sábado, 8 de febrero de 2014

De K a DFW: la posibilidad de muchos

Lo bueno de tener un nombre propio es que uno puede perderlo. O transformarlo, arruinarlo, cambiarlo por otro. La historia de la literatura está llena de episodios de transmutación de la identidad nominal, personajes que abandonan su nombre propio constantemente, buscando nuevos espacios de eclosión

Foto: David Lladó./revistadeletras.net
 
Decía Gilles Deleuze que, paradójicamente, el nombre propio y especialmente en el caso de la literatura, no designa una persona o sujeto sino una cierta zona de indiscernibilidad en la que cristaliza una realidad múltiple, colectiva o directamente impersonal: pueblos, faunas, floras, sociedades anónimas. Sería algo así como el vórtice en el que se activa un factor de producción de sentido imposible de reducir a la individualidad que aparentemente señala. Es decir, que el nombre no nos define, sino que nos desdibuja en favor de una realidad más amplia que atraviesa ese mismo nombre y se dispara en múltiples direcciones. Ya no sería el rimbaudiano Yo es Otro sino más bien Yo es la posibilidad de Muchos.
Lo bueno de tener un nombre propio es que uno puede perderlo. O transformarlo, arruinarlo, cambiarlo por otro. La historia de la literatura está llena de episodios de transmutación de la identidad nominal, personajes que abandonan su nombre propio constantemente, buscando nuevos espacios de eclosión. Y no solo personajes, sino también autores devenidos ellos mismos en personajes, como Pessoa y su cohorte de heterónimos. Parece ser que no hay nada tan impropio que un nombre propio. Seguimos pues con las paradojas en un asunto que parecía apuntar maneras bastante fiables. Los nombres. Quién lo iba a decir.
Y ya puestos cabría asumir, entonces, que un personaje con un nombre (im)propio resulta, visto lo visto, un ente difícil de controlar. Esquivo. El nombre resulta ser una materia gelatinosa que se escurre entre los dedos una vez se creía firmemente asida. Entre los dedos de otros personajes, del lector y también del autor. Hay por lo tanto algo de subversivo en esta falsa señal de identidad. Una forma de subjetividad tan solo aparente. Correosa e incluso peligrosa.
Pero entonces, ¿qué sucede con esos personajes cuyo único ropaje es el esqueje inicial de estos nombres? ¿Qué hay detrás de las identidades acrónimas que pueblan buena parte de la literatura? Si el nombre propio es (contrariamente a lo que se pudiera creer) eminentemente anónimo, tal vez la destilación máxima de ese nombre, su reductia at initialis debiera responder a casos todavía más extremos y lábiles. Agentes sintetizados hasta la mínima expresión cuya simplicidad nuclear conllevara un régimen de personalismo casi fantasmagórico, inapreciable.
Y sin embargo resulta ser todo lo contrario. Lo que el acrónimo o la simple inicial esconden es en realidad la confabulación de un sujeto ejemplar. Una forma de caracterización que muestra la manera en cómo un sistema (literario en primer plano, económico-político en el confuso pero crucial plano general) puede y busca diseñar individualidades sometidas a la tiranía de lo genérico, que no es lo mismo que lo colectivo o lo múltiple. Un personaje acrónimo supone la explicación más directa de que lo humano es un dato perteneciente a una matriz de datos similares, cuyo valor no resulta intrínseco sino eminentemente ligado a patrones externos. Empleando terminología económica, el nombre propio tendría un valor de uso, mientras que el nombre acrónimo tan solo posee valor de cambio.
Foto: Sgt. Pepper (Thegarbage)
Foto: Sgt. Pepper (Thegarbage)
Tomemos el ejemplo de K. K puede referir a muchos personajes de la obra de Kafka, desde el agrimensor de El Castillo hasta el atribulado protagonista de El Proceso pasando por otras caracterizaciones presentes en relatos cortos. Tanto da. Y esa es la clave: la imposibilidad de componer de manera distintiva esos personajes no nace del hecho que nos resulte imposible definirlos dada su maleable naturaleza, sino que, por el contrario, dicha naturaleza está tan acotada, tan evidenciada, que resulta en sí misma irrelevante. Lo fundamental no es el personaje sino precisamente la presión contextual que se ejerce sobre ese personaje hasta reducirlo a un mero producto. Nos adentramos aquí en una línea que deja de lado la habitual interpretación de los personajes kafkianos como víctimas anónimas de los aparatos burocráticos para verlos bajo una luz distinta: como resultados genéricos de los aparatos político-económicos de producción y de asignación de valor. Un nombre propio es una máquina de producción de sentido, mientras que un nombre acrónimo como el de K es un mero producto, un formalismo objetual vacío de sentido cuya disposición en la trama tan solo expresa lo ineluctable del funcionamiento de esa misma trama. Delimitado y definido hasta la exasperación y al mismo tiempo carente de cualquier atributo más allá de su (pre)disposición a equipararse a cualquier otro producto de ese mismo contexto.
Incluso en los casos en los que los personajes acrónimos parecen dotados de una cierta actividad, o cuanto menos de una cierta responsabilidad, su funcionalismo puede acabar reduciéndose al mismo esquema. Q, el espía-sicario que persigue al personaje protagonista de la novela homónima de Luther Blisset (protagonista que, curiosamente, cambia de nombre en numerosas ocasiones a lo largo de la historia), el dúo maravillas de las novelas bondianas de Ian Fleming (M & Q) o el supuesto matrimonio formado por A y M en el film (en realidad una novela filmada) de Robbe-Grillet El año pasado en Marienbad, todos ellos son plasmaciones de una objetividad al servicio de una maquinaria productiva ajena, casi trascendente.
Productos significativos pero en el fondo irrelevantes, puesto que, como tales productos, la demanda del sistema siempre generará personajes equivalentes que cumplan sus funciones. De la misma forma que siempre habrá un K cuya mareada existencia ejemplifique la imperturbable cerrazón del mecanismo al que pertenece, siempre habrá también un Q emisario de la autoridad eclesiástica contra la heterodoxia herética y el MI5 siempre contará con sus respectivos M y Q para canalizar las órdenes y los procedimientos de la intelligentsia política. Siempre habrá matrimonios formados por A’s y M’s que representen con fidelidad las reglas de poder y de dominio de dicha institución en el régimen económico de los afectos.
Quizás el caso más extremo de esta economía acrónima de los sujetos literarios sea el de los personajes de David Foster Wallace. Sus obras están plagadas de siglas: no solo en lo referente a personajes, sino también a instituciones, lugares, territorios. Es el nomenclátor perteneciente a un momento histórico que ha llevado hasta el paroxismo la ecomomía de los significados y en el que las identidades ya no están reducidas a la condición de producto sino a un estadio todavía más sintético: la marca. Gran parte de los personajes y lugares de Foster Wallace (incluído él mismo, aka DFW gracias a la mediación de la industria cultural) pueden ser aprehendidos como marcas, simulacros corporativos a través de los cuales entendemos que el individuo ha introyectado hasta el límite su copertenencia al sistema. Ya no es solo es un producto sino que se comporta como tal, se vende a sí mismo compulsivamente, ejercita su posición en tanto que coágulo de la psicosis del mercado.
Aunque ese recurso aparece en casi todos sus escritos (de La Broma Infinita a El Rey Pálido pasando por La Escoba del Sistema) quizás sea en Entrevistas breves con hombres repulsivos donde la marca del personaje como marca alcanza su mayor propagación: raras veces las identidades alcanzan otra denominación que la de X, J.O.R, A.A o incluso P/R (Pregunta / Respuesta) en una demostración sin paliativos de que lo que aquí habla no es un sujeto sino una funcionalidad explícita, redundante y regodeada en el alambicado funcionamiento textual-económico-político de la historia. Y resulta muy significativo que sea algo como la farmacopea la que más nombres propios aporta en este conjunto: los individuos son ya solo síntomas transitorios (como lo es la preheminencia de una marca) mientras que la prevalencia corresponde al factor químico del sistema, cuyas patentes de laboratorio contribuyen en el fondo a perpetuar la patología del mismo, a diseminar sus marcas enfermizas.
Vista así (hay afortunadamente muchas formas de verla y a mi entender ninguna invalida las otras) literatura de Foster Wallace es posiblemente el mejor manual para comprender la implantación psico-sociológica del capitalismo tardío en el cada vez más homogéneo espacio conductual de los individuos así como la de Kafka fue en su momento el mejor referente para exponer el anorreamiento de la identidad particular en el magma de un capitalismo administrativo incipiente en la Europa occidental de principios del siglo XX.
Lo dicho: desconfíen de aquellos que buscan abreviar las presentaciones. Los nombres, como bien sabían los terroristas de la novela de Don DeLillo, son hermosos. Terribles y peligrosos, pero también hermosos.
Y para que quede constancia de ello, firma la presente:
SJM.