lunes, 8 de junio de 2015

La música de Julio Cortázar

El escritor argentino aseguraba que le hubiera gustado ser músico. El más reciente documental sobre su vida, recrea ese lado de su personalidad

Julio Cortázar y su documental sobre su obra y la música./elespectador.com

Julio Cortázar estaba convencido de que su madre lo parió músico. Es posible que el autor de Rayuela estuviera acostado en su cuna, llamando al sueño, balbuceando, mordiéndose el dedo gordo de un pie o con la mirada atenta al reflejo de la luz en el techo, cuando recibió la visita de las hadas. Entre ellas estaba el hada perversa, la que lo estropeó todo. Cortázar lo contaba así: “Esas hadas que echan bendiciones y maldiciones en la cuna del niño que nace, hubo una que decidió que yo podía ser músico pero hubo otra que decidió que jamás sería capaz de manejar un instrumento musical con alguna eficacia y además carecería de la capacidad que tiene el músico para pensar melodías y crear armonías”.
 
En la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires, Karina Wroblewski y Silvia Vegierski trabajan con imágenes y audios relacionados con la literatura argentina. Cuando se plantearon la creación del documental Esto lo estoy tocando mañana. Julio Cortázar y la música, decidieron que querían hacer algo distinto. “Queríamos homenajear a Cortázar en el centenario de su nacimiento mostrando una faceta de su vida que no es desconocida, pero que tampoco ha sido tan explotada. Queríamos mostrar algo más que cronopios y rayuelas. Indagar en su relación con la música. Que Cortázar dialogara con sus amigos y descubrirlo a través de ellos. Todas las personas que aparecen en el documental dando su testimonio tienen vínculos con él. Las intervenciones de Pablo Gianera y Carles Álvarez Garriga aportan claves de lectura que nos permiten entender lo que nosotros consideramos un ensayo audiovisual”, explica Wroblewski minutos antes de que se inicie la proyección en Barcelona. El documental empieza con palabras de Cortázar: “Quisiera sentir un poco como si estuviera en la misma habitación donde usted oye ahora este disco. Y cuando digo usted, usted no existe para mí, y sin embargo, vaya si existe, porque usted y yo somos… somos este encuentro desde tiempos y espacios distintos. Una anulación de esos tiempos y esos espacios, y eso siempre se da en la palabra y la poesía”.
 
El filme ofrece imágenes inéditas y audios reveladores. Cortázar menciona a Mario Vargas Llosa, a quien describe como un escritor grande, admirable, pero “totalmente sordo a la música”. La existencia de esta grabación, que Vargas Llosa desconocía, sirvió de señuelo para que el escritor peruano accediera a formar parte del documental. “Dice que no me gustaba la música. A mí no me gustaba el jazz”, se justifica, ríe y se emociona al escuchar la voz de Cortázar. “Yo creo que es algo que vale para Borges, que no le gustó nunca la música y siempre lo declaró. Y sin embargo es un extraordinario prosista. Pero para él la música sí era absolutamente fundamental, y además se nota, no sólo en cómo escribe sino también en lo que escribe, porque la música es siempre una presencia muy constante en sus cuentos, sus ensayos, sus artículos”.
 
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¿Qué te llevarías a una isla desierta?, le preguntó en una ocasión Jacques Chesnel. Si lo aguardaba el exilio en una isla yerma y olvidada de este mundo, y si sólo podía llevar consigo una única cosa, Cortázar no tenía la menor duda: llevaría música. Si le permitían escoger cinco discos, “uno de Jelly Roll Morton, dos o tres del viejo Armstrong, uno del viejo Ellington de los años veinte y treinta”. La escritora Liliana Heker dice que es perceptible en su obra: “Su amor por la música se nota en cómo aparece en sus personajes más queridos”.
 
Se lo confesó a los estudiantes de Berkeley, que escucharon entre risas la historia de las hadas que debatieron su destino: “Me siento un músico frustrado”. Durante los meses de octubre y noviembre de 1980 Julio Cortázar impartió un curso de literatura en la Universidad de California. El día de la quinta clase quiso hablar de un tema que consideraba muy hermoso, y también muy difícil de abordar en términos teóricos: la musicalidad en su literatura. Incluso para él, para su propio entendimiento, hablar sobre la relación entre la música y su prosa era un asunto complicado. “Es una tentativa por explicar algo en el fondo inexplicable para mí”, advirtió como si hablara por boca de Johnny Carter, protagonista de uno de sus cuentos, El perseguidor, cuando dijo que “la verdadera explicación sencillamente no se explica”. Cortázar habló de una pulsión rítmica que sólo se sometía a la intuición, de una vibración sutil contra la que él no podía (ni quería) hacer nada, sólo obedecer y dejarse llevar. Habló de algo que no tiene nada que ver con la sintaxis, que ignora la razón, que esquiva las reglas: “No estoy hablando de la música como tema literario sino de la fusión que en algunas obras literarias se puede advertir entre la escritura y la música, cierta línea musical de la prosa”. Explicó a los estudiantes que esta prosa “encantatoria” tiene su propia cadencia, un movimiento sinuoso que el oído interno del lector percibe y que guarda en su memoria, como el estribillo de una canción o como los versos de un poema. Algo hipnótico y mágico. “Cantar está en encantar”, dijo a sus alumnos. Y habló de las pulsaciones de la sangre y de una música interior que reconocía en el lenguaje de escritores que amaba especialmente, porque tenían ese swing, porque despertaban su sentido del ritmo: “Leemos esa prosa de alguna manera como cuando escuchamos ciertas músicas y entramos totalmente en una especie de corriente que nos saca de nosotros mismos y nos mete en otra cosa”. Antes de pasar al siguiente tema (el humor), y para dejar constancia del significado que tenía la música en su vida y en su obra, leyó Lucas, sus pianistas, un texto en el que cita a su amiga Margarita Fernández, una de las protagonistas del documental, entre sus pianistas predilectas.
 
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Primero la ópera, luego la música sinfónica y después la música de cámara. Cortázar decía que este había sido el principio de su camino, el camino que debían seguir los que amaban la música con real intensidad. Luego descubrió los ritmos populares, la poesía emanada del tango, que era la música de sus nostalgias: “Cuando pongo un disco de Gardel estoy viendo el patio de mi casa, toda mi familia; ese disco hace pasar imágenes, figuras”. Y después empezaron las diferencias con su madre, que no entendía esa extraña “música de negros”. Louis Armstrong, Jelly Roll Morton y Duke Ellington empezaron a sonar en las radios argentinas, y Cortázar, entonces un larguirucho de quince años, descubrió un universo nuevo, una nueva pasión: el jazz.
 
En 1978 Evelyn Picon Garfield le hizo una larga entrevista al escritor argentino. Le preguntó si conocía personalmente a algún jazzista. “Franceses, sí. Tengo un buen amigo, muy buen amigo de jazz. Se llama Michel Portal.” Michel Portal lo cuenta en su testimonio. Cuando leyó El perseguidor pensó: “Esto lo estoy tocando mañana... Es algo que no comprendo. ¿Por qué dice esas cosas? No entiendo (…). Es un texto lleno de respiraciones, de chispazos de genio, de pausas. Creo que por eso él se sentía atraído por la música... por el jazz en particular”. El músico francés sentencia: “La escritura de Cortázar tiene ritmo de jazz”. Y en una escena del documental Cortázar lo confirma: “El jazz tuvo gran influencia en mí (...) el fluir de la invención permanente me pareció una lección para la escritura, para darle libertad”.
 
En una carta fechada el 8 de octubre de 1981 Julio Cortázar le escribió a su amigo Fredi Guthmann que estaba sufriendo lo indecible: había vendido todos sus discos de jazz. Pensaba que tener más de doscientos discos, guardados y en silencio, era un gesto cruel. Le contó a Guthmann que sentía mucho dolor, que su sentimiento de pérdida era grande y que también había repartido discos de otros géneros musicales (los más apreciados por él) entre sus amigos: “Me gusta pensar que en algunas noches de Buenos Aires, música que fue mía crecerá en una sala, en una casa, y se hará realidad para gentes a quienes quiero”.
 
En una sala de cine de Barcelona, en una noche de un tiempo todavía presente, suena música que Cortázar hizo suya. Suena el piano de Margarita Fernández y, a ritmo de tango, la guitarra de Juan “Tata” Cedrón, que canta unos versos de Cortázar: Canción sin verano. Suena Charlie Parker con Dizzy Gillespie, el saxo alto de Michel Portal y el Quinteto Jodos, que ejecuta la banda sonora original del filme. Cortázar lee un fragmento de El perseguidor, con sus pausas justas, con la entonación sentida de su voz, con sus erres arrastradas. Su voz y la música se extienden como hiedra, por encima y por debajo de todas las cosas; por las paredes, por los costados y por las patas de las butacas. Y está todo el mundo quieto, en silencio, escuchando.