Cantidad de novelas, crónicas y ensayos nacieron del dolor de las trincheras; en el centenario del primer conflicto bélico mundial, la vigencia de obras fundamentales, que vuelven a editarse
El escritor Ivo Andric afirmó en Un puente sobre el
Drina que el verano de 1914 fue "un período situado en el límite de dos
épocas de la historia de la humanidad". En más de un ensayo, Virginia
Woolf localizó en la misma fecha la frontera entre el pasado y lo
contemporáneo. "La razón murió en 1914 -escribió Louis-Ferdinand Céline
en Norte-, desde entonces es el fin, todo anda mal." Arnold Hauser
propuso que el siglo XX había empezado en 1914, mientras que para Eric
Hobsbawn aquel año marcó el inicio de la "era de las catástrofes",
prolongada hasta 1991.
No caben dudas, a estas alturas, del poderoso
simbolismo de 1914, principalmente a causa de las mutaciones causadas
por la Primera Guerra Mundial, que marcó un corte drástico en el mapa
político y en el imaginario de lo bélico, y que dejó más de diez
millones de muertos entre civiles y soldados.
La hipótesis de muchos estudiosos de las vanguardias de
inicios del siglo XX es que la "vitalidad" del arte nuevo anticipaba el
belicismo por el que se pronunció buena parte de los artistas tan
pronto como se desató la contienda. Se trata menos de quienes fueron
entonces pacifistas (Hermann Hesse, George Bernard Shaw) que de quienes,
a grandes rasgos (por vocación o fatalidad), se acercaron al
"militarismo". No es casual, según esta perspectiva, que Marinetti en su
manifiesto futurista escribiera: "Queremos exaltar el movimiento
agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, la
bofetada y el puñetazo", ni que en muchos cuadros que el expresionista
Ludwig Meidner pintó entre 1912 y 1913 se anticipara un paisaje de
ciudades destruidas y bombardeadas.
Bajo el influjo del combate
Civilisation (Civilización, 1918) de Georges Duhamel,
The Secret Battle (La batalla secreta, 1919) de A. P. Herbert, Las
aventuras del buen soldado Svejk (1920-1923) de Jaroslav Hasek, Tres
soldados (1921) de John Dos Passos, El bosque de los ahorcados (1922) de
Liviu Rebreanu, ¡Viva Caporetto! (1921-1923) de Curzio Malaparte, La
paga del soldado (1926) de William Faulkner, El final del desfile
(1924-1928), de Ford Madox Ford, Adiós a todo eso (1929) de Robert
Graves, La muerte del héroe (1929) de Richard Aldington, Johnny cogió su
fusil (1939) de Dalton Trumbo son solamente algunas de las muchas obras
literarias que nacieron bajo el influjo de la también llamada Gran
Guerra.
El efecto fue tan potente que incluso personajes ya
existentes fueron llevados a la línea de combate, como en el caso de
Tarzán (Tarzan the Untamed, 1919) o del relato "His Last Bow" que Conan
Doyle publicó a fines de 1917 y en el que Sherlock Holmes se las veía
con un agente alemán apellidado Von Bork.
De las numerosas novelas escritas como respuesta al
conflicto, una de las primeras y más influyentes fue, sin duda alguna,
El fuego (1916) del francés Henri Barbusse, que obtuvo el premio
Goncourt y llegó a traducirse a más de veinte idiomas. Barbusse tenía 41
años y ya había publicado El infierno, otra de sus obras maestras,
cuando se alistó voluntariamente. A pesar de su mala condición física,
llegó a guerrear hasta fines de 1915. El fuego muestra el extraordinario
poder evocativo de Barbusse, que describe así a un "batallón mutilado"
tras varios días en las primeras líneas:
Los uniformes de estos supervivientes han quedado
uniformemente amarillentos por la tierra; se diría que van vestidos de
caqui. La tela está rígida por el barro ocre que se ha secado encima;
los faldones de los capotes son como láminas de plancha que golpean la
corteza amarilla que recubre sus rodillas. Los rostros están demacrados,
tiznados de carbón, y los ojos aparecen vacíos y febriles.
Bestseller internacional
Inspirado en El fuego, el gran bestseller mundial de
la Gran Guerra fue Sin novedad en el frente de Erich-Maria Remarque,
seudónimo del alemán Erich Paul Remark.
La novela de Remarque fue la obra más destacada (o, al
menos, la más visible) de un boom de libros consagrados a la guerra que
salieron a la luz entre fines de los años 20 y principios de los 30,
entre ellos Undertones of War (1928) de Edmund Blunden, El soldado
Subren (1928) de Georg von der Vring o Testament of Youth (1933) de Vera
Brittain, todos marcados por el "desencanto" y la certeza de que una
generación había sido sacrificada, muchos de ellos (una de las
características salientes de estos libros de la guerra) mezclando con
gran libertad recuerdos personales, ficción y reflexión.
El estreno de la adaptación al cine de Sin novedad en
el frente, en 1930, fue interrumpido en Alemania por grupos nazis. El
libro fue quemado en el auto de fe de 1933. Un año antes, Remarque se
había exiliado en Suiza.
Otras voces
Publicada meses después del libro de Remarque, la
novela Parte de guerra (1930) de Edlef Köppen fue vista como una obra
"antialemana" durante el nazismo, el mismo régimen que cerró en 1933 el
museo contra la guerra (fundado en 1924 por Ernst Friedrich), buscó
borrar los rastros del pacifismo y les quitó la nacionalidad alemana a
escritores como Fritz von Unruh, quien en Camino del sacrificio
reflejaba su experiencia pesadillesca en Verdún, la que Maurice Genevoix
bautizó "batalla símbolo de toda la guerra".
La de Köppen es una de las tantas obras literarias que
en los últimos años se han reeditado o rescatado en Europa al influjo
del centenario de la guerra. En la larga lista se destacan El miedo de
Gabriel Chevallier (historia de un soldado raso que no desea combatir),
Hombres en guerra del húngaro Andreas Latzko (una de las novelas que,
frente a la guerra, enarbola la bandera de la revolución
internacionalista), el ciclo La rueda roja del ruso Alexander
Solyenitzin (especialmente Agosto 1914, basada en la cruenta batalla de
Tannenberg), Guerra del 15 del italiano Giani Stuparich o la asombrosa
Compañía K, de William March, conformada por más de cien viñetas, cada
una de ellas narrada en primera persona por un soldado de la compañía,
que evoca determinado episodio bélico.
Todo esto sin hablar de los libros del "fondo" que
narran la retaguardia civil: Les saisons du vent. Journal août 1914 -
mai 1915 de Marie Escholier, ficciones como Mr. Britling Sees It Through
(El señor Britling lo ve claro) de H. G. Wells, que muestran cómo
muchos intelectuales (entre ellos, el propio autor) pasaron de un primer
impulso patriótico a la apreciación crítica. Incluso novelas como Le
grand troupeau (El gran rebaño, 1931) de Jean Giono -lamentablemente no
traducida al castellano- que alternan capítulos consagrados a la guerra
que libra un joven recluta (es conmovedora la escena en la que muere un
camarada entre sus brazos) con capítulos enfocados en la incertidumbre
de su esposa, su hermana y su anciano padre, uno de los pocos hombres
que quedaron en el pueblo.
Detalles
- Miles de peces muertos en el río Moselle, vientre al cielo, por culpa de unas granadas que cayeron en el agua. "Un espectáculo inesperado y desconcertante." (Pierre Mac Orlan, Propos d'infanterie).
- Los soldados cantan en el frente, incluso "los que morirán mañana" y cantan como niños. "En las trincheras, la noche desciende como una humareda aplastada." (Guillaume Apollinaire, "La noche desciende").
- Una ambulancia colmada de heridos. "Un soldado delira, cuenta en voz alta y muere cuando ha pronunciado la cifra que corresponde a su edad." (Jean Giraudoux, Lectures pour une ombre.)
Censura a los pacifistas
Los textos abiertamente pacifistas sufrieron en tiempos
de guerra no sólo la censura oficial, sino también el desprecio de
intelectuales patrióticos como, en Francia, André Suarès o Maurice
Barrès. Una de las voces más ardientes contra las armas fue la de Romain
Rolland, quien desde Suiza lamentaba la locura de la "monstruosa
epopeya". Sus artículos acabaron reunidos en el libro Au dessus de la
mêlée (Por encima del conflicto), casi a la vez que se le concedía el
premio Nobel.
La influencia de Rolland fue decisiva para que Stefan
Zweig pasara de un primer entusiasmo a un rotundo antimilitarismo.
Zweig, que ayudó traduciendo y publicando los textos antibélicos de
Rolland, evoca en El mundo de ayer: memorias de un europeo el primer
entusiasmo que suscitó el conflicto:
En 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué
sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían
pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había
convertido en algo heroico y romántico. [.] "Por Navidad volveremos
todos a casa", gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto
de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra "de
verdad"? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra
Prusia.
Muchos biógrafos entienden que el gran vuelco
ideológico ocurrió en 1915, cuando Zweig trabó contacto directo con los
soldados heridos y en él nació ese antibelicismo que se refleja en el
cuento "Der Zwang" ("Obligación impuesta", 1920), incluido en La mujer y
el paisaje. Meses antes, el fisiólogo Georg Friedrich Nicolai escribía
su Manifiesto a los europeos ("La guerra que ruge en la actualidad
difícilmente tendrá un vencedor, sino sólo perdedores") que solamente
firmaron tres intelectuales alemanes: uno de ellos, Albert Einstein.
Tras publicar en 1918 su ensayo La biología de la guerra, Nicolai se
instaló en 1922 en la Argentina y luego en Chile, donde murió.
La reivindicación de la fuerza y el orden
Contrariamente a los pacifistas, otros autores
continuaron inmersos en la reivindicación de la fuerza y el orden. En
Italia, Gabriele D'Annunzio se enroló como voluntario y voló lanzando
bombas y panfletos con mensajes de aliento a las tropas ("¡Ánimo y
coraje! El fin del martirio está próximo") hasta que perdió la visión de
un ojo.
En Alemania, Thomas Mann suspendió la escritura de La
montaña mágica y acuñó sus pensamientos de guerra, donde arremetió
contra Rolland y glorificó el conflicto como "verdadera manifestación de
la moral alemana". El Mann de las Consideraciones de un apolítico
(1917) está tan lejos del pacifismo que defendía su hermano Heinrich
como de las ideas democráticas hacia las que evolucionaría en espacio de
pocos años.
Otro caso paradigmático es el de Ernst Jünger, tal como
lo manifiestan su Diario de guerra 1914-1918 (inédito hasta 2010), su
libro Tempestades de acero y algunos escritos póstumos, no recogidos en
sus obras completas. Soldado voluntario con apenas 19 años de edad, a
punto de morir en más de una batalla (llegó a tener un pulmón perforado
por una bala), Jünger esperaba impacientemente cada nueva "fiesta
sangrienta". A pesar de sus arrebatos, Tempestadas de acero fue
celebrado, entre otros, por André Gide como "el más bello libro de
guerra".
Mirada cinematográfica
De Carlitos soldado de Chaplin a Yo acuso de Abel Gance
(tanto en su versión sonora de 1938 como en la muda de 1919, que
despertó la ira de los nacionalistas), de La gran ilusión de Jean Renoir
a La patrulla perdida de John Ford, de Sargento York de Howard Hawks a
Senderos de gloria de Stanley Kubrick, el cine también se ocupó de la
guerra, muchas veces adaptando novelas tan disímiles como Los cuatro
jinetes del Apocalipsis (1916) del español Blasco Ibáñez o la memorable
Adiós a las armas (1929) en la que el siempre inquieto Ernest Hemingway
relató su participación en el frente italiano, donde fue gravemente
herido.
Una de las primeras y más famosas novelas ambientadas
en la guerra, Les croix de bois (Las cruces de madera) de Roland
Dorgelès, publicada en 1919, fue llevada al cine en 1931 por el director
Raymond Bernard. Personaje muy popular en Montmartre, Dorgelès era un
gran amante de las bromas provocadoras: llegó a promover a un
burro-pintor que trabajaba con el pincel atado a la cola y a publicar,
junto con Régis Gignoux, una novela satírica titulada La machine à finir
la guerre (La máquina para acabar con la guerra). Su gran éxito, no
obstante, se debió a la novela basada en su experiencia en el frente. El
director de la película quiso ser fiel al libro, muy crítico con los
altos mandos. El actor Charles Vanel, ex combatiente, recibió grandes
elogios por una escena en la que interpretaba la muerte de un soldado.
Es sabido que Vanel dijo: "Para esta clase de papel no hay que actuar,
sólo hay que hacer memoria".
Mundial
"La experiencia más dura que he vivido fue la Primera
Guerra Mundial y la destrucción de mi patria, la única que he tenido",
llegó a escribir Joseph Roth, que en varias de sus novelas se detiene a
reflexionar sobre el conflicto, por ejemplo, en la espléndida La cripta
de los capuchinos, donde acepta de buen grado el apelativo de guerra
mundial "no porque fue librada en el mundo entero, sino porque nos
frustró a todos un mundo, ese mundo que precisamente era el nuestro".
La mano amiga
Blaise Cendrars (nombre artístico del suizo
Frédéric-Louis Sauser) sirvió como voluntario en la Legión Extranjera
francesa. Tenía poco menos de 28 años. Acababa de publicar su poema "La
prosa del transiberiano" y de firmar, el 1 de agosto de 1914, una
solicitada en los diarios para que ningún extranjero fuese indiferente a
la guerra: "Toda vacilación sería un crimen". Un año después, se
calcula, más de quince mil extranjeros combatían para Francia. Entre
ellos, el poeta norteamericano Alan Seeger (fallecido en la ofensiva de
Somme) o el poeta de origen polaco Apollinaire, el mismo que llegaría a
decir: "La guerra ha aumentado el poder que la poesía ejerce sobre mí".
A Cendrars, la guerra le resultó relativamente corta:
el 28 de septiembre de 1915 un obús le arrancó un brazo, en Champagne.
Casi el mismo accidente que sufrió el pianista austríaco Paul
Wittgenstein, hermano del filósofo Ludwig. "Un brazo plantado en la
hierba, como una enorme flor abierta, un lirio rojo, un brazo humano
chorreando sangre, un brazo derecho seccionado bajo el codo",
describiría Cendrars mucho más tarde en su novela La mano cortada
(1946), que dio a conocer tras otra guerra, en los años que marcaron la
cumbre de su carrera, que se inician con El hombre fulminado (1945) y se
ratifican con La parcelación del cielo (1949).
Después del accidente, Cendrars plasmó dos textos donde
asomaba su experiencia bélica, "La guerra en el Lumbemburgo" (1916) y
"He matado" (1918):
He matado al Boche. He sido más listo y rápido que él.
Más directo. He dado el primer golpe. Yo, poeta, tengo sentido de la
realidad. He actuado. He matado. Como el que desea vivir.
Miriam Cendrars cuenta, en una biografía, que apenas su
padre quedó manco se impuso ejercicios de rehabilitación y que, lejos
de amedrentarse, hizo de esta ausencia una marca personal. Tanto es así
que pasó a firmar sus cartas con la expresión "mi mano amiga". También
cuenta que la pintora Sonia Delaunay había tenido, en 1915, días antes
del accidente, una extraña premonición: había soñado que "Blaise tenía
un brazo cortado".
- Epitafio
El general nos dijo
con el dedo metido en el culo
El enemigo
está allí Avancen
Todo sea por la patria
Y nosotros avanzamos con el dedo
/metido en el culo
Y a la patria la encontramos
con el dedo metido en el culo
(Benjamin Peret, fragmento de "Epitafio para un
monumento a los muertos de la guerra" en La revolución surrealista nº
12, diciembre de 1929.)
"Una generación perdida"
Según el sitio web de Imperial War Museums, de los
15.022 artistas que participaron en la Primera Guerra Mundial, 2003
murieron, 3250 resultaron heridos, 533 fueron dados por desaparecidos y
286 acabaron como prisioneros. Una "generación perdida", según la
célebre expresión que Hemingway le oyó decir a Gertrude Stein.
En su momento, al terminar el conflicto, la AEC
francesa (Asociación de Escritores Combatientes) estimó que unos 560
escritores (sumando poetas, narradores, ensayistas y autores teatrales)
habían muerto en la Gran Guerra, sólo en el bando francés. Sus nombres
fueron grabados en el Panteón de París, en 1927. Aunque muchos de ellos
son desconocidos, también los hay más o menos célebres como
Alain-Fournier (autor de El gran Meaulnes), Gabriel-Tristan Franconi
(fallecido el mismo año 1916 en que se publicaba su libro Un tel de
l'armée française) o el poeta y ensayista Charles Péguy, cuya muerte fue
incluso homenajeada en Alemania por la revista expresionista Die
Aktion. Curiosamente, también en 1914 moría en la contienda de
Zandvoorde el poeta alsaciano Ernst Stadler, traductor al alemán de
buena parte de la obra de Péguy.
La sangrienta batalla de Gallipoli (evocada en una
película de Peter Weir) causó la muerte, en 1915, de más de veinte mil
británicos, diez mil franceses y once mil australianos y neozelandeses.
Entre las víctimas estaba el poeta ingles Rupert Brooke, cuyo soneto
idealista "El soldado", de 1914, suele recitarse aún en los aniversarios
del conflicto: "Si muero, pensad esto de mí:/ que allí donde me
entierren habrá un rincón de tierra extraña/ que para siempre será
Inglaterra".
Hay otro poeta muerto tras la tradición (en los países
aliados) de llevar amapolas cada 11 de noviembre en memoria a los caídos
en la guerra. Son las amapolas que el médico militar canadiense John
McCrae menciona en los versos de "Los campos de Flandes" (1915): "Somos
los muertos/ Hasta hace poco sentíamos, vivos, la aurora y la tarde/
ahora yacemos inertes, amantes y amados,/ en los campos de Flandes".
Inglés como Brooke, pero en las antípodas de su
optimismo patriótico, Wilfred Owen no era poeta antes de alistarse. La
dura experiencia en el frente (más su encuentro con el poeta Siegfried
Sasoon, en un hospital militar) lo llevó a escribir versos como:
"¿Doblarán las campanas por aquellos que mueren como ganado?". Faltaba
muy poco para que terminara la guerra cuando Owen cayó muerto. Sus
padres recibieron el telegrama con la terrible noticia el mismísimo 11
de noviembre, día del armisticio.
Pluma femenina
El regreso del soldado (1918), de Rebecca West (Cicely
Isabel Fairfield), fue una de las primeras novelas sobre la Gran Guerra
escrita por una mujer. En ella, el retorno del capitán Chris Baldry es
visto a través de los ojos de su prima Jenny. Por esos años, la también
inglesa May Sinclair dejó dicho antes de viajar a Bélgica como
voluntaria en un cuerpo de enfermería (Munro Ambulance Corps): "La
guerra no nos dejará a ninguno de nosotros tal como nos encontró". En
efecto, su obra ya no fue la misma. En 1915 publicó un relato de sus
experiencias (A Journal of Impressions in Belgium) y, acto seguido,
abordó asuntos próximos a la guerra en no menos de seis novelas: desde
Tasker Jevons (1916) hasta la semiautobiográfica Not so Quiet:
Stepdaughters of War, consagrada a las mujeres conductoras de
ambulancias. "Personalmente -escribió al regresar de Bélgica- me siento
como si nunca hubiese vivido o como si lo hubiese hecho sin ninguna
intensidad hasta que fui al frente en otoño."
Es muy posible que Edith Wharton suscribiera esa frase,
al menos a partir de lo que sugieren los ensayos y crónicas de Francia
combatiente donde las bengalas son "flores infernales", el rugido de los
cañones "parece construir una techumbre de hierro" sobre las ruinosas
aldeas invadidas y la contienda "ha supuesto un desastre como ningún
otro acontecimiento conocido hasta el momento".
La guerra sorprendió a Edith Wharton con 52 años de
edad, instalada en su casa parisina de la elegante Rue de Varenne.
Llevaba unos cinco años residiendo en Francia, ya había editado algunos
de sus mejores libros (Ethan Frome), pero La edad de la inocencia y Un
hijo en el frente estaban aún por venir. A principios de 1915, la Cruz
Roja francesa le pidió un informe sobre las necesidades de los
hospitales de trinchera. Ella quiso ver más allá y, tras unas arduas
gestiones con el gobierno francés, consiguió los permisos necesarios
para circular por el frente y recorrerlo en automóvil. "No es exagerado
afirmar que en estos momentos los franceses extraen buena parte de su
fuerza de su propio lenguaje", observa Wharton en sus crónicas. "En los
bolsillos de los jóvenes soldados muertos en combate se han encontrado
cartas de despedida para sus padres que nada tienen que envidiar al
heroico verso isabelino."
- Paradojas
Cuando no se tiene el coraje suficiente para ser guerrero, se es pacifista.
(Jean Giono, Recherche de la pureté.)
¡Guerra a la guerra!
(Alain, Propos d'un Normand.)
Lenguaje creativo
Albert Dauzat tenía 37 años de edad cuando estalló la
Gran Guerra. Licenciado en letras, lingüista, autor de una "geografía
fonética" (1906) de la región de Auvergne, fue movilizado en julio de
1914 y, debido a una severa miopía, cumplió tareas como auxiliar de
enfermería en diversos hospitales. "Visión desgarradora e inolvidable",
apunta en su diario íntimo tras la llegada de los primeros heridos. O
también: "Venceremos. Hace falta: no podemos ser vencidos".
Dauzat publicó ese diario en 1916: Impresiones y cosas
vistas. Habrá más libros consagrados a la contienda. En 1919 apareció
Leyendas, profecías y supersticiones de la guerra. Y un año antes había
entregado una de sus mejores obras: un estudio consagrado al argot de
los soldados (los "peludos": poilus) y de los oficiales: El "argot" de
la guerra. El lingüista ha tenido material de primera mano para
documentar lo que muchos coinciden en tildar como uno de los momentos de
mayor inventiva léxica de la historia. En el frente se fundían y se
alteraban, dentro de una olla a presión, dialectos, regionalismos, toda
clase de jergas (incluida la carcelaria) y de modismos extranjeros.
Desde luego, Dauzat no fue el único ni el primero en
ocuparse de esto. Mientras él estaba en el frente, en diciembre de 1914,
el diario Le Temps publicó una serie de artículos que buscan establecer
el origen de palabras que la guerra había puesto en circulación,
principalmente el apelativo "boche" destinado a los alemanes. Y otro
soldado, François Déchelette, confeccionó en la trinchera un Diccionario
humorístico y filológico que salió a la luz también en 1918.
A diferencia de ése y de muchos otros glosarios
consagrados a la jerga de los poilus, el libro de Dauzat es un estudio
acerca de los procedimientos (rescate de voces antiguas, neologismos,
cambios de sentido o de forma) que habían engendrado palabras como
allouf (cerdo), "salchicha" (bomba alemana) o pinard para hablar de
alcohol, sobre todo de vino tinto. Palabras que, cien años después, son
corrientes en el francés popular (toubib, guitoune, zigouiller) y que
fueron impulsadas entonces por los soldados.
Otro de los primeros libros en analizar el habla de las
tropas fue El argot de las trincheras (1915), del filólogo Lazare
Sainéan, publicado casi a la vez que una de las obras de ficción donde
el argot cobraba protagonismo: Les poilus de la 9ª de Arnould Galopin.
Una de las novedades de Sainéan era que incluía diversas cartas enviadas
por los soldados a sus familiares. Con el tiempo, aquello se volvería
un género y no pocas editoriales publicarían antologías con "cartas de
los poilus".
Los combatientes que escribían
Además de los escritores combatientes, estaban los
combatientes que escribían y llevaban diarios, como los espléndidos
Carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier (Cuadernos de guerra de L.
Barthas, tonelero). El autor fue un militante sindicalista francés que
llegó al frente de combate en noviembre de 1914 y no fue evacuado,
totalmente exhausto, sino en abril de 1918, por lo que le tocó combatir
en Verdún, Champagne, Somme o Argonne. "La guerra -escribe Barthas-
destruye todo en el hombre, convertido bajo su uniforme en un ser
anónimo; destruye todo sentimiento de honestidad.". Y también: "El mejor
jefe no era el más hábil estratega, sino aquel que mejor sabía
preservar la vida de sus hombres".
Finalizada la guerra, Barthas reinició su vida como
tonelero, en compañía de sus cuadernos mordisqueados por las ratas.
Deseaba "pasarlos en limpio" y se puso a escribir todas las noches, al
término de su jornada laboral, pero no pudo o no supo publicarlos y su
testimonio fue a parar al fondo de un cajón hasta que, muerto ya
Barthas, su nieto Georges empezó a trabajar en un liceo y le pasó los
cuadernos a un colega, un profesor de historia, para que se los leyera a
sus alumnos. El historiador Rémy Cazals se enteró de esto y logró que
el texto fuera publicado en 1978 por François Maspero. Desde entonces,
los Carnets de guerre de Barthas han vendido más de cien mil ejemplares y
emocionado a lectores como François Mitterrand: "El libro tiene un alto
valor histórico y es una genuina obra literaria".
Los compañeros consideraban a Barthas su portavoz. "Tú,
que escribes la vida que llevamos aquí, no ocultes nada." Pocos
combatientes contaron, como él, la enorme desigualdad de condiciones
entre la soldadesca y los superiores, el impacto de la revolución rusa
en las trincheras, las no tan escasas confraternizaciones entre tropas
enemigas, los acuerdos tácitos entre rivales para no abrir fuego o,
incluso, cierta tregua de Navidad entre franceses, británicos y
alemanes, hecho que retomó después Christian Carion en su película Feliz
Navidad. Muy de vez en cuando, relata Barthas, él y sus camaradas
jugaban al fútbol en un terreno junto a las trincheras:
Los alemanes tenían que estar ciegos para no ver cómo
el balón se elevaba por los aires hasta, a veces, rebotar más allá de la
alambrada, donde un audaz jugador iba a buscarlo confiando en la
cortesía de los alemanes que, de hecho, nunca abrieron juego contra
quienes jugaban.
Promesa de eternidad
Juan Gabriel López Guix, en su introducción a Cuentos
de la Gran Guerra, una de las buenas antologías consagradas al tema,
cuenta:
Nada más estallar la contienda y tras descubrir que
Alemania y Austria-Hungría disponían de una oficina de prensa de guerra
(para la austrohúngara trabajarían, entre otros, Hugo von Hofmannsthal,
Robert Musil, Egon Schiele, Franz Werfel y Stefan Zweig), el gobierno
británico nombró al periodista y político liberal Charles Masterman
responsable de la Oficina de Propaganda de Guerra. La primera iniciativa
de Masterman fue recurrir a los escritores, y el 2 de septiembre de
1914 se celebró una reunión a la que asistieron dos docenas de los
literatos más famosos del momento. Los reunidos se juramentaron para
trabajar en secreto en favor del esfuerzo de guerra. En la iniciativa
-de cuya magnitud no se tuvo constancia hasta 1935- participaron William
Archer, James M. Barrie, Arnold Bennett, John Buchan, Gilbert K.
Chesterton, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Arnold
Toynbee, Hugh Walpole, H. G. Wells y muchísimos otros hoy menos
conocidos pero que en su momento gozaron de gran reputación.
El Penguin Book of First World War Stories (2007), a
cargo de Barbara Korte, reúne relatos, entre otros, de D. H. Lawrence,
Arthur Machen, Joseph Conrad, Katherine Mansfield y Somerset Maugham, La
antología de Korte (organizada en torno a cuatro ejes: el frente;
espías e inteligencia; el regreso; la mirada retrospectiva) incluye un
relato de Rudyard Kipling ("Mary Postgate") que, al margen de su alta
calidad, muchos no han dudado en tildar de material de propaganda. No es
su único escrito relativo a la gran guerra. Están el cuento "El
jardinero", las tristes crónicas de Francia en guerra (escritas tras la
muerte de su único hijo John, que lo dejó lleno de culpa) o sus
emocionantes Epitafios de la guerra, inspirados en los antiguos
epigramas griegos:
Si alguien pregunta por qué hemos muerto, decidle: porque nuestros padres mintieron.
Julian Barnes ha resumido así la historia del hijo muerto:
John Kipling se presentó como voluntario en cuanto
estalló la guerra, unos cuantos días antes de cumplir 17 años, y de
forma más bien humillante fue rechazado a causa de sus problemas de
vista. Su padre, no menos corto de vista, echó mano de sus influencias
para conseguirle al muchacho una comisión con los Irish Guards. Lo
embarcaron rumbo a Francia en agosto de 1915 y para fines de septiembre
se encontró entre los 20 mil británicos muertos en la batalla de Loos.
La respuesta de Kipling fue una mezcla de dolor, orgullo, silencio y,
después de la guerra, un trabajo detallado e incesante para la Comisión
de las Tumbas de Guerra.
Como miembro de esa Comisión, Kipling ideó la leyenda
que se grabó en la lápida de cada cementerio: "Sus nombres vivirán por
toda la eternidad". Un buen día, el correo le trajo un paquete dirigido a
"Monsieur Kipling". Lo enviaba un soldado francés de apellido Hammoneau
y contenía un ejemplar de la traducción francesa de su novela Kim, con
un agujero de bala tan profundo que sólo se habían salvado las veinte
páginas finales. En una carta Hamonneau contaba que, de no haber llevado
ese libro en un bolsillo a la altura del pecho, no habría sobrevivido.
El envío contenía también la Cruz de Guerra: la medalla al valor
otorgada a Maurice Hammoneau. Aunque insistió en devolver ambos objetos
de inmediato, Kipling acabó negociando con Hammoneau y legándoselos a
Jean, hijo varón de este último. El libro, con su redonda herida, hoy es
uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca del Congreso de
Estados Unidos.