El
Premio Rómulo Gallegos otorgado al escritor colombiano Pablo Montoya
confirma el buen momento por el que atraviesa el género histórico.
Semblanza del autor
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Pablo Montoya, de 52 años, obtuvo el
premio Rómulo Gallegos por Tríptico de la infamia, un historia sobre
tres pintores que son testigos de los horrores del siglo XVI por culpa
de la religión y la ambición. El próximo 2 de agosto recibirá la
distinción en Caracas, Venezuela./semana.com, elespectador.com |
Pablo Montoya: la reinvención del
pasado El escritor colombiano que ganó el jueves el Premio
Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en semblanza de un colega y
paisano de Barrancabermeja.
Tríptico de la infamia es la punta del iceberg de una obra
fascinante. Una obra llena de perplejidades y asombros que exploran la
memoria y el exilio a través de la poesía, el cuento, la novela y el
ensayo.
Son muchos los caminos que tiene ante sí el
novelista que se arriesga a narrar eventos históricos. Uno es ceñirse a
ellos y convertir la escritura en una indagación arqueológica de algunas
verdades añejadas por el tiempo. Contar el pasado tal como dicen que
ocurrió, pues hacerlo de otra forma es traicionarlo. Otro camino es
tomar la historia como punto de partida. Asumir el pasado como un
pretexto que puede ser reinventado a través de la imaginación y los
recursos propios del lenguaje literario.
En el caso de Pablo
Montoya, los géneros literarios han sido exploraciones creativas para
recrear el pasado y dotar de humanidad a unos personajes que se
acartonaban en los libros de historia. Hace poco, en la mesa de la Filbo
2015 titulada “Cuando la historia se vuelve novela”, Montoya hacía
énfasis en este aspecto: en la posibilidad que brinda la literatura de
dotar de vida y traer a la actualidad unos hechos que se pierden entre
las frías estadísticas y las interpretaciones sociológicas.
Y es que el autor de ficciones pone en evidencia una
paradoja: los hechos no son lo más importante. Lo verdaderamente
importante es aquello que pasa por el filtro de la subjetividad de los
personajes. El narrador se escribe y se describe, se oculta y se desnuda
a través del mundo que perciben sus personajes.
Dice el Ovidio de Pablo Montoya en Lejos de Roma:
“Antes escribía con jactancia (…) Ahora lo hago con escepticismo, con
la certeza de que nadie me leerá. Ahora es cuando verdaderamente
escribo, cuando puedo decir que con la escritura llego a mí mismo (…).
Ahora sé que la poesía es la palabra del desplazado, la del desarraigo y
la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible
tocar el secreto del poema”.
Esta imagen es clave en su obra. “El
exilio -afirma su Ovidio- oscurece, pero al mismo tiempo ilumina.
Aplasta, pero nos torna irónicos o sabiamente rencorosos en la derrota.
Es una luz que ayuda a ver la profundidad de la herida en los flancos de
nuestra ánima”.
Pablo Montoya pertenece al tipo de exiliado que
tuvo que aprender una nueva lengua, el francés, y en su caso, este
aprendizaje supuso un viaje intelectual y afectivo a la cultura
francesa. Allí realizó estudios de maestría y doctorado en literatura
latinoamericana en París (Universidad Sorbonne Nouvelle Paris 3). Y su
estadía en Francia fue una forma dolorosa de acercarse al conocimiento
de sí mismo y de su lugar en el mundo. La literatura fue el camino para
conjurar la inevitable sensación de pérdida que dejan las ausencias.
La
angustia, la desesperación que siente el Sabio Caldas al ser condenado a
muerte, le sirvió de punto de partida para expresar el horror de la
violencia y la belleza entrañable de la naturaleza: “¿Cómo desmitificar
la naturaleza americana? -Se pregunta el narrador de Los derrotados-
¿Cómo despojarla del boato del sustantivo, de la retórica del adjetivo,
de la solemnidad del adverbio? ¿Cómo quitarle su permanente toque de
realidad idealizada para que por fin deje de ser la hija mimada de la
poesía?”.
Y será en Tríptico de la infamia donde resuelva
con audacia estos interrogantes. Lo hace a partir de los puntos de
vista de tres pintores europeos: Jacques Le Moyne, François Dubois y
Théodore de Bry, a través de los cuales narra las heridas fundacionales
que viajan de Europa hasta América en el siglo XVI. “Le Moyne hizo un
compendio de su imaginación. Estableció un puente que unía, a su modo,
la reluciente vigilia americana con los viejos sueños europeos”.
Dubois,
exiliado en Ginebra, escarba en el dolor de su memoria para pintar la
masacre de San Bartolomé y pinta a su mujer, “Ysabeau, en este teatro de
la crueldad. Ella está sola y sin ropa. De su vientre emerge la
desnudez impúdica de mi hijo”.
De Bry, pintor del exterminio indígena en la Conquista, cuyos grabados ilustraran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias,
de Bartolomé de las Casas, afirma en la novela: “La realidad siempre
será más atroz y más sublime que sus diversas formas de mostrarla. Creo
que todo intento de reproducir lo pasado está de antemano condenado al
fracaso, porque sólo nos encargamos de plasmar vestigios, de iluminar
sombras, de armar pedazos de vidas y muertes que ya fueron y cuya
esencia es inasible (…) ¿Bastan diecisiete grabados para redimir la
infamia que la violencia provoca?”.
Montoya y una obra de Dubois
Le
masacre de la Saint-Barthélemy, de Francois Dubois, se menciona en un
fragmento de Tríptico de la infamia: “El espacio se va llenando de
soldados y armas. ¿Cuántos son? No lo sé. Debería pintar a los asesinos,
pero no cabrían en esta arena en donde debe formarse una coreografía de
la abominación. ¿Cuáles son sus armas? Picas, alabardas, arcabuces,
puñales, pistolas, garrotes, espadas. Las bocas que insultan y
desprecian antes de que las manos ultimen. Pero las mías tiemblan.
Siento cansancio y ni siquiera me he ocupado del río y de los cuerpos
que caen en sus aguas. ¿Cuándo debo hacerlo? Tampoco lo sé. Me
sobreviene una nueva fatiga y quiero parar de pintar y decirles a ellos,
a esa multitud de espectros que todavía no son imágenes, que soy un
cobarde, un miserable que no ha logrado trascender los colores y las
formas, y que, anclado en la impotencia, solo quiere morirse y nada
más”.
Nahum Montt. Escritor colombiano.Autor de las novelas “El eskimal y la mariposa” (Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá 2004) y Lara (Alfaguara, 2008). y su reciente novela sobre Cervantes: Hermanos de tinta,2015
Tríptico de la infamia, la novela que le mereció esta semana el Premio
Rómulo Gallegos al escritor Pablo Montoya, iba a llamarse en un
principio Los pintores. Bajo ese nombre Montoya presentó este proyecto
de novela histórica a concursar en la beca de creación artística de la
Alcaldía de Medellín y se llevó el premio. Corría 2007.
“Cuando uno es jurado tiene que ser lanzado y decir ‘esta es mi carta
ganadora’. Eso hice con los otros dos jurados, les dije ‘yo tengo la
novela ganadora, se llama ‘Los pintores’, y ellos coincidieron en que
les había encantado –cuenta el escritor Esteban Carlos Mejía, conocedor y
admirador de la obra de Montoya–. La premiamos sin saber de quién era”.
Montoya se dedicó a desarrollar su idea con lo que recibió del premio.
Viajó a Alemania seis meses a investigar la obra de uno de los
protagonistas (un pintor del siglo XVI), y en 2014 la editorial Penguin
Random House la publicó bajo el nombre de Tríptico de la infamia.
Según Mejía es una de las mejores novelas que se han publicado en este
siglo en Colombia. Trata la historia de tres pintores franceses del
siglo XVI (Jacques Lemoine, Francois Dubois y Théodore de Bry) cuyas
vidas le sirven a Montoya para narrar los primeros años de vida de
América, y los horrores que no fueron ajenos ni al viejo, ni al nuevo
continente en esa conquista.
“Lo mandamos a concursar porque creíamos que era una novela de gran
aliento, cuidadosamente escrita y hecha”, dice Ana Roda, editora de
Penguin Random House. Y Alba Inés Arias, directora de la Librería
Lerner, anota que “lo que más me impresionó fue la erudición de
Montoya”.
¿Por qué se la ha jugado Montoya en su obra por la novela histórica?
¿Qué hace a su obra ser tan elogiada? La claridad literaria, un exigente
trabajo de escritura y una lectura placentera, contesta Mejía. “Lo que
se está viviendo hoy es una puja, ni feroz, ni salvaje pero sí muy
fuerte, entre el mercado y la buena literatura. Las editoriales se dejan
llevar por el mercado pero la buena literatura termina imponiéndose y
en la novela histórica eso se vive con más claridad: hay unas hechas a
la medida de lo que quiere el público, tipo Ken Follet, que en los
próximos 20 años habrán desaparecido de la historia. Y está la obra de
escritores como Pablo Montoya, que ha sido menospreciado por algunas
editoriales porque creen que lo que él produce es tan culto, tan fino,
que el público no lo va a comprar. Y mire donde está”.
La novela histórica es, entonces, un género de odios y amores. Y en ese
primer grupo los principales detractores suelen ser las facultades de
historia, que lo acusan de ser poco serio y de deformar la realidad.
Sin embargo, Pablo Rodríguez profesor de historia de la Universidad
Nacional señala que esa dualidad no existe “mientras haya calidad y una
investigación juiciosa por parte del autor”. Esta es –según él– la única
manera de lograr el fin de este tipo de novelas: enseñar el pasado de
una manera agradable, digerible. “Hay crítica dentro del mundo académico
pero no a la literatura histórica sino al tipo de literatura que no
consulta el pasado, que inventa el pasado –recalca Rodríguez–. No se
pide que en cada pie de página haya citas o una bibliografía, pero sí
que haya sensibilidad y estudio”.
Felipe Ossa Rodríguez, director de la Librería Nacional, resume esta
puja así: “También hay historiadores muy malos. No se puede juzgar de
esa manera tan arbitraria”. Dice que la historia y la novela histórica
se complementan. Defiende que en ambos lados, así como en cualquier tipo
de literatura, hay buenos y “no tan buenos” narradores. Los “no tan
buenos”, entonces, no son un mal exclusivo de este género.
A la bolsa de escritores de novela histórica cuestionados, el crítico
literario Luis Fernando Afanador le suma dos nombres: el italiano
Valerio Massimo Manfredi y su novela Alexandros: “Es una historia sin
mucho rigor, que busca recrear épocas anteriores como cuando Hollywood
crea una época en un estudio”. También al estadounidense Dan Brown, que
se lanzó a la fama con la novela El código Da Vinci: “Son libros que se
convierten en ‘best sellers’ y luego decaen. No buscan profundidad sino
darle a la gente lo que más le gusta, sin mucho valor narrativo”. Ossa
añade una más: la australiana Colleen McCullough: “Autores como ella
pecan, generalmente, porque no saben reconstruir la época y el
lenguaje. Se necesita una enorme capacidad y un gran conocimiento para
recrear hechos y personajes históricos”.
Y al otro extremo, en el bando de los ‘buenos’, los que han permanecido.
Alba Inés Arias de la Librería Lerner no duda en situar a León Tolstoi;
Ossa Rodríguez hace un recorrido por la historia para traer al inglés
Walter Scott, al norteamericano Gore Vidal, a Charles Dickens y su
famosa Historia de dos ciudades, y al francés Gustave Flaubert con
Salambó; y Pablo Rodríguez menciona a Umberto Eco con El nombre de la
rosa.
Si el listado se suscribe a Colombia, el novelista Esteban Carlos Mejía
habla de autores como Germán Espinosa y La tejedora de coronas, Miguel
Torres y El crimen del siglo, y Enrique Serrano con La marca de España.
También habría que mencionar a William Ospina, Juan Esteban Constaín,
Silvia Galvis y Juan Gabriel Vásquez. Esto demuestra, según Ossa, que en
Colombia la novela histórica está en un despertar. “Aquí el género
histórico, no solo desde el punto de vista de la novela, ha sido muy
poco tenido en cuenta; si ni siquiera se enseña en los colegios. Ha
habido un desprecio por nuestra historia desde el punto de vista
novelesco”.
En la novela histórica el escritor tiene la oportunidad de recrear los
hechos con ángulos más originales, imposibles de encontrar en los
tratados de historia. Y el ejemplo que todos citan, y quizá uno de los
más icónicos en la literatura, es Memorias de Adriano de Marguerite
Yourcenar, que consigue meterse en lo más profundo de la vida de este
emperador romano. En esta obra Adriano deja de ser una simple referencia
histórica para convertirse en un personaje humano, con el que el lector
inevitablemente se identifica. “Usted lee esta obra y vive el
personaje, cómo hablaba, cómo pensaba, y eso requirió una enorme
documentación”, dice Ossa.
Una ventaja más de la novela histórica es que puede retomar los mitos y
leyendas que muchas veces la historia tradicional pasa porque son hechos
que no se pueden confirmar. Con esto “el novelista recrea todo el
panorama de una época de una forma más amplia y atractiva que un tratado
de historiografía”, opina el escritor Rafael Baena, autor de ¡Vuelvan
caras,carajo!
De ese modo, muchos trozos de historia han quedado plasmados en este
género: épocas como la antigua Grecia, el Imperio romano, las Cruzadas,
la Edad Media, la conquista de América y la Segunda Guerra Mundial no
dejan de inspirar novelas. Tampoco personajes como Napoleón, los papas y
los dictadores; y en Colombia, las guerras de independencia, los
próceres, la violencia de los años cincuenta y el conflicto de hoy.
El premio que recibió Montoya confirma que la novela histórica puede ser
un género de gran valor literario mientras el autor sepa conciliar la
realidad con la ficción.