Rubem Fonseca
Feliz año nuevo
Vi en
la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras
para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de
artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.
Pereba,
voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y
farofa de los macumberos*.
Pereba
entró en el baño y dijo, qué hedor.
Vete
a mear a otra parte, estoy sin agua.
Pereba
salió y fue a mear a la escalera.
¿Dónde
afanaste la TV?, preguntó Pereba.
No
afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que
soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril?
Estoy
muriéndome de hambre, dijo Pereba.
No
cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? Dio un pellizco en una
macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron
en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas.
Pereba
siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y
hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana.
Encendimos
unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a
un bang-bang. Otra mierda.
Las madames están todas con ropa
nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste
cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar
el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y
enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su
vida está en dar el coño por ahí?
Lástima
que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo,
cansado, enfermo.
Pereba,
no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van
a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y
dale.
¡Yo
quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo
jodido.
Zequinha
entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?
¡Se
arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba.
¿Por
qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha.
En
el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba.
Estoy
sin agua.
¿Las
mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha.
Él
estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas.
Ella
estaba desnuda, dijo Pereba.
Ya
veo que están en la mierda, dijo Zequinha.
Quiere
comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba.
Era
una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un
supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en
São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos
respetábamos.
A
decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura.
Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo?
Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca,
¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caxias, el tipo era tan miope que no
veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al
Guandú, todo reventado.
Fue
peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están
dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como.
Ya
verán pasado mañana.
¿Qué
vamos a ver?
Sólo
estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo.
¡Carajo!,
¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha.
Todas
sus herramientas están aquí.
¿Aquí?,
dijo Zequinha. Estás loco.
Reí.
¿Qué
fierros tienes?, preguntó Zequinha.
Una
Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum.
¡Puta
madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo?
Esperando
que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV
hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente.
Fumamos.
Vaciamos un pitú.
¿Puedo
ver el material?, dijo Zequinha.
Bajamos
por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña
Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.
¿Ya
llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.
Ya,
dije, está allá arriba.
La
vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella.
Cuidado, hijos míos, dijo.
Subimos
por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la
lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en
esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha.
Es
antigua pero no falla, dije.
Zequinha
cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en
el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira,
muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y
dejarlo pegado allí.
Pusimos
todo sobre la mesa y nos quedamos mirando.
Fumamos
un poco más.
¿Cuándo
usarán el material?, dijo Zequinha.
El
día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el
primer golpe del año.
Es
un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São
Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio.
Más de treinta bancos.
Sí,
pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha.
No
sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.
¿Ya
lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha.
No,
nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa?
Los
hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta,
dijo Zequinha.
Un
tipo importante hace lo que quiere, dije.
Es
verdad, dijo Zequinha.
Nos
quedamos callados, fumando.
Los
fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.
El
material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas?
Zequinha
chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creó que él también
tenía hambre.
Estaba
pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El
mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y
los barbones tienen las carteras llenas de billetes. ¿Sabes que tiene un anillo
que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga
en el acto.
Se
acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover.
Se
fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.
¿Qué
casa? ¿Tienes alguna a la vista?
No,
pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.
Coloqué
la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una
Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón
hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera.
Vamos, dije.
Robamos
un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varías casas que no nos
interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta
que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la
casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero
pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera
los agujeros de los ojos. Entramos por la puerta principal.
Estaban
bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron.
Es
un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están
quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos!
Pereba
y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos
cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.
Conté.
Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no
estuvieran siendo registrados ni viendo nada.
¿Hay
alguien más en la casa?, pregunté.
Mi
madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer
emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa.
¿Niños?
Están
en Cabo Frío, con los tíos.
Gonçalves,
vete arriba con la gordita y trae a su madre.
¿Gonçalves?,
dijo Pereba.
Eres
tú mismo ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto?
Pereba
cogió a la mujer y subió la escalera.
Inocencio,
amarra a los barbones.
Zequinha
ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono,
todo lo que encontró.
Registramos
a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas de
crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino.
Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. Pusimos
todo en la bolsa.
Pereba
bajó la escalera solo.
¿Dónde
están las mujeres?, dije.
Se
encabritaron y tuve que poner orden.
Subí.
La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera. Muertecita.
¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado.
Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo,
caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel
pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el nuevo
año, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto.
Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con
asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné
y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón.
El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un
agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda
de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo,
coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me
bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me
limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.
Vamos
a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las
mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para
asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos.
Entonces,
de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que
quieran, no haremos nada.
Me
quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo.
Pueden
también comer y beber a placer, dijo.
Hijo
de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran
migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres
moscas en el azucarero.
¿Cuál
es su nombre?
Mauricio,
dijo.
Señor
Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor?
Se
levantó. Le desaté los brazos.
Muchas
gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden
ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los
otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con
las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a esta mierda
con mi charla.
Inocencio,
¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa
había comida que daba para alimentar al presidio entero. Comí la pierna de
peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones.
Señor
Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared?
Se
recostó en la pared.
Recostado
no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas
gracias.
Tiré
justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo.
El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente
y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para
colocar un panetone.
Viste,
no se pegó a la pared, qué coño.
Tiene
que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha.
Los
tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía
nada, a no ser los eructos de Pereba.
Tú,
levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello
largo.
Por
favor, el sujeto dijo, muy bajito.
Ponte
de espaldas a la pared, dijo Zequinha.
Cargué
los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya
bien la culata, si no te parte la clavícula.
Verás
cómo éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del
suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás. Pegó con
estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el
cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera.
¿No
lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido.
¿No
vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.
No
estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo
con las mujeres que me gustan.
¿Y
tú... Inocencio?
Creo
que voy a tirarme a aquella morenita.
La
muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos,
se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo,
mientras era ejecutada en el sofá.
Vámonos,
dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos.
Muchas
gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió.
Salimos.
Entramos en el Opala y volvimos a casa.
Dije
al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y
vuelves. Zequinha y yo bajamos.
Este
edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el
material, por la escalera inmunda y destrozada.
Jodido
pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?
Llegamos
arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero
en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra.
Doña
Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema.
Pueden
dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí.
Subimos.
Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso
beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.
Cuando
el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz
año nuevo.
* Macumberos: quienes practican macumba, rito
religioso de origen africano. Ofrecen a sus espíritus comidas y bebidas que
sitúan en las encrucijadas; estas ofrendas se conocen con el nombre de
despachos y se ofrecen normalmente a Iemanjá, reina del mar. Farofa es una comida
muy popular hecha con harina de mandioca y manteca, fundamentalmente.
Texto: Los mejores relatos. Rubem Fonseca. Editorial Alfaguara. 1998. Foto:qhuboibague.com