martes, 23 de junio de 2015

Religión, política, violencia

Campos de sangre  es una obra esencial para comprender los mecanismos que desatan las guerras en el mundo

 

Grabado del Libro de las cruzadas sobre la toma de Jerusalén./elpais.com


La escritora británica Karen Armstrong, en su domicilio en Londres. / Carmen Valiño.
Karen Armstrong, la historiadora que profesó como monja católica, ha escrito una obra monumental de recopilación y ordenación de datos que constituye una historia política de las relaciones entre violencia, política y religión, tríptico al que podríamos añadir un cuarto elemento: la guerra, desde sus más o menos remotos comienzos hasta la actualidad. Y lo ha hecho con el objetivo de desentrañar las responsabilidades causales entre esos factores, tan constitutivos del mundo contemporáneo.
Un empeño tan ambicioso plantea un problema ab origine que es dónde puede o no detenerse el autor en el discurso envolvente, la historia évenémentielle en la que se inscribe el fenómeno a estudiar. La elección de la señora Armstrong es discutible en la medida en que la narración se pierde un poco en la descripción de ese contexto, pero igualmente podría argumentarse que sin el mismo nos hallaríamos ante un ensayo puramente teórico, desgajado de los acontecimientos.
Religión y política, dice la autora, nacen indisolublemente unidas. En los comienzos del tiempo histórico, hace entre 10.000 y 12.000 años, la deidad se identifica con las fuerzas de la naturaleza que son tanto guía como justificación de los balbuceos de entidades que ya podemos llamar políticas. Y esa simbiosis genera como subproducto la guerra, que puede concebirse como la continuación de la religión no por otros, sino por los mismos medios. La religión, que más que generar vive con el recurso a la violencia, es en todo momento un factor que condiciona el disciplinado comportamiento del súbdito, y yo añadiría que un consuelo terrenal para los que en su tiempo se convertirán en ciudadanos. Hebreos y sarracenos, con el cristianismo inserto históricamente entre unos y otros, operan una mutación que el mundo occidental ha elevado por encima de cualquier otro credo: el monoteísmo. Y con lo que la historia llama el descubrimiento de América, jalón o epifanía, comienza el largo proceso de alejamiento formal del hecho religioso de la realidad política circundante.
El Estado o imperio agrario ha desaparecido ante el incipiente desarrollo del capitalismo comercial, y la industrialización, que comienza a hacerse efectiva en la segunda mitad del XVIII, hace retroceder el papel público de la religión, sin que esta por ello llegue a desvanecerse en la sociedad occidental, mientras que permanece muy vivo como elemento constituyente del mundo islámico y, de forma algo menos evidente, del judaísmo. La constitución de los Estados, que es ya reconocible tras la firma de los tratados de Westfalia (1648), y que culmina en el siglo XIX, completa esa retirada del hecho religioso que, con una venganza, se parapeta, sin embargo, en lo que llamamos Nación. Y en esa transubstanciación, que es tanto o más lingüística que una realidad sobre el terreno, se produce la mutación del hereje en disidente, otra demostración de que muchas cosas cambian para seguir (casi) igual. La propia Inquisición, con la que Armstrong se muestra, de acuerdo con el revisionismo de las últimas décadas, menos agravante que la condenación habitualmente infligida, era una institución que se movía por objetivos patentemente políticos: la eliminación de quienes consideraba enemigos potenciales o reales de la monarquía hispánica. Y el hecho de que en las guerras del XVII católicos apoyaran cuando les convenía al bando protestante y viceversa prueba el carácter politizado de la religión.
La religión, más que generar, vive con el recurso a la violencia. La causa está en la naturaleza humana
La autora llega solo en el epílogo a lo que podría entenderse como un veredicto. La guerra ha sido a todos los efectos realidad perdurable de cualquier civilización, pero ¿es la religión o la política su primus movens? Y la afirmación final, quizá algo desligada de todo lo anterior, es la de que la culpable de que así sea es la propia naturaleza humana, de la que emanan política, religión y guerra como un segregado indiferenciable. Pero también cabría señalar que esa naturaleza no es sino el precipitado de la simbiosis religión-política. Armstrong nos ha dado otra obra esencial para la comprensión de nuestro mundo, cuyos antecedentes se remontan a las primeras construcciones político-religiosas del ser humano: aquello que empezó en Sumer.

Campos de sangre. Karen Armstrong. Paidós. Barcelona, 2015. 575 páginas. 28 euros (digital: 12,99)