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Rubem Fonseca, autor brasileño de El gran arte. |
En mayo
de 1993 Rubem Fonseca estuvo en México. Tuve entonces oportunidad de conocerlo,
luego de leer sus libros durante cerca de diez años, a lo largo de los cuales
se creó en mí la sensación de que me enfrentaba a un fantasma del que casi
nadie sabía nada, salvo los escasos datos que aparecían en las solapas de sus
libros. Cuando por fin fuimos presentados en el Palacio de Bellas Artes, luego
de un homenaje a Juan Rulfo, puede entender por qué me había sido tan difícil
conocer alguna otra cosa más que esos datos acerca de él, bastó con verlo
correr huyendo de los periodistas que intentaban entrevistarlo, actitud que
horas después él mismo explicaría al comentar cuánto recelaba de los escritores
que se asumían como hombres de opinión, como seres públicos que gustan de
ocupar los escenarios iluminados en los que los lectores terminan por saber más
de los autores que de las obras, o más precisamente, en los que el público
conocedor de literatura no lee prácticamente nunca, pero sabe gran cantidad de
anécdotas en torno a la vida de los autores, lo que también a muchos les parece
más útil que la lectura misma. Sin embargo, la aversión de Fonseca a la fama
poco tiene que ver con la misantropía que caracteriza a la mayor parte de sus
personajes. Al parecer Rubem Fonseca prefiere pensar que un escritor puede
decir todo lo que a él le parezca importante, independientemente de lo que los
lectores puedan opinar al respecto, pero siempre a través de sus obras y no
como personaje público que dicta sentencias en cuanto tiene un micrófono enfrente.
Él mismo me comentó después que John Updike le había dicho alguna vez que la
fama es como una máscara que los hombres suelen ponerse, y que resulta
peligrosa porque devora el rostro original, le impone gestos, niega la
identidad de quien se la ha echado encima.
La
carrera de Rubem Fonseca como escritor se inició cuando contaba ya con 38 años
de edad. Antes había sido abogado (estudió Derecho y se especializó en Derecho
Penal), después trabajó en Estados Unidos (había estudiado también
Administración en Boston y Nueva York), más tarde intentó conseguir un
nombramiento de juez en Brasil, litigando mientras tanto en favor de los
desgraciados que caían en manos de la justicia, generalmente negros, sin dinero
y sin dientes. En este trabajo pudo conocer los mecanismos turbios de la
política, de los organismos judiciales, la corrupción generalizada y el
ejercicio de la violencia, tanto la de los ciudadanos particulares, como la
feroz que ejerce el Estado contra éstos. Había sido también un lector
insaciable que leía cien páginas en una hora, según me contó más tarde.
Rubem
Fonseca es autor de ocho libros de cuentos y de siete novelas, así como de
algunos guiones cinematográficos. Su primer libro de relatos, Los
prisioneros, fue publicado en 1963. Según el propio Rubem Fonseca, para su
fortuna no tuvo que recorrer el penoso camino que significa andar tocando las
puertas de las editoriales con el manuscrito bajo el brazo esperando que alguna
se interese en un escritor desconocido, sino que un amigo suyo leyó los cuentos,
le gustaron, le pidió permiso para llevarlos a una editorial y de pronto se
encontró con que su libro ya estaba publicado. A este libro siguieron otros
dos, también de cuentos: El collar del perro (1965) y Lúcia McCartney
(1967). En estos relatos aparecen ya muchos de los aspectos característicos
de las obras de Fonseca: en la mayoría de los casos se trata de historias
sórdidas, algunas apenas esbozadas, otras desarrolladas de manera minuciosa,
pero todas planteadas con un realismo desnudo y estrujante; también desde estos
primeros cuentos podemos advertir la creación de personajes marginales, comunes
aunque llenos de complejidad, pues la mayoría de las veces están conscientes de
su marginalidad, conciencia que se traduce en la elaboración de un discurso
crítico de las diversas manifestaciones de la existencia en sociedades que
anulan cualquier forma de expresión de la individualidad. Pero llama la
atención el hecho de que esta actitud crítica las más de las veces se expresa
de manera implícita, sin necesidad de acudir a enfrentamientos maniqueos, por
lo que en la mayoría de sus obras siempre resulta difícil identificar dónde se
encuentran los valores éticos, ya que Fonseca nunca los presenta como conceptos
absolutos, sino como ingredientes ambiguos de la existencia. Por ello es que
más difícil aún resulta identificar cuáles son los valores que el autor pudiera
considerar como mejores, ya que la voz del autor en las Obras de Fonseca
termina neutralizándose de manera completa, pues todo lo que se dice en las
obras es expresado exclusivamente por boca de los personajes.
En
1973 publicó su primera novela, El caso Morel, obra excepcional en
muchos sentidos. En ella utiliza algunos recursos de la literatura policial,
como lo había hecho ya en algunos cuentos (“El collar del perro”, “El caso de
F. A.”, etc.) y lo seguiría haciendo en muchas de sus obras, pero sin ceñirse
estrictamente a los códigos tradicionales de este tipo de literatura; sólo echa
mano de algunos elementos estructurales del género (el crimen, la intriga, la
investigación judicial), todos ellos manejados con maestría. Sin embargo,
Fonseca no aspira a hacer una novela de detectives tradicional. En El caso
Morel, así como en sus otras obras que se ciñen a la estructura del relato
policial, el fin de la narración no es devolver el orden moral y jurídico a la
sociedad mediante la persecución y captura del criminal, no; cuando Fonseca
acude a los recursos de la literatura policial, siempre le da más importancia a
lo específicamente literario que a la intriga policial. Ésta es sólo un
pretexto, el mejor molde narrativo para presentar la compleja y ambigua
contienda entre el bien y el mal, porque “criminales somos todos”, como afirma
uno de sus personajes. En El caso Morel nos encontramos con una novela en la que los
tradicionales conceptos de “forma” y “contenido” se encuentran complejamente
entretejidos, al grado de que la estructura de la historia es tan importante
como la anécdota misma para la resolución de “el caso Morel.” Más que una
novela sobre criminales (que sí los hay) e investigadores (que también
aparecen), El caso Morel es una investigación sobre la literatura misma, sobre
el trabajo del escritor, sus dudas, sus pasiones, su condena a vivir atrapado
en la cárcel que significa el texto. No es extraño que el protagonista, un
escritor, haya sido anteriormente policía y abogado, tres trabajos que lo han
obligado a vivir “siempre con las manos sucias.” Es una novela dentro de la que
se escribe otra, que nunca se terminará; en esta última, el autor-protagonista,
Paul Morel, es el criminal que investiga su propio crimen, utilizando como
método de análisis la escritura; Morel necesita escribir los acontecimientos en
los que se ha visto envuelto —mismos que lo han llevado a la cárcel, desde
donde escribe—, para indagar la realidad de lo que le ha ocurrido, con lo que
se sugiere que la escritura tiene un índice de verdad más confiable que la
realidad misma, pues esta última no puede nunca quedar a salvo de ser
interpretada de múltiples maneras e invariablemente de forma parcial, lo que le
otorga un ser siempre relativo, a fuerza de la subjetividad que se ejerce sobre
ella. La historia se ve interrumpida constantemente por anotaciones al margen,
fragmentos de lecturas que Morel realiza, reflexiones aisladas, entre las que
sobresale una que se repite seis veces a lo largo de la historia: “nada debemos
temer, excepto las palabras.” En esta novela se presenta por primera vez a un
personaje que hará de la investigación policial y del trabajo literario un
ejercicio de hermenéutica (cosa que más tarde expresará otro personaje de
Fonseca, el abogado Paulo Méndes, alias Mandrake, en la novela El gran arte). Así, las obras de Rubem Fonseca plantean siempre la idea de que el
discurso literario es una indagación acerca de la realidad, indagación cuya
finalidad no es resolver ningún tipo de problemas sociales; en todo caso,
recordarnos que la vida social es en sí misma un asunto problemático, rico
precisamente por su gran ambigüedad, con lo que sus obras se separan de cualquier
discurso que pretenda resolver la complejidad de la existencia de manera
simplista, esquemática, y progresista.
En octubre de 1975 apareció publicado Felizaño nuevo. Ya para entonces Fonseca era reconocido como uno de los más
importantes renovadores de la moderna literatura brasileña; sin embargo la
publicación de este libro de cuentos acarreó algunos problemas graves al autor,
pues en diciembre del siguiente año fue recogido de la circulación por el
Departamento de Policía Federal, por orden del ministro de justicia Armando
Falcão,
quien prohibió además su publicación y circulación en todo el territorio del
Brasil. En abril de 1977, Rubem Fonseca inició un proceso para rescatar su
libro de la censura impuesta, proceso que duró doce años. La voz de los
censores normalmente expresó juicios amparados en una moralidad trasnochada,
carentes de todo sentido crítico. Por ejemplo, el senador Dinarte Martiz dijo: “Suspender
Feliz año nuevo fue poco. Quien escribió aquello debería estar en la
cárcel y quien le dio acogida también. No conseguí leer ni una página. Bastaron
media docena de palabras. Es una cosa tan baja que el público ni siquiera debía
conocerlo”, y el ministro Armando Falcão comentó: “Leí muy poco, tal vez unas seis palabras, y eso bastó.”
La causa de semejante respuesta por parte de la censura oficial es fácil de
identificar: en Feliz año nuevo, Rubem Fonseca vuelve a expresar su
preocupación por los temas ya para entonces centrales de su obra: la violencia,
el crimen y la pornografía. Se trata de un libro de cuentos medular en la obra
del escritor brasileño, pues es el primero en el que de manera inequívoca nos
muestra que la opción por tratar estos temas no es el resultado de las
obsesiones de una mente enferma —como se le quiso presentar—, sino que intenta
desmitificar los conceptos que en la actualidad se manejan como únicos cuando
se habla de crimen, violencia y pornografía, concepción difundida y amparada
por lo que Foucault llamó “el discurso del poder.” Hay en este libro algunos
cuentos admirables, en los que predominan la parodia y la ambigüedad, dos
formas del discurso en las que la narrativa ha alcanzado siempre su tono mayor.
En este sentido sobresalen los relatos “Corazones solitarios”, “Amarguras de unjoven escritor”, “Nau Catrineta” y “El campeonato”. Pero el lugar principal lo
ocupan los cuentos “Feliz año nuevo”, “Paseo nocturno” e “Intestino grueso”. En
los dos primeros el personaje principal es la violencia urbana, actitud sin
dueño, ubicua, que lo mismo puede ser ejecutada por un grupo de hombres
marginales que salen a robar en una casa rica, pues no tienen con qué celebrar
la llegada del año nuevo (en “Feliz año nuevo”), como por un industrial, dueño
de una inmejorable posición económica que, ante una vida familiar
emocionalmente vacía, decide salir todas las noches a matar personas con su
automóvil, pues ha descubierto que la agresión es la única manera como puede
relacionarse intensamente con los otros (en “Paseo nocturno”). El cuento “Intestino
grueso” está estructurado como la entrevista que un periodista hace a un
escritor; es, pues, un cuento sin acciones, sin desarrollo dramático de los
personajes, en el que todo el interés está puesto en las opiniones del escritor
respecto de la violencia, la pornografía y la censura. Por ejemplo:
Hay
personas que aceptan la pornografía en cualquier parte, hasta, o
principalmente, en su vida privada, menos en el arte, creyendo, como Horacio,
que el arte debe ser dulce et utile. Al atribuir al arte una función
moralizante, o por lo menos entretenedora, esa gente acaba justificando el
poder coactivo de la censura, ejercido bajo alegatos de seguridad o bienestar
público.
Otro ejemplo:
Los
filósofos dicen que lo que perturba y alarma al hombre no son las cosas en sí,
sino sus opiniones y fantasías respecto de ellas, pues el hombre vive en un
universo simbólico, y lenguaje, mito, arte, religión, son partes de ese
universo, son las variadas líneas que tejen la red trenzada de la experiencia
humana.
Me
he detenido en estas dos citas, pues en ellas se puede observar de manera
evidente que si algo de subversivo tiene la actitud de Fonseca, esto reside en
la claridad con que expone la imposibilidad de postular discursos absolutos,
totalizadores; en su negación a aceptar (o emitir) ideas o interpretaciones
sobre la vida social y el arte que puedan considerarse como exclusivas y mejores. Probablemente la alarma creada por
el libro entre los organismos oficiales, en 1976, se debió precisamente a la
claridad con que se descalifica en él cualquier forma de coacción, porque se
pone en entredicho precisamente la supuesta necesidad de la censura; no porque
atentara contra las buenas costumbres y los ideales de paz social.
La
respuesta más eficaz de Rubem Fonseca a la actitud de la censura no fue el
pleito legal que inició, sino la publicación, en 1979, de un nuevo libro de
cuentos, El Cobrador (quizá el más conocido en nuestra lengua). Varios
de los cuentos que aparecen en este volumen son verdaderas obras maestras del
género, pero además, ahora sí se hace evidente la actitud expresa de violentar
el orden establecido y la tranquilidad de los lectores, pues en ninguno de
estos textos Fonseca se permite la posibilidad de hacer concesiones al buen
gusto o al sentido común, sino que nos presenta historias sólidamente armadas,
que confirman el ejercicio de la violencia como vía privilegiada para sublimar
el espíritu en el mundo contemporáneo.
De los
cuentos que componen este volumen, el relato “Pierrot de la caverna” es uno de
los mejores entre todos los escritos por Fonseca. El narrador es un escritor
que en todo el relato no escribe una sola línea, únicamente habla solo: “Llevo
colgando del cuello el micrófono de una grabadora. Sólo quiero hablar, y lo que
diga jamás pasará al papel. De esta forma no tengo necesidad de pulir el estilo
con esos refinamientos que los críticos tanto elogian y que es sólo el paciente
trabajo de un orfebre.” Habla sobre las novelas que piensa escribir,
sobre las mujeres con quienes mantiene relaciones sexuales, sobre la
pedofilia, sobre su relación amorosa con una niña de doce años. En un principio
mezcla todos los temas de manera en apariencia arbitraria, aunque en
pocas páginas el lector puede darse cuenta de que el relato está sólidamente
armado y el trabajo estilístico está cuidado hasta en los detalles mínimos. El
personaje es un misántropo consumado, al grado de que ha preferido ajustar
cuentas hablando con una grabadora, negando la posibilidad de dialogar con los
otros, pues conforme el relato avanza advertimos que está completamente
decepcionado de todos y de todo: no tiene amigos, la idea de llegar a tener
hijos lo deprime, ha pasado más de un año sin comunicarse con sus editores, las
mujeres con las que se acuesta muy pronto le producen una sensación de vacío y
aburrimiento. Solamente en Sofía, la niña de doce años, encuentra la
personificación intensa de la pureza. Si bien el protagonista no es un modelo
de conducta —lo cual nunca es la intención de Fonseca—, sí es, por otra parte,
un hombre cuya soledad y aislamiento no son sino el resultado de una opción
consciente. En ello reside uno de los aspectos más importantes del cuento, pues
si la anécdota es de suyo interesante, lo son más las apreciaciones del
protagonista respecto de las relaciones sociales, ese mundo de lealtades
corrompidas, superficiales, en el que la pasión ha sido asesinada en favor del
buen gusto, y en el que, por último, la soledad se entiende como una traición
al exhibicionismo frívolo de los demás.
El
personaje que lleva la misantropía a un grado extremo es el Cobrador, quien ha
llegado a la conclusión de que siempre ha estado del lado de los que pagan y
decide que ahora le toca cobrar: “¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños,
cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben.” El Cobrador
ha aprendido que es inútil esperar el momento en que papá gobierno o mamá
revolución se decidan por fin a procurar un bienestar social equitativo, por
ello es que decide cobrarse por sus propios medios. Sus principales armas son
el odio y la sensibilidad para decodificar los discursos vacíos y tramposos de
sus adversarios (los que sí tienen): “Me quedo ante la televisión para aumentar
mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que
me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio.”
Las imágenes de la televisión le advierten que vive en un mundo donde sólo
sobresalen, supuestamente, los que se pliegan a los modelos de conducta y
apariencia ahí emitidos. Él no coincide con esos modelos, es más, los encuentra
despreciables, de tal manera que, como ocurre con tantos otros, su identidad se
ve negada por las imágenes del éxito y el orden que difunde la TV, ese mundo en
el que parece que todos deberían ser como
el tipo
ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado, tan bonito, tan sanforizado,
abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y
sonríe con todos sus dientes, sus dientes, firmes y verdaderos.
El
Cobrador no está dispuesto a aceptar que se le niegue, y descubre que la única
manera efectiva de adquirir una identidad propia es negando a los otros,
destruyéndolos, no aspirando a ser como ellos. Cuando el Cobrador ataca, no lo
hace para apoderarse de las pertenencias de sus víctimas, si así lo hiciera se
volvería cómplice del “discurso del poder”, el cual ha difundido la idea de que
el mal se expresa sobre todo como atentados contra la propiedad privada. Al
Cobrador esto no le interesa, por eso es que en los diarios se habla de él como
“el loco de la Magnum”, pues el poder quiere convencer a los ciudadanos de que “el
malo” existe sólo porque su mediocridad ha hecho de él un resentido, alguien
que envidia a los que sí han triunfado. Si tal esquema no se cumple, al
trasgresor sólo se le puede colocar en la casilla de la locura, pues sus actos
resultan ilógicos, incontrolables e impredecibles. Llamarlo loco es el
resultado del intento por hacer controlable y manso lo que escapa de las
respuestas maniqueas del orden.
En
todos los cuentos que componen este volumen podemos encontrar, en su forma más
acabada, los principales rasgos estilísticos que Fonseca había venido ensayando
desde la publicación de Los prisioneros: el gusto por los diálogos
breves y contundentes, la narración en primera persona (de los diez cuentos,
sólo uno, “El juego del muerto”, está narrado en tercera persona), el manejo de
un ritmo intenso y ágil, las descripciones sintéticas y precisas de situaciones
o personajes (por ejemplo, en el cuento “Pierrot de la caverna”, el
protagonista describe así al amante de la mujer de quien está divorciado: “Iba
vestido a la última moda, camisa de voilé francesa abierta en el pecho, un
collarito de oro, grueso, con un medallón, alrededor del cuello, y perfumado.
Se llamaba Fernando. Uñas y maneras pulidas”; más tarde describe a una mujer,
diciendo: “Me encontré con la madre de Sofía en el ascensor. Una mujer flaca,
de esas que cenan un yogur y se pesan dos veces al día en una balanza de baño”).
Con
El Cobrador se cierra un ciclo en la obra de Rubem Fonseca, ciclo en el
que predominaron los libros de cuentos. Posteriormente, entre 1983 y 1990,
publicó cuatro novelas. Todas ellas discurren sobre la intrincada vía de la
estructura de la novela policial; pero, como había ocurrido ya en otros
relatos, toma del género policial los aspectos necesarios para construir
historias interesantes, que atrapen a los lectores; lo utiliza como recurso y no como fin en sí mismo. En
esto reside uno de los aspectos más complejos e interesantes de la obra de
Rubem Fonseca. En sus historias, la necesidad de transgredir el orden no se
cumple sólo como característica de sus personajes, sino que tiene su expresión
más intensa en la actitud paródica del escritor, quien hace uso de los
principales ingredientes de los géneros de consumo masivo (la llamada
literatura de supermercados) para cuestionar al mismo sistema cultural que
difunde estas obras como formas de entretenimiento sano (pues en ellas la única
ausencia grave es la posibilidad de adoptar una actitud crítica), carentes de
profundidad. Así, las novelas de Fonseca tienen como blanco de sus ataques las
diversas manifestaciones de la sociedad de consumo, sus rituales, a quienes la
apoyan y difunden; sólo que para atacarla el autor utiliza sus mismas formas de
expresión, se apropia de sus códigos y vierte en ellos el virus de la duda y la
ambigüedad. En este escenario usurpado, los grandes actores son la corrupción,
la impartición obscena de la
justicia, la política
como administración de
la violencia
—ejecutada por el estado contra los individuos particulares—, la
moral sexófoba; todos ellos son aspectos ante los cuales no se puede hacer
nada, si acaso, basta con presentarlos desnudos y sin maquillaje. En las obras
de Fonseca no encontrará el lector respuestas, sino incertidumbre. En el cuento
“Novela negra” (perteneciente al libro titulado precisamente Novela negra, de
1992) el protagonista dice: “El objetivo honrado de un escritor es henchir los
corazones de miedo, es decir lo que no debe ser dicho, es decir lo que nadie
quiere decir, es decir lo que nadie quiere oír. Esta es la verdadera poiesis”,
palabras que revelan cabalmente la actitud que caracteriza a Fonseca en todas
sus obras.
Las
cuatro novelas que mencioné son El gran arte (1983), Bufo & Spallanzani (1985,
publicada en español con el título de Pasado negro), Vastas emociones y
pensamientos imperfectos (1988) y Agosto (1990). En todas ellas el
lector puede observar a un autor comprometido de manera profunda con los
problemas que rodean la existencia en las sociedades contemporáneas, un autor
que presenta la existencia como un fenómeno problemático y no como una síntesis
dogmática; se trata de novelas en las que los protagonistas no están al
servicio de una ideología institucionalizada, sino todo lo contrario, se ven
sometidos por las instituciones sociales y, en consecuencia, todas sus acciones
están encaminadas a reaccionar en contra de las múltiples manifestaciones del
poder. Además de lo anterior, en Bufo & Spallanzani y Vastas
emociones y pensamientos imperfectos Rubem Fonseca vuelve a uno de los temas
sobre los que con más frecuencia reflexionan sus personajes, tanto en los
cuentos como en las novelas: la literatura. En un gran número de sus obras los
protagonistas son, al mismo tiempo, narradores y escritores (en los cuentos “Corazones
solitarios”, “Amarguras de un joven escritor”, “Intestino grueso”, “Pierrot de
la caverna”, “El arte de caminar por las calles de Rio de Janeiro”, “Llamaradas
en la oscuridad”, “Mirada”, “Novela negra”, etc., así como en la novela El
caso Morel y en las
dos mencionadas arriba), y lo que caracteriza a estos personajes es que nunca
son presentados solamente escribiendo, al contrario, más que escribir
reflexionan sobre la literatura desde muy distintos puntos de vista y con
actitudes también diferentes, que van de la parodia a la reflexión más profunda
y crítica. Por ejemplo, en algún momento de su largo monólogo, el protagonista
de “Pierrot de la caverna” dice:
Nunca
sería capaz de escribir sobre acontecimientos reales de mi vida, no sólo porque
ésta, como por otra parte la de casi todos los escritores, nada tiene de
extraordinario o interesante, sino también porque me siento mal sólo de pensar
que alguien pueda conocer mi intimidad. Claro que podría ocultar los hechos
bajo una apariencia de ficción, pasando de primera a tercera persona, añadiendo
un poco de drama o comedia inventada, etc. Eso es lo que muchos escritores
hacen, y tal vez por eso resulta tan fastidiosa su literatura.
Otro
personaje que adopta una actitud crítica ante la literatura es Gustavo Flavio,
protagonista de la novela Bufo & Spallanzani, quien dice haber
cambiado su nombre en honor a Gustave Flaubert, y que mantiene con la
literatura una relación incómoda y las más de las veces francamente problemática, como se observa en
el siguiente ejemplo:
El
escritor debe ser esencialmente un subversivo, y su lenguaje no puede ser ni el
lenguaje mistificatorio del político (y del educador), ni el represivo del
gobernante. Nuestro lenguaje debe ser el del no-conformismo, el de la
no-falsedad, el de la no-opresión. No queremos poner orden en el caos, como
suponen algunos teóricos, ni siquiera hacer el caos comprensible. Dudamos de
todo siempre, incluso de la lógica. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene
que estar contra la moral y las buenas costumbres. Propercio puede haber tenido
el pudor de contar ciertas cosas que sus ojos vieron, pero sabía que la poesía
busca su mejor materia en las “malas costumbres” (Véase Veyne). La poesía, el
arte en fin, trasciende los criterios de utilidad y nocividad, incluso los de
comprensibilidad. Todo lenguaje muy inteligente es mentiroso.
Hasta
aquí el comentario de Gustavo Flavio resulta atractivo, independientemente de
cuál sea la actitud que los lectores mantengamos al respecto; pero lo más
interesante es que tal reflexión, crítica y comprometida incluso con una
particular actitud ética del escritor, en las siguientes líneas se vuelve
relativa, pues el mismo protagonista tiene el sano juicio de ponerla en
entredicho, como si no quisiera reconocerse a sí mismo en la condición de quien
está dictando sentencias sobre la función del escritor y su trabajo: “Estoy
diciendo esto hoy, pero no aseguro que dentro de un mes crea aún en ésta o en
cualquier otra afirmación, pues tengo la buena cualidad de la incoherencia.” El
último ejemplo que quiero mencionar es el del protagonista anónimo de la novela
Vastas emociones y pensamientos imperfectos, un cineasta que se pasó
toda su juventud leyendo cuentos y que durante la historia que se cuenta es
contratado para llevar al cine los cuentos de Caballería roja de Isaac
Babel, obra de la que termina por apasionarse, pues nos dice que desde muy
joven tuvo una manía casi perversa por la lectura de cuentos (“La literatura
que consumía a los diez años tenía títulos como estos: Los mejores cuentos
rusos, Los mejores cuentos americanos, Los mejores cuentos franceses, Los
mejores cuentos italianos, etc. A los catorce años creía que había leído
todos los cuentos que se habían escrito en el mundo.”); es así como reconoce en
Babel algunos rasgos estilísticos que le parecen admirables: “Pasé la noche
leyendo a Babel. Cada cuento era una obra maestra. No sé qué me impresionaba
más: la tensión, el equilibrio entre ironía y lirismo, la elegancia de la
frase, la precisión, la concisión.” Como se podrá advertir en las siguientes
páginas, todos estos rasgos son también característicos del estilo de Rubem
Fonseca.
Después
de las cuatro novelas mencionadas arriba, Rubem Fonseca ha publicado otros
cinco libros: Novela negra (algunos de cuyos cuentos se publican por
primera vez en esta antología, pues el libro aún no ha sido publicado en
español), en 1992; en 1994 la novela El salvaje de la ópera, una obra de
carácter histórico-biográfico que gira en torno a la vida de Antonio Carlos
Gomes, autor de obras operísticas que alcanzó cierto renombre fugaz en Europa
durante las últimas décadas del siglo pasado; en esta novela la maestría
narrativa de Fonseca se advierte página tras página, a pesar de que se trata de
un tema extraño en su obra, al grado de que él mismo me comentó en una carta lo
siguiente: “Aquí va mi nuevo libro. No es una 'novela negra', pero espero que a
ti y a Julieta les guste, aunque el tema se centre en un artista brasileño
probablemente desconocido en México, pues incluso en Brasil ha sido olvidado.”
Un año después apareció el libro de cuentos El agujero en la pared (1995), el
cual, con excepción del cuento que da título al libro, se reproduce completo en
este volumen. Por último, en 1997 la Companhia das Letras publicó los dos
últimos libros de Rubem Fonseca que hasta ahora han aparecido, la novela Y
de en medio del mundo prostituto sólo guardé amores para mi puro y el libro
de cuentos Historias de amor. Ambos salieron a la venta en Brasil en una
hermosa caja que agrega a la calidad de las obras el lujo discreto del diseño
editorial. De este último libro de cuentos, Fonseca eligió cuatro para cerrar
esta antología.
En
la actualidad la gran mayoría de los libros de Rubem Fonseca han sido
traducidos al español (con excepción, como dije arriba, del libro de cuentos, Romance
Negro, y los dos últimos que mencioné), lo que nos permite reconocerlo, no
sólo como uno de los narradores más importantes de su país, sino entre los más
importantes escritores contemporáneos de manera general. Sus novelas y cuentos
pertenecen a una de las tradiciones más ricas de la literatura, aquélla que
cuestiona con actitud crítica la problemática existencia del hombre en las
sociedades modernas. Cuestionamiento, humor irónico y actitud crítica son
algunas de las características de la prosa de Fonseca; características que en
sus libros dan lugar a una de las propuestas expresivas más admirables de la
narrativa de todos los tiempos: la ambigüedad. Por ello, si sus obras no son
indiferentes a los problemas de los individuos, tampoco adoptan una actitud
didáctica al exponerlos. Son textos que ante todo están dispuestos a parodiar
los discursos reduccionistas y maniqueos que tratan de explicar los fenómenos
humanos y sociales de manera progresista. Todo lo que en sus obras se menciona
es susceptible de ser revisado, pues si algo caracteriza a sus personajes es la
actitud de ponerlo todo en duda, no creer en verdades difundidas como
absolutas; para ellos la verdad es sólo una dimensión relativa del
conocimiento. La mayoría de los personajes de Fonseca proponen, de distintas
maneras, una revalorización de lo individual, un rescate de la intimidad y un
ataque a las instituciones que aspiran a convertir al ser humano en una pieza
amorfa de la gran maquinaria social.
Sus
héroes se caracterizan por poseer una visión crítica de la vida social, lo que
da como resultado la reivindicación de la soledad o, inclusive, de la
misantropía. Suelen ser, además, personajes que poseen una sensibilidad aguda,
independientemente del rol social que desempeñen (escritores, abogados,
halterofilistas, prostitutas, ladrones, amas de casa, industriales, cineastas,
etc.), que optan por la marginalidad, o se asumen en ella, y al hacerlo
cuestionan el orden social. De esta manera, si su opción es la soledad, tienen
que soportar el ataque de las instituciones que pretenden controlarlos,
sancionarlos o condenarlos al silencio y la inactividad. De ello resulta un
enfrentamiento siempre violento, pues los personajes de Fonseca no se resignan
a perder su identidad, no admiten que se destierre de ellos la posibilidad de
encontrar placeres intensos que los mantengan en el mundo de lo elementalmente
humano. Así, frente al matrimonio y su moral sexófoba, prefieren el erotismo;
frente a la lealtad a las instituciones, optan por la soledad; frente a la
moral del orden y el progreso, reivindican la subversión; frente a la
solemnidad, articulan el discurso de la parodia.
Estos
signos caracterizan a los personajes de Fonseca, todos ellos acaban por
descubrir, tarde o temprano, que su actitud es interpretada como violentadora
del orden, y antes que pretender enderezar el rumbo, antes que intentar volver
al seno de la vida ordenada, hacen de la agresividad un discurso intenso y
coherente que les permite afirmarse a sí mismos, aunque para ello tengan que
negar a los otros. La violencia les abre la puerta al mundo de los placeres que
el evangelio del trabajo que profesan las sociedades modernas había intentado
cancelar, negar y desterrar del panorama de la existencia humana. De esta
manera, los héroes de Fonseca hacen de la violencia una estética de la
misantropía.