Tal vez fueran los adivinos y los brujos los primeros periodistas. Si el hígado del roedor mostraba tonalidades verdosas adivinaban
que no era buena idea erigir el campamento junto a aquella laguna
sospechosa; si descubrían una zona de hongos alucinógenos, decidían
enseguida que esa información —en cambio—
era reservada. Tenían que poseer fuentes fiables, ser convincentes,
buenos comunicadores, en ese contexto en que el mito todavía no había
empezado a ser substituido por el logos (¿se completará algún día ese
proceso de substitución?). Siempre ha habido datos valiosos con los que
traficar. La modernidad multiplicó exponencialmente su valor simbólico.
La contemporaneidad convirtió en cotidianos prefijos como «mega» o
«giga». La información no va a parar de crecer: siempre serán necesarios
sus gestores. Los periodistas no son más que un tipo de gestor, como
los bibliotecarios, los archiveros, los analistas o los profesores. Al
igual que ellos, deben ser capaces de localizar rápidamente el dato
significativo. Recubrirlo de discurso. Saber interpretarlo.
Porque a veces la vocación no se elige
No es tan frecuente como uno se imagina, pero hay quien atesora una fuerte vocación mediática.
Hay quien desde siempre ha deseado ser periodista. En esos casos no hay
nada que hacer: no tiene ningún sentido quedarse encerrado en el
armario. Sal de él. Sé periodista. Pero ten claro que la licenciatura en
Periodismo, el máster, el doctorado, ni siquiera el trabajo en una de
las últimas redacciones —cual último mohicano—
serán suficientes. El periodismo es un modo de mirar el mundo, de
sonsacarlo, de elaborarlo narrativamente, de transmitirlo. Puede ser su
contenedor, pero no su contenido. De manera que tienes que formarte, al
mismo tiempo, en otros ámbitos. Leer, ver, visitar, pensar. Economía,
derecho, sociología, humanidades, cine, televisión, viajes. El
periodismo le dará herramientas narrativas a tu mirada, pero serás tú
quien la llenará del conocimiento que te permita domesticar la infinita
información.
No
te hagas ilusiones, lo más probable es que no te den trabajo. O que
cuando termines la carrera o la reorientación laboral hayan dejado de
existir (y en cambio pervivan diarios centenarios). Lo que importa es
que demuestran que otro mundo es posible: precisamente tu mundo. Un
mundo en que la firma ha sido sustituida por la marca. En que los
contratos indefinidos se han transformado en colaboraciones freelance.
En que el periodista es también comisario, profesor, bloguero, DJ. En
que casi todo tiene que recrearse, repensarse, reimaginarse. En que las
hemerotecas se han vuelto virtuales. En que las grandes cabeceras se
atomizan en un sistema solar de micromedios. En que el periodista se
inserta en una dimensión superior, la de la comunicación, que a su vez
forma parte de la supergalaxia de la circulación informativa. Es difícil
pensar hoy en día en campos acotados, en cotos de caza: incluso las
revistas independientes son también editoriales, foros, puntos de
encuentro, hasta pizzerías; sobre todo: comunidades. Antes era posible
lanzar al mercado una nueva revista y construir después un público.
Ahora es preciso crear primero un círculo de cómplices, que con el
tiempo se vuelva campamento del salvaje oeste, ciudad circular en tierra
de nadie, satélite, planeta. La esfera en cuyo corazón después se
instalará el medio informativo, como antaño lo hacía el televisor en el
centro del salón.
Porque estamos viviendo la gran explosión del dato
Una de las consecuencias más difíciles de predecir del 11-S ha sido la eclosión del Big Data,
es decir, de la gestión de monstruosas cantidades de datos. Una vez más
han sido los servicios de inteligencia y la industria militar quienes
han impulsado lo que llamamos el avance humano. Las ingentes,
casi ingobernables cantidades de información que acumulan los
ordenadores precisan de intérpretes. Los analistas deberían comenzar a
fusionarse con los periodistas para construir, a partir del Big Data, lo único que puede dotar de sentido tal magnitud informativa: Big Narratives. Si en 1999 Mark Kurlansky publicó Bacalao: biografía del pez que cambió el mundo,
un recorrido por cómo la pesca de bancos de bacalao o la evolución de
sus técnicas de conservación generaron cambios geopolíticos de primera
magnitud, no sería de extrañar que dentro de algunas décadas aparezca un
libro que se titule: Cómo los bancos de datos cambiaron el mundo, una vez más. El periodista como pescador de altura: no está mal la metáfora, habrá que afilarla.
Porque todos tenemos alma de hacker
Se
me ocurren pocos impulsos tan humanos como el que nos precipita en el
abismo del chisme. Cotillear, chafardear, poner verde al vecino o a la celebrity: intercambiar información —a veces contrastada y otras no—.
Si el periodista tiene que aliarse con el analista (o transformarse en
él), no hay duda de que también hace buena pareja con el hacker. Solo hay que echarle un vistazo a las series de televisión o a los periódicos: el nerd, el geek o el friki son personajes cómicos, pero el hacker es un personaje trágico, uno de los grandes héroes o antihéroes de nuestra época. No hace falta ser Julian Assange,
no hace falta ni siquiera vulnerar la ley, solamente sumarle a la
formación estadística y a la capacidad de observar arcos narrativos
algunas nociones de búsqueda de datos a través de computadoras y redes.
Cuantas más, mejor. Digamos: el periodista como un hacker legal. El periodista informático.
Porque está por reinventar la figura del periodista
En
el imaginario colectivo el periodista todavía se vincula con la
redacción. Pero ese es solo uno de sus espacios posibles. El hogar se
convierte en laboratorio, en taller, en superficie de posproducción. Los
frentes en los que se multiplican las posibilidades del artista de lo
real son múltiples. Algunos podrían ser: el transmedia (Malvinas 30), el arte contemporáneo como práctica documental o histórica (El Camp de la Bota, de Francesc Abad), el periodismo en viñetas (Joe Sacco), la inteligencia colectiva (Wikipedia), el desarrollo de programas estadísticos, la escritura de novelas de no ficción (Emmanuel Carrère) o la producción de juegos. Los newsgames
nos obligan a pensar lo real a través de la interacción y de la
reflexión: ¿quién le iba a decir a tu madre que su hijo iba a ejercer el
periodismo diseñando videojuegos?
Porque el periodismo está en casi todas partes pero no obstante…
Estamos en tiempos de hazlo tú mismo
y de amateurs que se convierten en profesionales a golpe de visitas de
blog, de retuiteos o de visionados de Youtube. Pero la técnica, la
artesanía no siempre puede aprenderse intuitivamente. Y, sobre todo,
solo puede mejorarse, perfeccionarse gracias a la práctica crítica y al
estudio. Estudiar Periodismo es obligarse a una disciplina de
aprendizaje, de lectura, de evaluación. Para que después, durante toda
tu vida, ya puedas aprender, leer y evaluarte por tu cuenta. Ese impulso
es necesario, para luego interiorizar la inercia. Porque sin esa
energía interna que te impulsa hacia adelante (aunque en el horizonte
haya un barranco), al ritmo de las zancadas del presente, la realidad y
sus noticias dejarían de interesarte. Y sería el fin.
Porque siempre nacerán nuevos hobbies, nuevas pasiones, nuevas tendencias
No
se me ocurre palabra más precisa para nombrar a la «tendencia» que la
palabra «tendencia». Tecnológicos, artísticos, profesionales o sociales,
constantemente surgen nuevos modos de relacionarse con aquello que nos
hace humanos: la moda, la ciudad, los territorios, la imaginación, los
otros. Entre las muchísimas utilidades del periodismo está la de
justificar tu adicción, tu afición, tu pasión. Ya sea en un blog, en una
revista, en un programa de radio o en un diario, si te conviertes en un
auténtico erudito en un lenguaje o una práctica que acaba de empezar a
desarrollarse y que, por tanto, todavía no cuenta con expertos, no hay
duda de que podrás generar discurso periodístico en ese ámbito. Por
supuesto es más difícil conseguirlo en disciplinas y temas que se
consideren clásicos. Pero eso no debería abocar al desánimo. Al
fin y al cabo, el propio periodismo ya es una práctica y un área de
conocimiento con varios siglos de tradición.
Porque algo hay que estudiar
Arquitectura
no porque no se construye obra nueva. Derecho no, porque sobran
abogados y no se convocan plazas de jueces. Medicina y Magisterio
tampoco, porque se está recortando en sanidad y en educación. ¿Entonces?
Parecía que invertir en formación en nuevas fuentes de energía
resultaba conveniente, pero el sector no acaba de arrancar. ¿Qué
queremos, que toda una generación estudie Informática y Gastronomía?
¿Qué haremos con una generación entera de programadores y cocineros? A
diferencia de los estudios absolutamente técnicos, con una proyección
laboral muy definida, el periodismo y la comunicación audiovisual
(maldito el día que los separaron), como las matemáticas o las
humanidades, deberían educar sobre todo metodologías de análisis y de
formulación, de observación y de relato. Conocimientos de adaptación a
todo tipo de medios.
Porque merece la pena sentirse parte de una noble tradición
En La banda que escribía torcido, la imprescindible historia del Nuevo Periodismo firmada por Marc Weingarten
y publicada por Libros del K.O., encontramos múltiples ejemplos de cómo
el periodismo —como cualquier otra tradición intelectual—
se construye como una sucesión de artesanos que aprenden de otros
artesanos, de maestros y discípulos, de referentes clásicos y de nuevos
faros contemporáneos. Sobre Joan Didion, leemos:
«ahorró suficiente dinero para comprarse una máquina de escribir
Olivetti Lettera 22; aprendió por sí misma a unir frases reescribiendo a
máquina los pasajes de sus libros favoritos». ¿Cuáles serían esos
maestros, nuestro favoritos? ¿Quieres más a mamá o a papá? ¿Eres del Barça o del Madrid? ¿De Enric González o de Maruja Torres? ¿De Juan Villoro o de Martín Caparrós? ¿De Gabriela Wiener o de Manuel Jabois? ¿De Ana Pastor o de Jorge Lanata? ¿Qué te tira más, Salvados o Informe semanal? ¿De ambos, de todos, de alguno, de ninguno? Unos son más de Hunter S. Thompson o de Norman Mailer; otros, en cambio, admiran a Josep Pla o a Manuel Vázquez Montalbán. Hay quien reivindica los reportajes de Gabriel García Márquez o de Rodolfo Walsh; y quien va más atrás, a Nellie Bly o a Daniel Defoe.
Pero sobre todo están los periodistas casi anónimos, nuestros primeros
jefes, los primeros que editaron textos nuestros, los profesores de la
facultad, el redactor del semanario de nuestro pueblo, el chico de
segundo de bachillerato que dirigía la revista del instituto y que nos
pidió una crónica o un cómic. Todos los autores de todos los textos que
hemos leído a lo largo y ancho de nuestras vidas. Todo eso forma una
maraña. Una tradición polimorfa de la que vale la pena sentirse parte. O
simplemente una banda: las de quienes escribimos torcido. No somos
gente especialmente recomendable, pero nos gusta nuestro oficio y
creemos en él. ¿Te unes al club?