martes, 23 de junio de 2015

El triunfo literario del yo al desnudo

Después de casi dos siglos, las escrituras que revelan la subjetividad de su autor constituyen un tema de estudio central en el campo de la crítica, la historia, la filosofía, la sociología y el psicoanálisis, entre otras disciplinas

Ilustración,   Sebastián Dufour./adncultura.com
Genealogía de una modalidad que evoluciona entre el voyeurismo y el afán de conocimiento

En sus Opúsculos morales, el único tratado italiano de filosofía práctica del siglo XIX, Giacomo Leopardi razona acerca de los autores que escriben sobre sí mismos. Al respecto, defiende en 1824 la pertinencia de los escritos autobiográficos y les asigna un rol par al de otros géneros narrativos, como la novela, el cuento o el ensayo:
... es muy falso pensar que los lectores ordinariamente se preocupen poco de aquello que los escritores dicen de sí mismos; porque todo lo que ha sido pensado y sentido verdaderamente por un escritor, dicho con modo natural y preciso, genera atención y tiene sus efectos después de la lectura, pues de ninguna manera se representan o se discurre de las cosas ajenas con mayor verdad que hablando de las propias.
Después de casi dos siglos, las escrituras del yo (autobiografías, memorias, diarios, epistolarios, autoficciones) constituyen un centro gravitacional de estudios en el campo de la crítica literaria, la lingüística, la historia, la filosofía, la sociología y el psicoanálisis, entre otras disciplinas. En las universidades de todo el mundo se multiplica la crítica que intenta delinear las características fundacionales del género, analizar su evolución y abordar -sin soluciones conclusivas- algunas cuestiones centrales. ¿Por qué, en un determinado momento de la vida, un individuo decide dejar un testimonio de sí? ¿Hasta qué punto las historias, confesiones y memorias del yo son atendibles? ¿Cómo puede haber objetividad allí donde la narración de la propia historia se alimenta de los recursos retóricos de la ficción? ¿Qué diferencia hay entre escritos autobiográficos, memorias, diarios, epístolas y autoficciones?
Al mismo tiempo, en los últimos años editores y lectores van en busca de nuevos escritos (no siempre póstumos), en los que por fin sea posible conocer al escritor amado o al personaje histórico detestado. Se trata de una especie de afán de saber que va desde la curiosidad y el voyeurismo de algunos lectores hasta la especialización extrema de estudiosos e investigadores. Adentrarse en la vida íntima de escritores, artistas, protagonistas de la historia o, simplemente, en la vida de los famosos sería como poseer una llave que abre puertas por mucho tiempo clausuradas.

Veracidad, naturalidad

"He aquí, pintado exactamente al natural y absolutamente fiel a la verdad, el único retrato humano que existe y que probablemente existirá." Jean-Jacques Rousseau explicita en el inicio de Las confesiones, escritas entre 1760 y 1782, el principio inalienable de la "veracidad, naturalidad y autenticidad" como condición primaria de la escritura del yo. También Leopardi, años más tarde, estará convencido de que quien escribe su propia historia no lo hace "a partir de las gracias y de las falsas bellezas, o que tienen más apariencia que sustancia respecto de la afectación y de todo aquello que está fuera de lo natural".
Hoy, sin embargo, ese principio y esa convicción no parecen tan sólidos como entonces, desde que Paul De Man, en La autobiografía como desfiguración (1984), no sólo negó cualquier posibilidad de establecer una caracterización específica de la autobiografía diferente de la ficción, sino que, además, puso en duda la veracidad testimonial. Simplemente porque todo escrito acerca de sí respondería a una compleja codificación textual, heredada de una larga tradición libresca, que le impide a un autor liberarse de las trampas del lenguaje y de la anquilosada retórica literaria. En otras palabras, los instrumentos de representación de la realidad y, sobre todo, los mecanismos del autorretrato, son los mismos para la ficción que para la autobiografía. El debate actual en torno a la autoficción (es decir, una narración en que la ficción está permeada por la experiencia autobiográfica del yo) es el resultado del relativismo filosófico y de la imposibilidad de hallar límites concretos entre los fenómenos culturales.


Aun así, Las confesiones de Rousseau sigue siendo considerado por casi toda la crítica el texto capital y fundador de la autobiografía moderna. Justamente porque, como decíamos, reclamaba "veracidad, naturalidad y autenticidad" para que existiera un nuevo "pacto autobiográfico" entre autor y lector, como Philippe Lejeune llamó al acuerdo tácito que existe cuando se lee una autobiografía. Claramente, antes de Rousseau existía en Europa una larga tradición de escritos en primera persona, desde las Confesiones de san Agustín hasta la múltiples Vidas, típicas del siglo XVIII y contemporáneas a Rousseau, que todo filósofo de la época se sentía obligado a componer. Por otro lado, baste mencionar el Secretum de Petrarca o la Vida de Benvenuto Cellini (que para Goethe fue el texto autobiográfico más acabado del Renacimiento), para darse una idea de la intensidad e importancia de la literatura escrita en primera persona entre el Medioevo y el Renacimiento.

Innovaciones de Rousseau

Ahora bien, más allá de ese principio fundacional que Rousseau enuncia en la premisa, Las confesiones aportó enormes innovaciones respecto de la tradición recién mencionada. La primera consiste en asignarle al lector un rol que jamás hasta entonces había tenido:
Os insto a no destruir una obra útil y buena, una obra que puede servir como parangón para ese estudio de los hombres que sólo todavía está por empezar, y os suplico no privar al honor de mi memoria del único documento seguro acerca de mi carácter que no haya sido desfigurado por los adversarios.
El lector no es más el espectador pasivo de la parábola de una vida o el simple destinatario de una historia personal, sino que se yergue en juez e intérprete de una experiencia vital irrepetible.
En segundo lugar, con este nuevo tono autobiográfico sincero, directo, categórico, Rousseau introduce sin merodeos la idea de la autobiografía como documento laico de la propia identidad. Se acabaron los tiempos de las confesiones religiosas entre Dios y el hombre, a las que san Agustín y Petrarca, imitándolo, se habían sometido considerando al lector un testigo de la propia narración. Se terminaron también los relatos iniciáticos y teleológicos, como la Vida de Cellini, en los que sus protagonistas celebraban la propia grandeza, u ofrecían, como en las Vidas de los iluministas, retratos intelectuales y morales intachables. Rousseau desplaza todo ese material hacia el pasado y proyecta lo nuevo a través de una narración que intente recuperarlo todo: "He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo".
Sin este giro moral, no hubiese sido posible que Casanova compusiera el relato de una vida disipada en la Histoire de ma vie entre 1789 y 1798. O que, a partir de entonces, se multiplicaran las memorias de escritores, poetas, artistas con el detallado informe de perversiones o desviaciones de todo tipo, hasta los recientes escritos de Houellebecq y de Carrère en Francia. Por otra parte, el retrato que Rousseau había dado de sí mismo tendía a la virtud. Para el filósofo ginebrino, era fundamental comprender que para alcanzar la virtud es necesario incluso haber hecho daño y haber experimentado en lo íntimo la conciencia del mal. Así, no vacila en narrar su relación con su benefactora y amante, madame de Warens, que le produce una enorme culpabilidad, o ese espléndido episodio de la segunda parte, en el que cuenta con disgusto cómo acusó injustamente a una sierva del palacio, donde él mismo se encontraba como servidor, de haber robado una joya que él había robado. Justificando de varias maneras ante el lector juez su acción deplorable, sentencia: "Permíteme que no hable nunca más de esto".
Pero, en realidad, la novedad más significativa está en el acento puesto en la infancia. Antes de Rousseau, que para entonces había ya publicado el tratado pedagógico Emilio o de la educación, nadie había comprendido cabalmente el rol capital de la infancia en la constitución de la identidad del sujeto. Su libro monumental está divido en dos partes, que corresponden a las dos grandes estaciones de la vida: infancia y juventud, por un lado, madurez y vejez, por el otro. Los episodios de la niñez (abandonada a su suerte, signada por el vagabundeo picaresco, peligrosamente expuesta a los deseos pedófilos de los curas que presumiblemente debían protegerlo) están teñidos, aun así, de una tonalidad nostálgica y evocativa. En cambio, toda la historia de su madurez (la edad "de los enormes errores, de las desgracias inauditas, traiciones, desventuras, perfidias, recuerdos tétricos y desgarradores") aparece, en conclusión, como la expulsión del paraíso irrecuperable de la infancia.

Adentro y a flor de piel

Hacia 1770, expulsado de París, perseguido por las autoridades francesas, exiliado momentáneamente en Suiza (su patria tan amada), denostado por sus colegas filósofos, Rousseau confiesa al lector la enorme dificultad física y moral que implica seguir componiendo sus memorias. Adjunta a su autobiografía cartas, documentos, que no son otra cosa que testimonios de las vejaciones de su integridad psicológica e intelectual. Y por ello, cuando, desahuciado, se decide a seguir adelante con las despreciables memorias de la madurez, recuerda a los lectores:
El fin específico de mis confesiones es hacer conocer exactamente la intimidad de todas las situaciones de mi vida. Es la historia de mi alma, como lo prometí, y para escribirla fielmente no tengo necesidad de otras memorias; me es suficiente volver a entrar dentro de mí.
Rentrer au dedans de moi es la expresión en el original francés, en consonancia, justamente, con el epígrafe latino del Primer libro de Las confesiones: Intus et in cute. Es decir, "adentro y a flor de piel". Ésta es otra de las claves fundacionales. La autobiografía de Rousseau rechaza la historia intelectual de un hombre, típica de los iluministas y enciclopedistas, y propone, en clave protorromántica, su historia sentimental. Es decir, no son fundamentales los hechos que él mismo narra o la gloria alcanzada, sino la puesta en escena de aquello que sintió cuando le acaecieron esos hechos. La vida no está hecha -dice Rousseau- de lo que vivimos, sino de lo que sentimos cuando vivimos. Lo que está dentro y lo que queda "a flor de piel".
Por eso, al final, el libro traza con minuciosidad cuál era la índole del niño y cuál terminó siendo el carácter del hombre. Índole era para los filósofos del siglo XVIII el conjunto de las disposiciones naturales con las que todo ser humano nace. Para Rousseau, por otra parte, siendo naturales, no podían ser sino buenas. Carácter, en cambio, es el conjunto de las disposiciones psíquicas que resultan de la índole y del contacto con el ambiente familiar y social al que cada sujeto se ve sometido. La utopía de Rousseau llega precisamente aquí: la vida debería ser un flujo de experiencias en las que el contacto primario con la naturaleza -madre de los grandes sentimientos- preserve la bondad congénita de la índole. En cambio, la sociedad civil impone, transforma la madurez de un hombre en una lucha violenta de preservación de sí mismo.

Vida de los otros, vida propia

Una de las cuestiones más interesantes de las historias del yo es la relación que éstas guardan con las biografías. En el Medioevo había prevalecido el modelo hagiográfico de los exempla que relatan la conversión de un hombre en santo (es decir, del único episodio significativo de la vida) y de las legendas (la vida de los santos entendida como parábola cristológica). La edad moderna, en cambio, se reapropió de las vidas de Plutarco y las transformó en el texto-fuente de la narración biográfica. Cuando Giorgio Vasari compuso entre 1560 y 1565 Vidasde los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, tuvo como modelo a Plutarco y la narración de los modelos históricos griegos y romanos. A tal punto que Miguel Ángel, al verse retratado todavía vivo, reaccionó con virulencia, porque entendía que una biografía de esa entidad conllevaba una monumentalización funeraria digna de un muerto.
Efectivamente, la biografía moderna comportaba dos procedimientos compositivos difíciles de desarraigar: la sacralización del personaje, rodeado de un áurea mítica, y la tendencia, muchas veces deformante, a transformar la acción vital en impulso épico. En otras palabras, la biografía era la narración del hombre signado por la vocación heroica.

La narración del yo y de la patria

Para muchos argentinos que han escrito sobre sí mismos en el siglo XIX y, en especial, para Sarmiento, la fuente no podía ser Rousseau, con quien disentía plenamente en cuanto a la propuesta pedagógica del Emilio, sino las biografías ejemplares y, en particular la de Cicerón. El sistema binómico de Sarmiento colocaba, por un lado, la biografía deleznable de Rosas y, por otro lado, la de Quiroga. Por sobre ellos, de manera superadora, la de sí mismo.
Recuerdos de provincia (cuya primera versión data de 1850) es, acaso, el ejemplo más acabado de autobiografía en nuestro país. En el famoso ensayo de los años 80 que Beatriz Sarlo le dedica a Sarmiento, la hipótesis principal es que Recuerdos de provincia no es tanto la historia de una individualidad, según el paradigma de Rousseau, sino más bien "un fragmento significativo de la historia nacional". Porque a Sarmiento -habría que agregar- no le interesaba el presupuesto iluminista de la propia historia como "estudio del hombre"; le sentaba más bien la idea romántica de convertir su propia historia en un testimonio histórico de lucha contra la catástrofe. Sobre todo porque, escrito durante el exilio y con Rosas aún sólido en el poder, Recuerdos de provincia es la historia de cómo un hombre, nacido de la genealogía de una estirpe "buena" pero empobrecida, arraigada en la tradición hispánica colonial de las provincias, sufre la violencia tiránica de un dictador que ha perdido el horizonte de la identidad nacional. Por ello, la narración de su formación autodidacta o de las lecturas reparadoras ante la ausencia de una educación orgánica no tienen el sabor melancólico que uno halla en tantos libros europeos del siglo XVIII, sino una tonalidad siempre tensa e incluso rabiosa y resentida, que transforma el libro en un verdadero panfleto o tratado político. Y, como ya ha sido señalado, un panfleto en que el personaje Sarmiento se postula como la única solución posible a los conflictos sangrientos de la nación.

Memoria colectiva

En el siglo XIX, de hecho, la autobiografía se convierte en memoria histórica. Podría decirse, en dos grandes direcciones: la memoria revolucionaria o la memoria del ascenso y de la reafirmación de la clase dirigente. Ejemplo paradigmático de la primera es la larga serie de escritores del Risorgimento italiano, de amplia fortuna en la Europa romántica, que narraban su periplo sacrificial en pos de la unidad de la nación. Silvio Pellico, autor de Mis prisiones (1832), fue uno de los intelectuales responsables de la difusión de las ideas románticas en la Milán ocupada por los austríacos y miembro de la secta de los carbonarios que, a través de reuniones secretas, conjuraban contra el dominio del Imperio en el norte de Italia. Descubierto por la policía secreta, fue encarcelado en Milán, trasladado a las cárceles de los Piombi en Venecia y finalmente enviado al temible bastión de Spielberg, en los confines orientales de Moravia. Sus memorias, según el príncipe de Metternich, sostenedor empedernido de la Restauración, hicieron más daño a Austria que las batallas libradas durante las revoluciones napoleónicas. Si se considera que entre 1832 y 1845 las memorias de Pellico conocieron decenas de traducciones en todo el Occidente (incluido nuestro país), se entenderá el juicio del político austríaco. Pero habría que preguntarse por qué un libro autobiográfico tuvo una fuerza corrosiva tan inusitada.
El libro se inicia con el momento de ingreso en la cárcel de Milán y termina con el regreso a casa, con la gracia concedida tras diez años de prisión dura. Pellico, valiéndose de una inteligentísima estrategia narrativa, confiesa con inmensa y sobrehumana bondad la aceptación y resignación cristiana ante la injusticia humana. Y, en vez de reivindicar la lucha revolucionaria (que en realidad sólo ha cambiado de lenguaje), expande piedad y comprensión cristiana ante el enemigo. Su caso se transforma en un escándalo que genera simpatía y sobre todo adeptos a la causa italiana y los enemigos de Austria. La narración en primera persona, interna a la historia y no omnisciente (porque cuenta sólo lo que el prisionero ve, oye y sabe desde el encierro), da lugar a una verdadera "novela" histórica que coloca al lector en la misma situación de espantosa expectativa ante el futuro incierto que vivió el joven Pellico, aislado de todo.
Lo más interesante es que si se compara su autobiografía con la de los otros tres amigos reclusos (Maroncelli, Andryane, Confalonieri), también ellos románticos, también ellos carbonarios, el efecto prodigioso que la primera tuvo sobre la política revolucionaria italiana no lo tuvieron las demás, porque las memorias de la prisión de estos últimos no son el fruto de la maestría narrativa de Pellico. Su libro convirtió la historia de sí en la vejación de toda una nación.
Las memorias argentinas del siglo XIX -como señalaba Adolfo Pietro en el señero volumen sobre la autobiografía argentina publicado en 1966- responden también a la hipótesis según la cual los recuerdos individuales se transforman en memoria colectiva del país y privilegian el relato de la juventud, en que desbordan las pasiones. Las autobiografías argentinas de la élite de la década del 80 pueden leerse como un único relato de la supremacía de una visión del espacio político argentino. Paradigmas de esa visión hegemónica son las memorias de Mansilla y Cané.
Ahora bien, sólo en los últimos años se afrontan otras dimensiones de la realidad histórica del país, como las memorias de inmigrantes que narraron, casi siempre en una lengua agramatical, despojada de retórica literaria y digresiva, la epopeya de millones de seres humanos que pasaron de la miseria a la fundación de una nueva clase media. Sus voces no llegan sin embargo a las librerías.

La nueva interioridad del yo

En los "Derechos del hombre y del ciudadano", de 1789, se proclama que "la libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre: cada ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente".
La difusión capilar de la carta en el mundo fue uno de los resultados de los principios revolucionarios franceses. Porque, a diferencia de la epístola del siglo XVIII (fuertemente codificada desde el punto de vista gráfico y formal, apéndice de las conversaciones de salón y, por lo tanto, de tinte cortesano), la carta del siglo XIX se transformó en uno de los tantos signos de la afirmación de la burguesía capitalista europea y extraeuropea. La difusión del sobre, la abolición del sello lacrado, el uso de la estampilla, la propagación de las oficinas de correo en todo el mundo, la eliminación de los ornamentos inútiles y de las extensísimas fórmulas de cortesía en la apertura y en el cierre de la carta son signos de la mayor libertad compositiva y comunicativa de los nuevos tiempos. La correspondencia epistolar, en pocas palabras, se convirtió en un fenómeno social y estructural del desarrollo económico de un grupo y, por otro lado, constituye el lugar de afirmación, dentro del grupo, de la intimidad del sujeto. No es la prosecución del salón, en el que las epístolas eran incluso comentadas y citadas en público, sino el espacio de la nueva interioridad burguesa, de la confesión romántica, de la vocación político-militar, del intercambio de temas e intereses. Fuente primaria de las cartas siguen siendo las novelas epistolares, más que los manuales de composición epistolar. El siglo XVIII había conocido obras maestras, como Las relaciones peligrosas de Laclos, en que los personajes se entregan a un juego erótico desprejuiciado y riesgoso. Las novelas epistolares del nuevo siglo, como el Werther de Goethe, en cambio, hacen de la carta el vehículo de identidad subjetiva y de legitimación de la propia vida.
De hecho, las epístolas de los escritores del siglo XIX -y los ejemplos son innumerables- saquearon los modelos literarios según sus propias preferencias e inclinaciones eróticas. Lo cierto es que, por primera vez, el yo que "se narra" se adentra como nunca antes en los pliegues de su vida privada más recóndita y confiesa a su interlocutor los lados más oscuros de sí mismo. Baste pensar en el epistolario apasionado entre Benjamin Constant y Madame de Stäel, a inicios de ese siglo, o en el nervioso intercambio de cartas entre Flaubert y Louise Colet hacia mediados de siglo.
Desde entonces y hasta no hace mucho tiempo, la carta fue uno de los campos intelectuales más fértiles de los escritores, que la transformaron en una verdadera práctica social y de afirmación estética.
En la Argentina de los últimos años, siguen apareciendo algunos casos realmente interesantes. Entre ellos, las cartas de Puig a la familia, en las que el autor cuenta sus experiencias cotidianas en Europa y demuestra su pasión por la anécdota y el chisme. Cortázar escribe al pintor y poeta Eduardo Jonquières, y revela con afectuosa amistad sensaciones, sentimientos y pasiones en los primeros años de su estancia parisina. Estas cartas, justamente, sustituyen la autobiografía que estos escritores nunca compusieron. Y, sobre todo, constituyen un verdadero taller de escritura y experimentación estilística.

Diarios: la intimidad cotidiana

Los diarios tienen su origen en la primera modernidad, cuando los mercaderes registraban en cuadernos los gastos que debían afrontar y las ganancias obtenidas en la jornada. Lentamente, en las cortes del Renacimiento, que no fueron otra cosa que la aristocratización de la mentalidad burguesa florentina, los diarios se transformaron en cuadernos de apuntes que tenían por objeto memorizar contratos, comisiones, encomiendas y, en algunos casos, escenas familiares.
Con la irrupción de la gran estación filosófica del siglo XVIII, el diario devino el lugar de la intimidad inviolable, escandida en su ritmo cotidiano. El journal intime, en efecto, se escribía en libros lujosamente encuadernados, que tenían en muchos casos llaves o candados. Lejeune ha publicado en Francia un volumen bellísimo que ilustra los diarios íntimos desde sus orígenes hasta nuestros días.
Con el correr del tiempo y, sobre todo en el siglo XX, los escritores adoptaron el diario como cuaderno de apuntes políticos, culturales, literarios o como crónicas de viajes y aventuras. Lo cierto es que para muchos lectores, los diarios revelan aspectos impensados de los artistas o de los personajes de relieve, y ponen al desnudo los mecanismos vitales de la producción intelectual. La aparición de El oficio de vivir de Pavese, tras su suicidio, o la publicación en nuestro país de Borges, de Adolfo Bioy Casares, dan la pauta de la dimensión literaria de dichos escritos.
Lo más interesante de los diarios reside en que, a diferencia de las autobiografías o de las memorias testimoniales, son escrituras del presente que, por su carácter fragmentario y episódico, captan lo momentáneo y no contemplan, por lo tanto, la posibilidad de reconstrucción mnemónica del pasado. Por ejemplo, Elsa Morante escribe en 1938, a los veinticinco años, un diario íntimo que desmenuza su relación tortuosa con Alberto Moravia, su amante, narrando o, más bien narrándose a sí misma, sus propios sueños eróticos. La publicación de los diarios de Alejandra Pizarnik ha sorprendido mucho a sus lectores de poesía, porque muestran aspectos de su psicología y de sus intereses culturales.
Pero ante todo, los diarios son lugares de ejercicio literario, de exploración de nuevos territorios del lenguaje. La desaparición momentánea del lector -que se superpone muchas veces en la mente de quien compone y crea - les ha permitido a los escritores y artistas hacer caer las máscaras de la representación y entrar por fin en la verdad de sí mismos.

Conclusiones

Cada nación ha elaborado en su tradición un modelo de escritura autobiográfica. Rousseau fue el paradigma en Francia, Gibbon en Inglaterra, Goethe en Alemania, Alfieri en Italia, Franklin en Estados Unidos. Me animaría a decir que el nuestro ha sido Sarmiento. La manera que cada uno de estos grandes escritores eligió para contarse a sí mismo dice mucho de lo que sus naciones han alcanzado y aquello que han perdido para siempre.
Una cosa es indudable. Cuando Descartes escribió sus Meditaciones, puso el yo en el centro de la especulación metafísica. Desde entonces, la representación y la narración de sí mismo no ha podido escapar a ese derrotero filosófico, según el cual, narrar la propia vida es, antes que nada, pensarse a sí mismo.

Textos de autores

"Roma está hecha una porquería, ni la sombra del verano con todo el movimiento de turistas. Esta ciudad engaña mucho, en invierno es un opio, sábado y domingo las calles desiertas, películas viejas no hay casi nunca, hay que ver todo lo nuevo que no es muy interesante. Todos los argentinos que están aquí despotrican contra Roma comparándola con Buenos Aires, Veo que hay salir de Buenos Aires para apreciarla."
Manuel Puig, Carta a la madre, Roma, 27 de noviembre de 1956, en Querida familia. Cartas europeas (1956-1962), Entropía, Buenos Aires, 2005.
"Después fue el tren, y París. Te aseguro que me cuesta creer que llevo aquí un año. A veces, andando en la Vespa por el centro, me asalta una sensación de irrealidad casi angustiosa. ¿Qué es esto? ¿Qué hago yo aquí?"
Julio Cortázar, Carta a Eduardo Jonquières, París, 31 de octubre de 1951, en Cartas a los Jonquières, Alfaguara, Buenos Aires, 2010
"Entro en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados, llena de curiosidad y de emoción. La esperanza de hallar algo nuevo es quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No sé que decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan estrecha y desaprobadora ante alguien que no sabe lo que quiere. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar la posesión de un fin!"
Alejandra Pizarnik, 23 de septiembre de 1954, Diarios, Lumen, Barcelona, 2010

Modulaciones íntimas

Autobiografía moderna

Nace en el siglo XVIII, como fruto de la atención reservada a la identidad del sujeto. Es el resultado de una larga tradición de escritos en primera persona, que culmina en el modelo de Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones son la narración de la propia historia sentimental.
Narración en primera persona, protagonista de la historia, que pone en el centro al yo, sus sensaciones, sus sentimientos y sus ideas.
Es un relato laico del alma, que requiere veridicidad, naturalidad y autenticidad, y que coloca al lector en una posición de juez y árbitro de la narración. El yo se presenta como individuo, cuya vida es útil para el estudio del hombre en general.

Memoria testimonial

Nace en el siglo XIX, como resultado de los conflictos políticos de la época.
Se presenta como la narración heroica de un yo, en lucha por los ideales de un grupo, una colectividad, una comunidad.
Es el relato celebrativo sobre todo de la juventud, en que se forjaron los grandes ideales. El yo se postula como paradigma de la nación, digno de memoria.

Carta

Se difunde en el siglo XVIII como forma de intercambio de las cortes y en el siglo XIX se transforma en uno de los mayores instrumentos de la afirmación de la mentalidad burguesa.
Se difunde como espacio en el que expresar libremente las propias ideas e, incluso, la propia interioridad. Se transforma en una práctica social, de intercambio intelectual.

Diario

Nace en el siglo XVIII como instrumento de la aristocracia, que en sus viajes, legitima su propia supremacía cultural y económica. Deviene cuaderno de apuntes fragmentarios, anotaciones desordenadas, un lugar privado de la cotidianidad. Para muchos escritores es el terreno ideal de la experimentación literaria y de la exploración subjetiva de la realidad.