"Nuestra suerte no resistirá nuestra voluntad" Con esa frase resume Patrice Gueniffey la creencia del hombre moderno en su capacidad de autocreación, de resistencia y superación antes las condiciones heredadas, ambientales, sociales y familiares
Esa es, a su
juicio, una de las razones por las que Napoleón (el hombre y también el
mito) apela todavía a nuestra imaginación y merece la pena volver sobre
él. Lo que sigue es una reflexión sobre el interés de una empresa como
la que propone Gueniffey en el contexto de la reflexión actual sobre
cómo puede la biografía histórica desembarazarse de los supuestos más
convencionales y simplistas del llamado “modelo heroico” y al mismo
tiempo abordar el papel de los individuos sobresalientes en la historia.
El indiscutible prestigio de la historia social y su capacidad de
disrupción de las convenciones historiográficas clásicas ha generalizado
la suposición de que la verdadera historia es la historia de la llamada “gente común”, la historia “desde abajo”, frente a la historia aparente, superficial y personalista
de los grandes personajes y los grandes sucesos. “¿Quién construyó
Tebas, la de las siete Puertas?/En los libros aparecen los nombre de los
reyes/¿Arrastraron los reyes los bloques de Piedra?(…)/El joven
Alejandro conquistó la India/¿El sólo?/César derrotó a los galos/¿No
llevaba siquiera cocinero?/Felipe de España lloró cuando su flota /Fue
hundida ¿No lloró nadie más?...”. El famoso poema de Bertolt Brecht
recoge muy bien ese esfuerzo por recuperar las historias, los puntos de
vista, los sufrimientos, y en su caso las alegrías, de las personas
anónimas que están detrás de las grandes gestas, que las hacen posibles,
o que se ven arrastradas por ellas.
Precisamente por su importancia moral, intelectual y política, la
cuestión no es tan simple. En el momento en que ella y su amigo Lytton Strachey
señalaban el camino para la revolución de la biografía, y en parte
también de la historia, que comenzó a operarse en las primeras décadas
del siglo XX, Virginia Woolf [abajo, en la fotografía, en una fecha sin determinar] ya planteó la pregunta verdaderamente interesante. “And what is greatness? And what smallness?”.
No se trata sólo de extender el interés biográfico o histórico a la
gente corriente (y en su caso, fundamentalmente, a las mujeres) sino de
reflexionar sobre los mecanismos que propician las inclusiones y las
exclusiones, aquellos procedimientos sociales, culturales y políticos
que definen qué es ser grande y qué es ser pequeño.
En
estos momentos, casi un siglo después, sigue siendo importante analizar
bien las características del llamado “modelo heroico” de biografía y la
noción de vida significativa, de “vida importante” en que ese modelo se
basaba y que tanto contribuyó a asentar una visión elitista y
personalista de la historia. Sin embargo, la crítica a ese modelo no
conduce necesariamente al abandono ingenuo del análisis de las
condiciones de aparición, y del impacto histórico, de los llamados
“grandes hombres” (o en su caso de “las grandes mujeres”) sino a un
tratamiento nuevo que sea capaz de cuestionarse, precisamente, el
problema de la excepcionalidad y el impacto de los individuos excepcionales en la historia.
A mi juicio, lo crucial en la evolución reciente de la historia biográfica
no es sólo su mayor respetabilidad académica o el favor indiscutible de
los lectores cultos que la siguen considerando una de las formas más
inteligibles de acercarse a los procesos históricos. Lo crucial es que
–en sus mejores versiones- viene demostrando que el estudio de una
trayectoria individual es una manera particular, y particularmente útil,
para abordar y formular problemas históricos que importan, para hacerse
preguntas relevantes, para iluminar y rescatar la pluralidad del
pasado, para recordar y analizar las diversas formas posibles de ser, de
estar en el mundo, en un determinada época. Nos permite además algo que
a mi juicio es fundamental en este momento: entender el alcance y los
límites de la responsabilidad individual; las formas en que lo
colectivo y lo individual se requieren mutuamente como lo hacen también
los personajes llamados extraordinarios y ordinarios, las conductas habituales y las diferentes, transgresoras o marginales.
Por todo ello, lo que cambia –lo que debe seguir cambiando- no es sólo el quién sino el cómo.
Es decir, no se trata de sustituir a los reyes por los campesinos, a
los generales por los soldados, a los hombres por las mujeres, etc. Se
trata de argumentar el principio de individualidad significativa para
todos ellos y las complejas redes de relaciones que los constituyen, los
enfrentan y también les unen. Suponer que todo está solucionado (y
alterado) cambiando de personajes y abandonando a los llamados “grandes”
me parece demasiado simple. Me parece también que con ello se corre el
riesgo de dejar el análisis de ese tipo de personajes a la historia más
convencional que puede, por lo tanto, seguir perpetuando visiones
conservadoras y antidemocráticas de la historia.
Algunos de los trabajos biográficos que más me han interesado en los últimos años –como, por ejemplo, el magnífico Garibaldi. Invention of a Hero de Lucy Riall
o la biografía ya clásica de W.B. Yeats de Roy Foster- se plantean
precisamente ese problema de la construcción histórica del personaje
excepcional o carismático; del héroe moderno y su profunda implicación
en la conformación de la mística de las nuevas naciones, Italia en un
caso e Irlanda en el otro. Esta cuestión la aborda también, desde una
óptica distinta y con un personaje mucho menos conocido, Alain Garrigou en su análisis de la leyenda del diputado Alphonse Baudin que formó parte de la resistencia de los republicanos al golpe de estado de Luis Napoleón
en 1851 y murió en el intento. Su famosa frase “¡Ahora veréis cómo se
muere por veinticinco francos!” -en respuesta a la desengañada alusión
de los obreros a su sueldo de diputado- contiene en sí misma toda una
definición del heroísmo cívico y su importancia en la concepción de sí,
en la narración de sí misma, de la política democrática de la Francia y
la Europa decimonónicas. De la misma forma que la incapacidad de
diputados como Baudin para movilizar a los trabajadores desengañados, su
muerte solitaria e inútil, nos habla de las tensiones y las fisuras
sociales de la política demo-republica, de los desencuentros entre
representantes y representados, entre los líderes burgueses y las clases
populares, entre el proyecto democrático y el mundo obrero. [1]
Grabado sobre la entrada de Garibaldi en Palermo el 27 de mayo de 1860.
En otro lugar (la revista Ayer 93/2014)
he escrito y me gustaría recuperarlo aquí que, si la llamada “conducta
heroica”, como el carisma, no es un problema individual o singular sino
una conducta social, es necesario analizarla en todas sus dimensiones.
Al hacerlo, la cuestión trasciende la memoria, la trasmisión (o la
impostura) y obliga al análisis de cómo las culturas heroicas o
carismáticas no sólo se alimentan de relatos sino de “conductas
heroicas”; de “héroes” modelados y hechos posibles en un proceso de
doble dirección que requiere un análisis complejo de las disposiciones
que lo engendran y de las acciones que lo perpetúan o modifican. Así, el
heroísmo de Baudin o de Garibaldi se conforma y conforma a su vez
narrativas de larga duración sobre el valor y la hombría (lo que para la
historia atenta a las relaciones de género es fundamental) en la
definición de la política democrática y de la nueva patria. La historia
de la muerte del primero y “la vida tempestuosa del segundo” son de ese
tipo de relatos que han contribuido a forjar la figura del héroe cívico
decimonónico y, más en extenso, la propia “Era de los Héroes”, con sus
convicciones sobre la naturaleza de la historia y el papel de los
“grandes hombres” en ella.
En este ámbito de preocupaciones y de posibilidades de análisis es en el que adquiere interés la excelente biografía de Napoleón de Patrice Gueniffey,
(París, Gallimard, 2013)) que se ha convertido rápida y merecidamente
en un éxito editorial y ha recibido el Grand Prix de la Biographie
Politique de 2013. Gueniffey, alumno de François Furet,
pertenece al “momento anglosajón y liberal”, no sólo de la
historiografía sino de la tradición política intelectual francesa. Sus
obras sobre la Revolución Francesa, sobre el Terror, sobre el 18 de
Brumario y el fin de la revolución, son buena muestra de ello: desde el
tono narrativo (siempre excelente y alejado de las tentaciones de la
jerga teórica al uso en ciertos sectores de la academia francesa) hasta
la sustancial crítica al llamado “modelo jacobino” de interpretación de
la revolución y de la historia francesa.
Gueniffey ofrece ahora una primera parte de su proyecto biográfico
sobre Napoleón hasta 1802, el momento de su conversión en cónsul
vitalicio (lo que rompe la cronología habitual), que contiene –además de
novedades interpretativas sustanciales- una reflexión sobre “la
fabricación del gran hombre” que, no por discutible, deja de ser muy
interesante. El héroe, dice Gueniffey, se juega en la imaginación y por
eso su poder es tan profundo y al tiempo tan precario.[2]
Se juega también en el ámbito de las posibilidades de despliegue e
imposición de las propias cualidades sobre entornos y contextos cada vez
más amplios que son, a su vez, los que hacen posible la fabricación y
proyección social y política del “gran hombre”. El análisis de las
condiciones creadas por la revolución para alguien como el joven y ambicioso militar corso que acabaría siendo Emperador y
alterando sustancialmente la historia europea, constituye la trama
rica e inteligente, alejada de tópicos, de interpretaciones fácilmente
sociologistas y de mitificaciones individualistas, que se despliega en
este libro.
Napoleón, que en este libro es todavía Bonaparte (con su apellido
italiano ya afrancesado), es un personaje complejo, con identidades
múltiples y no necesariamente sucesivas: el nacionalista corso que
aprende las reglas de la política en el asfixiante nudo de relaciones de
patronazgo de su tierra natal; el joven resentido con Francia que acaba
abrazando la nación revolucionaria y recorre todas sus posibilidades,
incluida la robespierrista; el burgués y el militar del pueblo que
siente fascinación por la aristocracia y contribuye a crear una nueva y
postrevolucionaria. Es especialmente lúcido, en este sentido, el
análisis de cómo Bonaparte –y con él los generales y los oficiales de la
revolución- convierten los campos de batalla en un lugar de aprendizaje
y mezcla de viejos y nuevos valores aristocráticos al tiempo que se van
constituyendo, cada vez más, en los árbitros de la política francesa.
Cómo en esos campos de batalla, y en su proyección sobre la política
civil, se va jugando la definición –las posibilidades y los límites- de
un “hombre nuevo”, un héroe moderno que cree y actúa como si nada
pudiera resistir a su voluntad y que contribuye a minar la leyenda y la
ilusión democrática de la revolución. A través de una trayectoria
individual como ésta, enraizada en condiciones colectivas que la
permiten pero no la agotan, llegamos más cerca y de forma más compleja a
las formas en que los ideales burgueses y aristocráticos se fueron
mezclando en aquellos años, a cómo el tiempo viejo y el tiempo nuevo se
entrecruzan y crean un nuevo tiempo mestizo, incierto, en el que
Bonaparte es posible y que a su vez él mismo hace posible.
No puedo detallar aquí mucho más. A mí me ha interesado especialmente
la implicación del joven Bonaparte en la política nacionalista corsa
así como el Bonaparte robespierrista; la espléndidamente narrada campaña
de Egipto con la poderosa imagen de los soldados marchando agotados
bajo sus uniformes de lana y los “sabios” académicos que fueron con
ellos –en uno de los proyectos pioneros del orientalismo occidental-
enfrascados en sus guerras internas; el capítulo sobre “el último día de
la revolución” y el proceso que condujo a la entrega de la “corona
republicana” al general que llegó a demostrar, a un tiempo, su enorme
capacidad de adaptación al medio (a los medios cambiantes) y su voluntad
de cambiarlos en propio interés. Me ha interesado, sobre todo, el
encuentro entre el nacionalista corso y Francia, entre un hombre, una
ambición, un mito cultural y una revolución.
Al acabar la lectura de un libro que me parece excepcional lo que
queda es el deseo de que la segunda parte llegue pronto y también,
curiosamente, la duda -en contra de alguna declaración más o menos
provocadora de su autor- de que este Bonaparte sea un vivo desmentido de
la concepción “democrática” de la historia. Me ha resultado tan
interesante porque me parece más que eso y más complejo: un lugar de
análisis sobre las posibilidades, las tensiones y los mitos, la fuerza y
las debilidades de esa concepción de la historia. Una contribución
importante, en suma, a lo que constituye uno de los objetivos de
reflexión general de toda biografía que merezca la pena leer y escribir:
la tensión constante e irresoluble entre lo individual y lo colectivo,
lo particular y general, el todo y las partes. [3]
[1] Las referencias son las siguientes: Lucy Riall, Garibaldi. Invention of a Hero, Yale University Press, 2007; Roy F. Foster, W.B. Yeats, A life. 2vols, Oxford University Press, 1997 y Alain Garrigou, Mourir pour des idées. La vie posthume d’Alphonse Baudin. Biographie, París, Les Belles Lettres, 2010.
[2] Aquí convendría quizás recordar la espléndida novela de Joseph Roth, Los cien días, publicada en castellano por Los Pasos Perdidos en 2013.
[3]
Algo sobre lo que ha escrito páginas brillantes Sabina Loriga, una
colega de Gueniffey en l’École des Hautes Études en Sciences Sociales de
París. Le petit X. De la biographie à l’histoire, París, Seuil, 2010.