sábado, 13 de junio de 2015

A 70 años del primer delito

El Séptimo Círculo. Colección insignia del género policial en el país, fue dirigida por Borges y Bioy Casares entre 1945 y 1956 y marcó el gusto de los lectores por el relato de suspenso al estilo de la tradición en inglés
A comienzos de los 40.Los amigos llevaban años imaginando colecciones y antologías.

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
Extraña confesión  fue el noveno título de la colección, y uno de los preferidos por Borges./revista Ñ.
Uno de los placeres de recorrer librerías de viejo es encontrar los descalabrados ejemplares de El Séptimo Círculo, la colección que inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero con el paso de los años muchos títulos, de tanto alojar criminales entre sus páginas, han aprendido el arte del escondite y la evasión. El regreso de veinte novelas de esta serie es una buena noticia para los lectores.
A La divina comedia debemos el ingenioso nombre de la serie: el séptimo es el círculo de los violentos. Los primeros condenados que Dante encuentra en esta parcela del infierno son los suicidas, los violentos contra sí mismos, personajes del todo inadecuados para definir un género en el que todo suicidio termina por ser desmentido por la sagacidad del detective.
Desde su nacimiento, la colección quedó señalada por el logo de José Bonomi (un caballo de ajedrez), el arte de tapa del mismo artista y las contratapas y noticias sobre los autores, que Borges y Bioy escribían cuando se reunían. Anotemos que la presencia del caballo negro contradice felizmente a Poe, que juzgaba el relato policial más semejante a las damas que al ajedrez. Porque en el ajedrez, según Poe, la atención gobierna sobre la agudeza, y no gana el mejor sino el que menos se distrae; mientras que en el juego de damas, como todo es más simple, el jugador se entrega con toda libertad al ingenio. ¡Pero qué poco atractivo hubiera sido una redonda pieza del juego de damas como emblema de la colección!

Con acento británico y algo más

El Séptimo Círculo nació en 1945 con La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Su autor, escondido como tantos otros bajo el manto del seudónimo, era el poeta Cecil Day Lewis, padre del actor Daniel Day Lewis. Es un autor que cuenta con muchos títulos dentro de la colección, pero ninguno de sus libros alcanzó el éxito de La bestia debe morir . No es una novela tradicional de enigma, ya que sabemos, desde el primer instante, quién va a ser el asesino. El cine rescató varias veces esta historia; hay inclusive una versión argentina, con Narciso Ibáñez Menta y Guillermo Battaglia. Como tantos otros autores, Cecil Day Lewis separaba su obra “literaria” de sus novelas policiales; pero sus poemas cayeron en el olvido y La bestia debe morir se sigue leyendo. Qué injusta es la posteridad con los planes para la posteridad.
Borges y Bioy Casares solían consultar las páginas del Times Literary Supplement para guiarse por el laberinto del género policial en una época en que se publicaban varios títulos cada semana; luego encargaban en una librería las novelas que juzgaban prometedoras.
“Borges me dijo un día que cuando la gente de Emecé se enterara de que el Times Literary Supplement traía una sección con las novedades del género policial, nos echarían a la calle”, recordó el autor de La invención de Morel (Sergio López, Palabra de Bioy , Emecé, 2000). La mayoría de los autores elegidos eran ingleses, representantes de la novela de enigma. Algunos nombres se repiten en el catálogo, como Patrick Quentin, John Dickson Carr (estadounidense, pero que escribe “a la inglesa”), Nicholas Blake y Anthony Gilbert (seudónimo de una escritora: Lucy Beatrice Malleson). Pero también estuvieron presentes los nombres de algunos escritores duros estadounidenses, como Raymond Chandler, James Cain, Robert Parker o los esposos Ross MacDonald y Margaret Millar. Esto no resulta extraño si se piensa en la afición de Borges por el cine policial estadounidense, tan semejante a su literatura. La fobia de los directores de la colección no era la novela dura, aunque así lo declararan, sino el policial francés. Aún así, incluyeron obras de Guy des Cars, Serge Groussard, Fernand Crommelynck y del prolífico Pierre Véry.
Los libros de El Séptimo Círculo estaban editados con mucho cuidado, sobre todo si se los compara con otras colecciones de la época, como Rastros (que abundaba en autores estadounidenses duros) y la de la editorial Tor, que era el reino de Gastón Leroux, Edgar Wallace, Maurice Leblanc y el misterioso Oscar Montgomery, autor de El asalto de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes (juro que la novela se llamaba así, la leí en mi adolescencia) y Espías en Buenos Aires . Las portadas de Tor y Rastros prometían violencia y erotismo; Bonomi, en cambio, ilustraba no las tramas particulares sino el género en sí. Ni Tor ni Rastros presentaban datos sobre los autores.
La colección incluye títulos que coquetean con la literatura fantástica, como El maestro del juicio final , de Leo Perutz, o las novelas del misterioso y olvidado Michael Burt, como El caso de las trompetas celestiales o El caso del jesuita risueño . Muchos policiales comienzan con un asunto inexplicable, que al cabo tiene una solución racional; las de Burt presentan un misterio que parece racional, y se revela inexplicable. También está en el catálogo la breve y perfecta El tercer hombre, de Graham Greene, y la inconclusa obra de Dickens, El misterio de Edwin Drood . Escribe Chesterton en el prólogo: “La única novela que Dickens no terminó es la única que necesitaba un final”.

Adornos tipográficos

Su rol como editores daba lugar a curiosas confusiones. Comenta Bioy en su diario: “Con Borges hemos perdido la esperanza de explicar nuestro trabajo como editores en Emecé; unos creen que somos los dueños de Emecé; otros se refieren a esas novelitas que ustedes traducen (frase en que traducen no significa hacer traducir). En cuanto a la confusión de editoriales con imprentas, es universal”.
Se ocuparon de los primeros 139 títulos. Luego la selección quedó en manos del editor Carlos V. Frías. Tanto Bioy en su Borges , como el mismo Borges en una entrevista magistral del periodista mexicano Enrique Lobet Jr., cuentan que dejaron de leer para la serie al notar que habían dejado de pagarles. Mejor dicho, se apartaron cuando les señalaron que habían dejado de pagarles, como invitación al abandono. Más allá de estos problemas con la editorial (nada demasiado grave, ya que los dos siguieron publicando en Emecé durante toda su vida), lo cierto es que ese trabajo ya hubiera sido una tarea imposible para Borges, cuya vista empeoró radicalmente a mediados de los años 50. De todos modos los nombres de los dos escritores continuaron en cada ejemplar de la colección. “Lo conservan como adorno tipográfico”, decía Borges.
Los nombres de Borges y Bioy Casares son marcas tan fuertes que se supone que los libros elegidos por Frías son de menor valor. Sin embargo, en la etapa de Frías se publicaron también obras extraordinarias, como La especialidad de la casa , colección de cuentos de Stanley Ellin o Sólo monstruos , una de las mejores novelas policiales de todos los tiempos, de la escritora canadiense Margaret Millar. A la etapa de Frías pertenecen también las dos extrañísimas novelas de Kyril Bonfiglioli, cuyo narrador es un marchand amoral y sibarita.
Entre los pocos libros escritos en español hay dos clásicos: Los que aman odian (n° 31), de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas (n° 48), de Manuel Peyrou. Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires) publicó El asesino desvelado (nº14). Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú (hermano de Magdalena) y Roger Pla firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que todavía provocaba el policial. En El Séptimo Círculo se publicó también la novela más conocida de María Angélica Bosco, La muerte baja en el ascensor (nº 123) que ganó el premio Emecé en 1954. Hace poco fue rescatada por Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido (FCE).
De vez en cuando algún original argentino llegaba a las oficinas de la editorial, pero el caso más curioso es el de un corresponsal anónimo que propuso narrar un crimen real, supuestamente cometido en 1946. Borges y Bioy pensaron que se trataba de una broma, pero la carta es tan larga y está tan llena de detalles (Bioy la transcribe en su Borges ) que sale del terreno del humor para entrar en el de la psicosis. La novela, a la que hacía falta “limar un poco”, se llamaba Crimen profiláctico y contaba lo siguiente: “La muerte del señor C., jefe del taller metalúrgico de cierta dependencia semi-estatal en ese entonces, y que fue para todos una simple defunción natural producida por la fiebre tifoidea –lo que fue exacto– se debió a que yo infesté los dos panecillos de miel del desayuno del señor C., en su oficina, mediante una simple inyección de 3 cúbicos de gelatina con cultivo de bacilos del tifus”.
Para probar que su historia era cierta, el confeso asesino les pedía a Borges y a Bioy que fueran a investigar los archivos del hospital Muñiz. Así comprobarían que el 7 de abril de 1946 se había producido una muerte que coincidía con los detalles del relato. Parece que el asunto no prosperó, porque Crimen profiláctico no figura entre los 366 títulos de la colección.
En el catálogo hubo algunas ausencias notables, como Agatha Christie, sólo presente en el volumen colectivo El almirante flotante . Esta novela es una de las curiosidades de la colección: en los años 30 varios integrantes del Detection Club de Londres, que agrupaba a autores de policiales, se propusieron escribir un capítulo cada uno, a manera de un cadáver exquisito. Ese libro siempre fue una figurita difícil de la colección; sin embargo, fue reeditado por Emecé (Grandes Maestros del Suspenso, 1982), Bruguera (Club del Misterio, 1983) y hace un par de años por Akal en una nueva traducción.
Otra ausencia notable es la de Chesterton (aunque también presente en un capítulo de El almirante flotante ). Como es famosa la devoción de Borges por Chesterton, podemos conjeturar que se trató de una cuestión de derechos. Borges pudo desquitarse al publicar una antología del irlandés, La cruz azul y otros cuentos , en su Biblioteca Personal. Aunque no deja de haber una especie de maldición: en su prólogo a La cruz azul Borges juzga a “Los tres jinetes del Apocalipsis” el mejor relato del volumen. Pero quizás a causa de una distracción del editor, o de un conjuro celta, ese cuento no aparece en el libro. Buen tema para un relato fantástico.
Borges y Bioy se ocuparon de los primeros 139 números de El Séptimo Círculo; en el año 56 se apartaron de la colección, que quedó en manos del editor Carlos V. Frías. La colección siguió hasta los años 80. El último título fue Los intimidadores , de Donald Hamilton, el número 366. Ya por ese entonces se había perdido todo cuidado en la edición, y algunos libros aparecían publicados sin un mínimo trabajo de corrección. Pero las tiradas seguían siendo enormes para las moderadas expectativas actuales. Tomo el primer libro que tengo a mano, Pregunta por mí, mañana , de Margaret Millar, publicado en 1979, y encuentro que la tirada es de 14.000 ejemplares. Ojalá todos los períodos de decadencia fueran así.

El diariero llama dos veces

Los libros elegidos para la Colección El Séptimo Círculo en Clarín reflejan muy bien la primera etapa y también el eclecticismo de la serie. Algunas novelas pertenecen a autores clásicos del género, como Nicholas Blake, Patrick Quentin o John Dickson Carr. Hay una novela extrañísima, La larga búsqueda del señor Lamousset , del olvidado Lynn Brock. No hay crimen: es más bien una fantasía de la conducta al modo del Bartleby de Melville. Hay un autor que bien podría haber registrado la angustia en la oficina de patentes: Cornell Woolrich (William Irish). En los años 40 y 50 Woolrich era uno de los favoritos de los lectores argentinos, y el director Carlos Hugo Christensen supo filmar con vigor y delicadeza algunos de sus relatos.
El quinto libro de esta serie, Laura , es de una gran autora, Vera Caspary, que siempre estuvo menos interesada en los asesinatos misteriosos que en el alma de sus criaturas. Hay dos autores que luego Borges arrancaría de lo policial para incorporarlos a los libros de tapas negras de su Biblioteca Personal: Hugh Walpole y Eden Phillpotts. Hay un Chejov, inmortal, y otros olvidados aún en su país de origen: R. C. Woodthorpe y Richard Hull. La colección también incluye dos novelas de James Cain, que dieron lugar a célebres películas: El cartero llama dos veces y Pacto de sangre .
En los años 70 Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, grandes especialistas del policial, se ocuparon de consultar a los directores de la colección y al ilustrador para saber cuáles eran sus novelas favoritas. Esta lista de preferencias aparece en Asesinos de papel (Colihue, 1996), fascinante libro sobre los avatares del género. La encuesta dio este resultado: Borges: El señor Byculla, de Erik Linklater; El señor Digweed y el señor Lamb y Los Rojos Redmayne, de Eden Phillpotts; La torre y la muerte, de Michael Innes; La piedra lunar y La dama de blanco de Wilkie Collins; La bestia debe morir, de Nicholas Blake; El hombre hueco, de John Dickson Carr y Extraña confesión, de Anton Chejov. Bioy Casares: La torre y la muerte de Michael Innes. (Decía Bioy: “Luego supimos que Innes muy probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a esta ciudad”). En sus Memorias (Tusquets, 1994), Bioy agrega novelas de su preferencia: Mi propio asesino de Richard Hull y La larga búsqueda del señor Lamousset de Lynn Broke. José Bonomi: Los anteojos negros de John Dickson Carr. La mayoría de estas preferencias aparecen entre los veinte títulos ahora reeditados.
Hablar de novelas policiales es recordar cuántas veces los amigos nos han recomendado tal o cual libro. Esto es especialmente apropiado para esta colección, que no es sólo un viaje por el género: es también la historia de una amistad.
Pablo De Santis es autor de El enigma de París y Crímenes y jardines, entre otros .

Un Círculo donde refugiarse del peronismo 

 Las decisiones tomadas por los amigos, en esa década que cambió la historia 

En la extensa colaboración literaria de Borges y Bioy, no menos importante que la escritura resulta la lectura conjunta, cuyo fruto principal fue la preparación de antologías y colecciones. De entre las muchas que emprendieron o meramente proyectaron, la colección El Séptimo Círculo claramente se destaca por su perdurabilidad y su influencia. Junto con la Antología de la literatura fantástica (en la que participó además Silvina Ocampo), constituye uno de sus aportes más consistentes en favor de una estética preocupada por reivindicar, a través del modelo del policial clásico inglés, el rigor de las tramas contra el desorden de la novela psicológica o el pretendido realismo naturalista.
Su historia puede contarse muy brevemente. Contratados a fines de 1942, gracias a las gestiones de Silvina Bullrich, amiga personal de Borges, como asesores literarios de la editorial Emecé, propusieron, dice Bioy, “una selección de libros clásicos, que titularíamos Sumas”.
Dado que las dificultades financieras pronto exigieron proyectos menos ambiciosos y más rentables, ofrecieron entonces revisar una “Antología de la literatura policial y fantástica” en la que trabajaban desde 1941 y que se publicaría a fines de 1943 como Los mejores cuentos policiales .
Al agotarse rápidamente la edición, convencieron a Emecé de aceptarles en 1944 el proyecto de una colección de novelas policiales, inspirada en “Le Masque”, de París, y “Collins Crime Club”, de Londres. Tras vacilar entre una gran variedad de nombres, como “Máscara”, “Club del Crimen”, “El Jardín Cerrado”, “Cábala”, “Eleusis”, “Hilo de Ariadna”, “Teseo” o “Museo del Crimen”, Borges y Bioy se inclinaron finalmente por el eufónico “Séptimo Círculo”, tomado del “Cerchio dei Violenti” de La divina comedia .
El Séptimo Círculo se inició, así, el 22 de febrero de 1945 con una elegante edición de La bestia debe morir, de Nicholas Blake, traducida por Juan R. Wilcock. El éxito fue inmediato y sostenido: entre 1945 y 1956, Borges y Bioy elegirían 139 volúmenes y escribirían, por lo común adaptando los dust jackets originales, sus correspondientes noticias y contratapas. Curiosamente, acaso por ese gusto de la realidad por las simetrías y los leves anacronismos, el mismo Wilcock sería el traductor de Mi hijo, el asesino, de Patrick Quentin, el último de los títulos escogidos.
¿Será casualidad que esas fechas, 1945 y 1956, coincidan casi exactamente con las del ascenso y la caída del primer peronismo, que tan bien supo marginar a Borges de cargos oficiales después de despojarlo de su humilde puesto de bibliotecario municipal? En su Borges , Bioy registra el 9 de mayo de 1956: “Frías me dijo [...] que nuestro trabajo en Emecé (el de Borges y el mío) había terminado”. Designado director de la Biblioteca Nacional tras el triunfo de la Revolución Libertadora, se asumía que Borges ya no podría, ni necesitaría, seguir con sus tareas editoriales. En lo sucesivo, Frías se ocuparía de la colección, que se prolongó, con obras de calidad desigual, hasta 1983.
Si alguien le hubiese insinuado que El Séptimo Círculo sería visto alguna vez como involuntario legado de la “Segunda Tiranía”, Borges, en ese tono afectadamente dubitativo que empleaba para sus comentarios más hirientes, seguramente hubiera señalado: “Qué bien si en el futuro lo único que se rescatara del peronismo fuese haber fomentado una colección nombrada según el Círculo de los Violentos”. Tampoco a Bioy le habría disgustado esta suprema forma de la ironía.
Daniel Martino editó el Borges, de Bioy Casares, y está al cuidado de sus inéditos; aún quedan miles de páginas de diarios personales.

 La identidad de un arte inconfundible

 José Bonomi, un artista tardíamente reconocido, diseñó las tapas que son un símbolo de la colección
A José Bonomi el reconocimiento le llegó tarde. Muy tarde. Su primera muestra individual –1975, galería Van Riel– la tuvo a los 72 años. Quizás él tampoco hizo mucho para ganarse este reconocimiento. Pintó toda su vida –qué más se le podría pedir– pero no parecía ser del tipo que buscaba posicionarse. Por otro lado, fue muy valorado como ilustrador. Y quizás un poco fue eso. Las Bellas Artes, desde que empezaron a pensarse así, con el adjetivo adelante y con mayúsculas, trataron de separar la idea del artista de la del artesano. La funcionalidad era una condición que dejaba por afuera de lo artístico cualquier producción estética por más talentosa que esta sea. Y en ese sentido, Bonomi –nacido en Italia y emigrado junto a sus padres a los tres años– se plantó ante la vida como un laburante. Asumió la figura del bohemio, con todo lo que aquello implicaba, es cierto, pero no del tipo romántico con pretensiones de genio. En todo caso el hombre sensible, sencillo, sin grandes pretensiones, que se valía de su destreza manual para ganarse el sustento, y se movía animado por una curiosidad que sometía al método de prueba y error. Es decir, al trabajo.
A los 18 años empezó como dibujante en la revista del Jockey Club, y con esa experiencia pasó después al suplemento cultural del diario La Prensa donde permaneció treinta años y se retiró ocupando el cargo de director de arte. Cuando lo convocaron de Emecé para el diseño de una colección de novelas policiales, ya venía con una carrera probada. Era un hombre de 42 años. Entre un centenar de libros, había ilustrado las cubiertas de Lunario Sentimental de Leopoldo Lugones y El espantapájaros de Oliverio Girondo, que habían batido récords de venta. Además, hacía colaboraciones frecuentes para las revistas Plus Ultra , Martín Fierro , El Hogar y Caras y Caretas ; y había trabajado como escenógrafo junto a Héctor Basaldúa en el Teatro Colón y a Antonio Cunill Cabanillas en el Teatro Cervantes. No sabemos de quién fue la idea de sumarlo a El Séptimo Circulo, pero mejor no podría haber sido.
“El diseño de la tapa nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito”, dice Bioy en sus Memorias . El éxito no se discute, se vendieron hasta 14.000 ejemplares por mes. Tampoco el atractivo de las cubiertas: la grilla geométrica sobre la que se montaba la ilustración, el juego de luces y sombras que recortan fondo y figura en una simetría de colores plenos, hicieron de este rompecabezas la metáfora ideal para las novelas de estructura lógica perfecta que proponían Bioy y Borges.
Si bien al principio se pensó el dibujo de tapa como una viñeta, el mismo Bonomi reconoce en una entrevista que a la hora de encarar el trabajo no se dejaba atrapar por la anécdota, sino que buscaba elementos significativos de la historia que le permitieran simbolizar los conceptos centrales de la trama. Leía cada uno de los libros antes de sentarse a dibujar y hasta los títulos que fueron reeditados tuvieron cubiertas nuevas. Mientras en ese momento las novelas negras se valían de la estética amarillista del pulp fiction para ganar lectores, Bonomi apostó a una elegancia sutil que –a lo largo de los 304 números que le tocó diseñar– se hizo cada vez más sencilla en sus formas y compleja en su semántica.
El septiembre del año pasado el Museo Enrique Larreta le dedicó una retrospectiva, en la que los curadores Patricia Nobilia y Ricardo Valerga articularon sus pinturas de caballete con su otra obra, en el campo de las artes aplicadas. Y seguramente esta fue su primera gran exposición, el merecido homenaje que lo muestra de cuerpo entero.
Si como todo artista de su época, Bonomi ejercitó la plástica de manera autónoma, es decir, libre de cualquier condicionamiento externo al propio lenguaje pictórico; al ver reunido todo su trabajo, pareciera que la suya fue la otra vertiente de las vanguardias del siglo XX, la que buscaba unir arte y vida. Aunque se trate de una tarea incierta, y aunque en este intento se desdibujen los límites de lo que se consideraba Arte. El artista integrado a la maquinaria social, entendido como el constructor de una sociedad mejor. Y quien podría dudar de que el arte de sus tapas, que ahora vuelve a editarse, fue su gran aporte a la cultura visual de los argentinos.