Lo bueno de tener un nombre propio es que uno puede perderlo. O transformarlo, arruinarlo, cambiarlo por otro. La historia de la literatura está llena de episodios de transmutación de la identidad nominal, personajes que abandonan su nombre propio constantemente, buscando nuevos espacios de eclosión
Foto: David Lladó./revistadeletras.net |
Decía Gilles Deleuze
que, paradójicamente, el nombre propio y especialmente en el caso de la
literatura, no designa una persona o sujeto sino una cierta zona de
indiscernibilidad en la que cristaliza una realidad múltiple, colectiva o
directamente impersonal: pueblos, faunas, floras, sociedades anónimas.
Sería algo así como el vórtice en el que se activa un factor de
producción de sentido imposible de reducir a la individualidad que
aparentemente señala. Es decir, que el nombre no nos define, sino que
nos desdibuja en favor de una realidad más amplia que atraviesa ese
mismo nombre y se dispara en múltiples direcciones. Ya no sería el
rimbaudiano Yo es Otro sino más bien Yo es la posibilidad de Muchos.
Lo bueno de tener un nombre propio es
que uno puede perderlo. O transformarlo, arruinarlo, cambiarlo por otro.
La historia de la literatura está llena de episodios de transmutación
de la identidad nominal, personajes que abandonan su nombre propio
constantemente, buscando nuevos espacios de eclosión. Y no solo
personajes, sino también autores devenidos ellos mismos en personajes,
como Pessoa y su cohorte de heterónimos. Parece ser que no hay nada tan impropio que un nombre propio. Seguimos pues con las paradojas en un asunto que parecía apuntar maneras bastante fiables. Los nombres. Quién lo iba a decir.
Y ya puestos cabría asumir, entonces,
que un personaje con un nombre (im)propio resulta, visto lo visto, un
ente difícil de controlar. Esquivo. El nombre resulta ser una materia
gelatinosa que se escurre entre los dedos una vez se creía firmemente
asida. Entre los dedos de otros personajes, del lector y también del
autor. Hay por lo tanto algo de subversivo en esta falsa señal de
identidad. Una forma de subjetividad tan solo aparente. Correosa e
incluso peligrosa.
Pero entonces, ¿qué sucede con esos
personajes cuyo único ropaje es el esqueje inicial de estos nombres?
¿Qué hay detrás de las identidades acrónimas que pueblan buena parte de
la literatura? Si el nombre propio es (contrariamente a lo que se
pudiera creer) eminentemente anónimo, tal vez la destilación máxima de
ese nombre, su reductia at initialis debiera responder a casos
todavía más extremos y lábiles. Agentes sintetizados hasta la mínima
expresión cuya simplicidad nuclear conllevara un régimen de personalismo
casi fantasmagórico, inapreciable.
Y sin embargo resulta ser todo lo contrario. Lo que el acrónimo
o la simple inicial esconden es en realidad la confabulación de un
sujeto ejemplar. Una forma de caracterización que muestra la manera en
cómo un sistema (literario en primer plano, económico-político en el
confuso pero crucial plano general) puede y busca diseñar
individualidades sometidas a la tiranía de lo genérico, que no es lo
mismo que lo colectivo o lo múltiple. Un personaje acrónimo supone la
explicación más directa de que lo humano es un dato perteneciente a una
matriz de datos similares, cuyo valor no resulta intrínseco sino
eminentemente ligado a patrones externos. Empleando terminología
económica, el nombre propio tendría un valor de uso, mientras que el
nombre acrónimo tan solo posee valor de cambio.
Tomemos el ejemplo de K. K puede referir a muchos personajes de la obra de Kafka, desde el agrimensor de El Castillo hasta el atribulado protagonista de El Proceso
pasando por otras caracterizaciones presentes en relatos cortos. Tanto
da. Y esa es la clave: la imposibilidad de componer de manera distintiva
esos personajes no nace del hecho que nos resulte imposible definirlos
dada su maleable naturaleza, sino que, por el contrario, dicha
naturaleza está tan acotada, tan evidenciada, que resulta en sí misma
irrelevante. Lo fundamental no es el personaje sino precisamente la
presión contextual que se ejerce sobre ese personaje hasta reducirlo a
un mero producto. Nos adentramos aquí en una línea que deja de
lado la habitual interpretación de los personajes kafkianos como
víctimas anónimas de los aparatos burocráticos para verlos bajo una luz
distinta: como resultados genéricos de los aparatos político-económicos
de producción y de asignación de valor. Un nombre propio es una máquina
de producción de sentido, mientras que un nombre acrónimo como el de K
es un mero producto, un formalismo objetual vacío de sentido cuya
disposición en la trama tan solo expresa lo ineluctable del
funcionamiento de esa misma trama. Delimitado y definido hasta la
exasperación y al mismo tiempo carente de cualquier atributo más allá de
su (pre)disposición a equipararse a cualquier otro producto de ese
mismo contexto.
Incluso en los casos en los que los
personajes acrónimos parecen dotados de una cierta actividad, o cuanto
menos de una cierta responsabilidad, su funcionalismo puede acabar
reduciéndose al mismo esquema. Q, el espía-sicario que
persigue al personaje protagonista de la novela homónima de Luther
Blisset (protagonista que, curiosamente, cambia de nombre en numerosas
ocasiones a lo largo de la historia), el dúo maravillas de las novelas
bondianas de Ian Fleming (M & Q) o el supuesto matrimonio formado por A y M en el film (en realidad una novela filmada) de Robbe-Grillet El año pasado en Marienbad, todos ellos son plasmaciones de una objetividad al servicio de una maquinaria productiva ajena, casi trascendente.
Productos significativos pero en el
fondo irrelevantes, puesto que, como tales productos, la demanda del
sistema siempre generará personajes equivalentes que cumplan sus
funciones. De la misma forma que siempre habrá un K cuya mareada
existencia ejemplifique la imperturbable cerrazón del mecanismo al que
pertenece, siempre habrá también un Q emisario de la autoridad
eclesiástica contra la heterodoxia herética y el MI5 siempre contará con
sus respectivos M y Q para canalizar las órdenes y los procedimientos
de la intelligentsia política. Siempre habrá matrimonios
formados por A’s y M’s que representen con fidelidad las reglas de poder
y de dominio de dicha institución en el régimen económico de los
afectos.
Quizás el caso más extremo de esta economía acrónima de los sujetos literarios sea el de los personajes de David Foster Wallace.
Sus obras están plagadas de siglas: no solo en lo referente a
personajes, sino también a instituciones, lugares, territorios. Es el
nomenclátor perteneciente a un momento histórico que ha llevado hasta el
paroxismo la ecomomía de los significados y en el que las identidades
ya no están reducidas a la condición de producto sino a un estadio
todavía más sintético: la marca. Gran parte de los personajes y lugares
de Foster Wallace (incluído él mismo, aka DFW
gracias a la mediación de la industria cultural) pueden ser aprehendidos
como marcas, simulacros corporativos a través de los cuales entendemos
que el individuo ha introyectado hasta el límite su copertenencia al
sistema. Ya no es solo es un producto sino que se comporta como tal, se
vende a sí mismo compulsivamente, ejercita su posición en tanto que
coágulo de la psicosis del mercado.
Aunque ese recurso aparece en casi todos sus escritos (de La Broma Infinita a El Rey Pálido pasando por La Escoba del Sistema) quizás sea en Entrevistas breves con hombres repulsivos donde la marca del personaje como marca
alcanza su mayor propagación: raras veces las identidades alcanzan otra
denominación que la de X, J.O.R, A.A o incluso P/R (Pregunta /
Respuesta) en una demostración sin paliativos de que lo que aquí habla
no es un sujeto sino una funcionalidad explícita, redundante y regodeada
en el alambicado funcionamiento textual-económico-político de la
historia. Y resulta muy significativo que sea algo como la farmacopea la
que más nombres propios aporta en este conjunto: los individuos son ya
solo síntomas transitorios (como lo es la preheminencia de una marca)
mientras que la prevalencia corresponde al factor químico del sistema,
cuyas patentes de laboratorio contribuyen en el fondo a perpetuar la
patología del mismo, a diseminar sus marcas enfermizas.
Vista así (hay afortunadamente muchas formas de verla y a mi entender ninguna invalida las otras) literatura de Foster Wallace
es posiblemente el mejor manual para comprender la implantación
psico-sociológica del capitalismo tardío en el cada vez más homogéneo
espacio conductual de los individuos así como la de Kafka
fue en su momento el mejor referente para exponer el anorreamiento de
la identidad particular en el magma de un capitalismo administrativo
incipiente en la Europa occidental de principios del siglo XX.
Lo dicho: desconfíen de aquellos que
buscan abreviar las presentaciones. Los nombres, como bien sabían los
terroristas de la novela de Don DeLillo, son hermosos. Terribles y peligrosos, pero también hermosos.
Y para que quede constancia de ello, firma la presente:
SJM.