lunes, 15 de junio de 2015

Las huellas de un zorzal: una muestra recorre la vida de Gardel

A 80 años de su muerte. Se exhiben una carta a su mamá, fotos del accidente y su primera guitarra, entre muchas otra cosas

"Mi querida mamita". Carta dirigida a su madre.

Accidente. El avión en el que murió Gardel.

Esa sonrisa. La muestra recorre la vida de Gardel desde chiquito./ Néstor Sieira/revista Ñ.
Carlos Gardel en un fotograma de una película./elespectador.com

"Hacen falta varias condiciones para que nazca un mito: que la persona sea ya conocida, que muera de forma dramática y que sea en el momento más álgido de su carrera. En Gardel se dio todo eso", explica Walter Santoro, presidente de la Fundación Industrias Culturales (FICA) mientras recorre con Clarín la muestra Carlos Gardel, del hombre al mito, de la que es responsable y que ahora, cuando se cumplen 80 años de la muerte del cantor, se puede visitar en el Museo Histórico Nacional.
Se trata de una colección de objetos personales, fotografías, manuscritos, afiches cartas, discos, y hasta se puede ver, en una de las vitrinas de la sala, el smoking que "el morocho del Abasto" usó en muchas de las películas que filmó en los Estados Unidos, además de imágenes del accidente en el que murió y recortes de prensa de ese día: el 24 de junio de 1935.
La muestra se organiza en varios módulos porque, como explica Santoro, "la vida de Gardel fue muy rica y no es fácil contarla, pero esta no es una muestra a la que la gente venga por placer estético, esto es una vida, si no se cuenta la historia no sirve". Así, en una primera vitrina nos sorprenden unas fotos de un Gardel niño, casi recién salido del barco en el que llegó a Buenos Aires, a los dos años, con su madre, Berta Gardes. "El cambio de apellido fue una confusión del registro", dice Santoro. De ella también hay fotos, así como objetos personales: un cepillo de pelo, su collar de perlas o incluso su cédula de identidad, que tiene el número 424635. Ese número -casualidad impresionante- concide casi exactamente con la fecha de la muerte de su hijo.
Lo que sigue es el Gardel que surgió tras su encuentro con José Razzano en 1911: "Me han dicho que usted canta", dicen que le dijo Gardel a Razzano. "Me defiendo", apuntó éste. Ahí nacería un dúo artístico que se mantendría unido por años y que actuaría en infinidad de pueblos argentinos pero también en Chile, Brasil, Montevideo o España, entre otros lugares. Una foto del cantor vestido de gaucho da idea de su pionera mezcla entre canción y actuación: "Gardel fue el primero en muchas cosas", afirma Santoro, y se dirige a la siguiente vitrina para señalar un disco, Mi noche triste, y cuenta que "ese (que Gardel cantó) fue el primer tango canción, con una historia contada en la letra". En esta parte vemos también su famoso sombrero y la raída corbata que consideraba un amuleto y que aparece en muchas de las fotos.
Otra zona de esta muestra está dedicada al cine: "Gardel fue uno de los primeros artistas argentinos que salió a hacer películas afuera", sigue Santoro. Hay fotos de los backstages de los rodajes y escenas de los films. Al lado, se puede ver el smoking que lleva en muchas de esas fotos y, junto a él, la primera guitarra que Gardel tuvo, una de 1917.
El accidente que acabó con su vida a los cuarenta y cinco años es una de las partes importantes de la muestra: fotos del avión destrozado, del pasaporte que llevaba en el bolsillo con las páginas quemadas, y la última foto que el cantor se hizo antes de comenzar su último viaje. Una maqueta del avión y fotos de su masivo funeral completa la vitrina y, junto a ella, vemos las tapas de varios de los diarios que anunciaron el desastre.
Cierra la muestra la sección "Pasión por la vida", y en ella vemos desde el mate de Gardel, o una pelota de fútbol que el Barcelona le regaló en 1930 hasta una carta dirigida a su mamá que comienza con un tierno "Mi querida mamita". "Gardel sentía pasión por vivir", dice Santoro, "le gustaban los lujos y las diversiones y le gustaba todo bien exquisito", señala, y cierra, "pero su voz... su voz es lo que atrapa. Gardel, a capela, seguía teniendo orquesta".

Ochenta años tampoco son nada


Gardel insistiría en que veinte años no es nada. Entonces la audiencia universal a coro pensará que, incluso, ochenta tampoco lo son para una voz, una figura, un modo de cantar y un género que fue el primero incluido en la lista de los que la Unesco declaró Patrimonio Intangible de la Humanidad. 
Este 24 de junio, ochenta años después de aquella infausta tarde en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, cuando las maniobras y desplantes de los pilotos Willys Bennington Foster Stuart, de la Scadta, y Ernesto Samper Mendoza, de la Saco, terminaron en el accidente que habría de reforzar su imagen como el cantante más famoso del siglo XX, el engominado galán, el Morocho del Abasto, invadirá con mayor ímpetu el espectro radial y mediático del mundo de la música y de su historia. Si al aniversario le sumamos los cientos de libros que ha inspirado, los millones de textos que aparecerán este día y la difusión de su cancionero en los bares, teatros y escenarios del mundo, hasta los enemigos del tango tendrán que admitir que Carlos Gardel fue más que un mito surgido de una coyuntura horneada por las llamas, el bochinche y la sangre de ese accidente.
Una frase del tango Volver, del poeta brasileño Alfredo Le Pera, lo instaló en la inmortalidad. Y con este verso repetido hasta el infinito por humildes cantores de cantinas, hasta las grandes voces, sin excluir el verbo encendido de políticos y la fauna cultural del mundo, que la magia del celuloide y la perpetuidad de la vulcanita registraron desde el pasado y para dos siglos, Gardel insistirá en que veinte años no es nada. Entonces la audiencia universal en un coro unísono pensará que, incluso, ochenta tampoco lo son para una voz, una figura, un modo de cantar y un género que fue el primero en la lista que la Unesco declaró como Patrimonio Intangible de la Humanidad, producto de un amasijo de culturas tan disímiles como la africana, la criolla y la europea, y cuyos registro de nacimiento está fechado en la década de los ochenta del siglo antepasado.
El tango argentino, como cuerpo cierto y susceptible de ser oído en todo el mundo, se dio a conocer en 1917, ya vertido en una pasta de ebonita y reproducible por las victrolas eléctricas. Su impacto corrió paralelo a la Revolución bolchevique y a la carnicería de la Primera Guerra Mundial. Si bien el género tenía una historia previa de más de treinta años, sólo a partir de la grabación de una composición instrumental, bautizada Lita por su creador, Samuel Castriota, y versificada luego por Pascual Contursi, el tango emerge como canción verdadera, ya armada con texto poético. Conviene decirlo: antes las letras de tango eran tan deplorables como vulgares. De ahí que ese tango pionero, grabado precisamente por Gardel y titulado Mi noche triste, sea el punto de partida de la historia del ritmo que viajó de los burdeles porteños a los salones de la burguesía diletante parisina.
Imposible mencionar al ídolo sin explorar su origen. Aunque la procedencia francesa parece cierta, la contraparte tiene la fluidez del río Uruguay. Hasta el cantante Ómar Escuderos le metió música en 1998 con su tango Un ADN para Gardel. Desde Bélis, Francia, en julio de 2012, François Lasserre, presunto nieto de Paul Lasserre y sobrino del cantor, expresó en una carta abierta al mundo gardelófilo: “Sólo la comparación del ADN puede desempatar definitivamente las posturas de los sostenedores de una u otra tesis y clausurar para siempre un antiguo debate, a menudo encrespado, sostenido a lo largo de setenta y siete años. La lógica indica que habría que comparar primero la impronta genética de Berthe Gardes con la de Carlos Gardel; luego, la de Carlos Gardel con mi propia impronta genética, que ofrezco espontáneamente, con el fin de enriquecer un patrimonio que pertenecerá, en lo sucesivo, a la humanidad entera.”
Argentina como nación, el tango como cultura universal y Gardel como ícono del canto, fueron cocinados a plena temperatura por dos fenómenos concomitantes: la política migratoria, expresada en la Constitución de 1853 mediante su artículo 25: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. Además, mientras en Europa se encendía el fuego de la guerra y la consecuente postración social, en Buenos Aires, justo en ese 1914, se pagaban los salarios más altos del mundo. La condición de potencia económica le permitió el lujo de mantenerse neutral durante el conflicto e ignorar las presiones de Estados Unidos. Cuando Alemania le hundió dos barcos, a la emergente nación le bastó un desagravio y una indemnización.
Gardel ha sido suculenta materia de especulación durante estos ochenta años. No pueden faltar las leyendas sobre una presunta sobrevivencia, oculto del mundo y convertido en un ser monstruoso. El gordo Aníbal Moncada, fundador del Patio del Tango de Medellín, le tenía un altar porque le hacía milagros. Su vida, pasión y muerte han sido abono para los terrenos del conocimiento y del arte; desde el ensayo ácido y serio bajo la óptica del sociólogo Juan José Sebreli en dos de sus obras: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) y Comediantes y mártires (2009). Hasta Borges y su tirria manifiesta por ese tango que se aparta del recurrente ritual fiestero de guapo y cuchillo, malogrado por el advenimiento de aquel otro donde el amor y la tristeza colonizan el sentimentario universal, como la citada canción pionera del 17: Mi noche triste, proscrita como Carlitos de los afectos borgeanos.
Al igual que cientos de escritores argentinos y de otras nacionalidades, en contravía de Borges, Julio Cortázar ofició la ceremonia del tango sin aprehensiones. El capítulo 111 de Rayuela transcribe una narración en donde la protagonista, Ivonne Guitry, se confiesa con Nicolás Díaz, un supuesto amigo del Zorzal en Bogotá. La lectura de ese capítulo remite directo al lector tangófilo a la Madame Ivonne escrita por Enrique Cadícamo y que fuera la última canción grabada por Gardel en Buenos Aires en 1933, antes de embarcarse para París. Continuando con la incursión de Cortázar en el 2x4, interesante será para el lector conocer el disco de larga duración titulado Trottoirs (veredas) de Buenos Aires, con diez tangos de su autoría, musicalizados por Edgardo Cantó y cantados por Juan Cedrón en París, en 1980. La música del tema insignia le hace piropos melódicos al Arrabal amargo (1934) del binomio Gardel-Le Pera.
¿Y qué dicen de Gardel sus críticos? De todo, como en la botica de Corrientes tres-cuatro-ocho. Desde calificarlo de apátrida por sus devaneos de nacionalidad, restregarle su etapa de vago, ratero y estafador, sin omitir sus amistades con políticos sucios, mafiosos, proxenetas y pistoleros bonaerenses, hasta dedicarle generosos párrafos homofóbicos a su reservada conducta en materia de amoríos femeninos, sin dejar al margen la etapa en que ejerció de gigoló en Nueva York. Desde la órbita musical también ha sido cuestionado por pretender ser un cantor universal como podría demostrarlo su actuación en Tango en Broadway, película de 1934, pasando por la supuesta decadencia de su voz y de juzgar que su posterior fama debe sopesarse en proporción directa con el horror del accidente y no con su trascendencia fundacional. Pero en el mar de textos críticos emergen el par de ensayos de Juan José Sebreli, polémico autor citado antes.
En Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, publicado en 1964, pone al Zorzal Criollo contra el paredón: su obra carece de contenido reivindicatorio, comprometido, y peca de arribismo social. Este texto de Sebreli, que certero golpea la despistada clase media, leído con profusión por la intelectualidad universitaria, a mi juicio cayó en el exceso común de la izquierda de los años 60-70, la de allá y la de aquí, de considerar que el tango es lumpen, así como sus cultores. La indiferencia militante de Gardel y los gardelianos es una cuenta sobrefacturada que le pasó Sebreli a la música ciudadana. A mi juicio, y como ferviente músico tanguero, el arte en general no debe ser estigmatizado por su origen. Al fin y al cabo el genio de escritores, pintores, poetas y músicos siempre ha sido acunado al calor grato de la fraternidad noctámbula, la bohemia y el vivificante goce cantineril.
Escribo esto sin pretender desbordarme del ámbito tangófilo que tiene reservado un cálido sitio al recuerdo de una figura signada por esa fatalidad que suele engrandecer a los cantantes cuando la muerte accidental se antepone al patético advenimiento de la decrepitud. Carlitos, el fundacional del 2x4, cuyos despojos fueron exhumados seis meses después de su entierro en el cementerio medellinense de San Pedro y mimetizados en una caja metálica durante un trayecto penoso, largo e inevitable hasta la estación del ferrocarril de Armenia, para proseguir hacia Buenaventura, pasar por el canal de Panamá, llegar a Nueva York y tener al Buenos Aires querido como apoteósico destino final, planeado como maquiavélica cortina de humo para cubrir los escándalos políticos argentinos. Repasada la foliatura sólo me quedan dos o tres interrogantes como ciudadano corriente y uno más como músico y tanguista: ¿por qué Gardel excluyó los bandoneones en casi todo su cancionero?
Oído, visto y diseccionado durante ocho décadas, los especialistas, los músicos y los cantantes pueden tener una percepción diferente al común de la afición tanguera. Por eso la pregunta que seguirá flotando: ¿fue el mejor de los mejores? En mi caso diría que no por una simple razón: el engominado galán fue quien abrió el camino y de eso dan cuenta sus películas y sus discos. Quienes lo precedieron comenzaron a replicarlo, como fuente ineludible del canto, la actuación y hasta la pinta. De ahí en adelante comenzó la batalla de cada cantor por superar al maestro, por consumar el anhelado parricidio artístico. Parecerían demostrarlo Goyeneche y Sossa, con sus versiones del cancionero de Le Pera. Por conocimiento directo y razones de “la zurda”, añado a otro, Roberto Mancini, cuya centenaria discografía permanece oculta, a quien pregunto y responde desde Argentina que Gardel fue el primero, lo máximo, y punto.