Karen Armstrong, la historiadora que profesó como monja católica, ha
escrito una obra monumental de recopilación y ordenación de datos que
constituye una historia política de las relaciones entre violencia,
política y religión, tríptico al que podríamos añadir un cuarto
elemento: la guerra, desde sus más o menos remotos comienzos hasta la
actualidad. Y lo ha hecho con el objetivo de desentrañar las
responsabilidades causales entre esos factores, tan constitutivos del
mundo contemporáneo.
Un empeño tan ambicioso plantea un problema ab origine que es dónde
puede o no detenerse el autor en el discurso envolvente, la historia
évenémentielle en la que se inscribe el fenómeno a estudiar. La elección
de la señora Armstrong es discutible en la medida en que la narración
se pierde un poco en la descripción de ese contexto, pero igualmente
podría argumentarse que sin el mismo nos hallaríamos ante un ensayo
puramente teórico, desgajado de los acontecimientos.
Religión y política, dice la autora, nacen indisolublemente unidas.
En los comienzos del tiempo histórico, hace entre 10.000 y 12.000 años,
la deidad se identifica con las fuerzas de la naturaleza que son tanto
guía como justificación de los balbuceos de entidades que ya podemos
llamar políticas. Y esa simbiosis genera como subproducto la guerra, que
puede concebirse como la continuación de la religión no por otros, sino
por los mismos medios. La religión, que más que generar vive con el
recurso a la violencia, es en todo momento un factor que condiciona el
disciplinado comportamiento del súbdito, y yo añadiría que un consuelo
terrenal para los que en su tiempo se convertirán en ciudadanos. Hebreos
y sarracenos, con el cristianismo inserto históricamente entre unos y
otros, operan una mutación que el mundo occidental ha elevado por encima
de cualquier otro credo: el monoteísmo. Y con lo que la historia llama
el descubrimiento de América, jalón o epifanía, comienza el largo
proceso de alejamiento formal del hecho religioso de la realidad
política circundante.
El Estado o imperio agrario ha desaparecido ante el incipiente
desarrollo del capitalismo comercial, y la industrialización, que
comienza a hacerse efectiva en la segunda mitad del XVIII, hace
retroceder el papel público de la religión, sin que esta por ello llegue
a desvanecerse en la sociedad occidental, mientras que permanece muy
vivo como elemento constituyente del mundo islámico y, de forma algo
menos evidente, del judaísmo. La constitución de los Estados, que es ya
reconocible tras la firma de los tratados de Westfalia (1648), y que
culmina en el siglo XIX, completa esa retirada del hecho religioso que,
con una venganza, se parapeta, sin embargo, en lo que llamamos Nación. Y
en esa transubstanciación, que es tanto o más lingüística que una
realidad sobre el terreno, se produce la mutación del hereje en
disidente, otra demostración de que muchas cosas cambian para seguir
(casi) igual. La propia Inquisición, con la que Armstrong se muestra, de
acuerdo con el revisionismo de las últimas décadas, menos agravante que
la condenación habitualmente infligida, era una institución que se
movía por objetivos patentemente políticos: la eliminación de quienes
consideraba enemigos potenciales o reales de la monarquía hispánica. Y
el hecho de que en las guerras del XVII católicos apoyaran cuando les
convenía al bando protestante y viceversa prueba el carácter politizado
de la religión.
La religión, más que generar, vive con el recurso a la violencia. La causa está en la naturaleza humana
La autora llega solo en el epílogo a lo que podría entenderse como un
veredicto. La guerra ha sido a todos los efectos realidad perdurable de
cualquier civilización, pero ¿es la religión o la política su primus movens?
Y la afirmación final, quizá algo desligada de todo lo anterior, es la
de que la culpable de que así sea es la propia naturaleza humana, de la
que emanan política, religión y guerra como un segregado
indiferenciable. Pero también cabría señalar que esa naturaleza no es
sino el precipitado de la simbiosis religión-política. Armstrong nos ha
dado otra obra esencial para la comprensión de nuestro mundo, cuyos
antecedentes se remontan a las primeras construcciones
político-religiosas del ser humano: aquello que empezó en Sumer.