distintos a los dictados por la
sociedad, que es bastante resistente a estas metamorfosis.
La interacción que el Living
plantea se anula cada vez más porque el capitalismo no quiere ir al
colectivo y tiene al individuo como presa.
En los sesenta los situacionistas denunciaron el espectáculo.
Nos habíamos convertido en consumidores pasivos de objetos artísticos
que comprábamos, veíamos y servían para entretenernos sacándonos del
mundo. En vez de convertirnos en agentes políticos deveníamos tonto
viendo cosas que no vivíamos. La aventura debía vivirse más allá de la
pantalla, esa fue la lucha situacionista. Ahora nuestro repertorio vital
es mucho más amplio que el de las personas de 1950. Hay más variedad, y
esto se ve hasta en las relaciones sexuales, donde los tríos no
escandalizan a nadie y nadie debe meterse contigo si optas por
relaciones distintas. En eso el Living contribuyó.
Hoy lo de los tontos que no
viven cosas mientras las miran puede aplicarse a Facebook, donde se da
me gusta a un botón sin actuar de verdad en la transformación social o
artística. Pero vayamos terminando. El Living es un canto del cisne de
la posibilidad del arte como factor revolucionario.
Con ellos el arte vive una de sus últimos intentos de querer
ser revolucionario. No derrocarán gobiernos, pero el arte puede aspirar a
cambiar valores. Eso es un cambio puntual que operará en individuos muy
concretos. Los cambios del arte en la sociedad son lentos. La
vanguardia empezó con poco público y no logró ser masiva hasta al cabo
de mucho tiempo. Su contagio y persuasión fue a paso de tortuga.
Su legado estético se banaliza.
El capitalismo lo invade y lo vuelve inofensivo, se ve en publicidad, en
redes sociales o en cualquier aspecto estético y visual de nuestro
tiempo.
Eric Hobsbawm era muy crítico con la vanguardia, decía que sólo
había dejado estrategias de marketing, como promocionar una idea a
través del escándalo y la rebelión. En eso tenía razón. Marinetti y
otros mediante la transgresión y la autopromoción lograban llamar la
atención. Pero lo importante es el cambio en la escala de valores que
convierte la vanguardia en una fuerza cultural de cambio social no
inmediato. Todas las vanguardias, del dadaísmo al Living, fracasaron,
pero en conjunto la guerra que dieron durante décadas sí logró movilizar
la sociedad. La prueba somos nosotros. Judith protestó contra las
pruebas nucleares y la metieron en un sanatorio. Ahora eso es o debería
ser imposible.