El escritor y premio Cervantes, autor del artículo, analiza los orígenes, influencias y manera de tocar la guitarra el artista flamenco fallecido. Paco de Lucía era partidario de la soledad y de la felicidad, y eso reaparece continuamente en su obra
De izquierda a derecha: Manolo Sanlúcar, Paco de Lucía y Carlos Saura, en el rodaje de Sevillanas. /elpais.com |
Paco de Lucía estudió y practicó la guitarra flamenca con una
extraordinaria capacidad indagatoria. Se sometió desde muy niño a un
riguroso, obstinado, inflexible aprendizaje y asimiló muy a fondo los
secretos expresivos de una tradición flamenca nacida y desarrollada en
ciertos arrabales de la Baja Andalucía.
Desde su rincón nativo, Paco de Lucía saltó bien pronto al mundo. Era
de natural retraído y ensimismado, pero nada de eso se traspasó a la
potencia comunicativa de su música. También era partidario de la soledad
y de la felicidad, y eso sí reaparece de continuo en su obra. Casi sin
apenas ser notado, a través de lentas y perseverantes enseñanzas, pasó
de usar la guitarra como acompañamiento del cante a enaltecerla como
instrumento de concierto. Se integró así en una estirpe de guitarristas
—Niño Ricardo, Sabicas, Montoya- que aportaron al flamenco toda una
serie de memorables conquistas expresivas. Pero Paco de Lucía impulsó,
dotó de un nuevo rango estético, más dinámico, más innovador, lo que ya
se había alcanzado en este sentido.
Convertido en uno de los grandes reformadores históricos de la
guitarra flamenca, Paco de Lucía quiso llegar a más. Su técnica era
impecable, de una desaforada perfección, pero él necesitaba ir más allá:
necesitaba posponer la técnica a la sensibilidad, supeditar el lenguaje
a su libre potencial creador. A partir de los básicos esquemas
musicales del flamenco, ideó nuevas formulaciones complementarias. Los
límites expresivos de los cantes eran en ocasiones insuficientes, o lo
eran en razón de sus propios cauces comunicativos. Probó para ello con
deslumbrante eficiencia esa correlación de fuerzas que le proporcionaban
otros guitarristas eminentes de acento universal —Carlos Santana, Al Di
Meola, Eric Clapton—, con quienes se confabuló para articular una
manera de entender la poética de la guitarra flamenca absolutamente
innovadora. Se fundamenta así una forma nueva por inusitada de alianza
artística. Por el tejido de la tradición popular empiezan a filtrarse —o
a definirse— unos nutrientes cultos. Una eventualidad que, en el mejor
de los casos —en este caso— también resultaba enriquecedora.
Paco de Lucía disponía de un virtuosismo enigmático, imprevisible por
momentos, literalmente inscrito en un sistema expresivo que podría
llamarse —empleando un término muy manoseado— la estética del duende.
Por ahí se perfila el prodigio de llegar adonde nadie había llegado, a
una situación límite donde la novedad equivalía a la clarividencia. La
manera de tocar la guitarra de Paco de Lucía era su forma de sacar a
flote la intimidad. Y en esa intimidad se juntaban con similar lucidez
el conocimiento y la intuición, lo aprendido y lo adivinado, una especie
de cabal síntesis creadora. No me refiero ya a sus falsetas, es decir, a
esas inolvidables filigranas ornamentales con que solía acompañar al
cante, sino a la exigente estructura melódica, a la exquisita plenitud
de su obra de solista.
Casi sin proponérselo, Paco de Lucía llegó a ser un auténtico
compositor. Llevaba en la sangre, como suele decirse, una admirable
propensión a los traspasos musicales de la experiencia. Es lo que hizo
siempre con un lenguaje originalísimo y una asombrosa destreza
imaginativa. Y todo eso sin esgrimir nunca ninguna clase de alharacas o
vanas complacencias. Amaba la música con tanta honestidad como la vida.
Con él, la guitarra flamenca alcanzó un fin de trayecto o, más
propiamente, una virtud extrema que también podría llamarse —como he
apuntado más arriba— una situación límite. Lo demás es silencio.