Roberto Bolaño
El retorno
Tengo una buena y mala noticia. La
buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La
mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una
discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había
advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente
creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida
no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de
cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los
locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni
en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta
desmesura.Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me
había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció
mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el
corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que
permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma
por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego
un breve instante de oscuridad.
Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.
En vida no fui una persona
inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho).
Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo
un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán.
Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié
empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando
una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más
asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas
películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las
vi por vocación de cinéfilo.
Como tantas otras personas yo también
fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella
con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y
el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón,
en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se
separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para
la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi
(efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución
fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble
Cuando me llegó mi turno, sin
embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En
primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado,
excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar
interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi
experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la
puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los
europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no
pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a
gritos.
Uno a todo se acostumbra y además
aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido
bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien
una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por
la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber
que venia después. Cuando uno se muere el mundo real semueve un poquito y
eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con
otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor
es que tu sabes que son tus gafas la que has cogido, no unas gafas
equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un
poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado
cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y
el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.
Dan ganas de llorar o rezar. Los
primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas
como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante
en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y
generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a
tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.
Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer
de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de
morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por
ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula,
sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para
lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una
pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me
hubiera desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro
cardiaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que
hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente
mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacia la
respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me
golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la
música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la
discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave
de un camarero o de un tipo de seguridad ordenada que nadie me tocara,
que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo
estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo,
que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando
alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se
quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que
un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya
estaba definitivamente muerto.
Después llegó la policía y unos tipos
que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez
y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había
esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo
metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en
la parte de atrás del vehiculo y me perdí con ellos en el triste y
exhausto amanecer de París.
Qué poca cosa me pareció entonces mi
cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la
maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos
de un hospital aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello
fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran
y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes.
Luego me pusieron una sabana y en otra habitación sacaron una copia
completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la
primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un
tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez
sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.
Al cabo de un rato vino a buscarme un
camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me
entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que
desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez
fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a
un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los
pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales
escapados de un bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los
modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable
frecuencia acudí.
Los nuevos enfermeros anotaron algo
en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué
hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la
habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando
formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla,
cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano
izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando
pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros,
si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en
aquel instante.
Después uno de los jóvenes se acercó a
la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos
estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno
presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre
los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal
helado que pronto descubrí era depósito en donde se acumulaban los
cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el
transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho
refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.
Allí, en la morgue, me pasé todo
aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de
cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina.
Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún momento
tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el
paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror
irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a
sentirme mejor.
En el transcurso del día fueron
llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y
a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y
luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que
yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la
sala de autopsias y escuché como el forense y su ayudante, una chica
bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria
deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios
públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas
de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un
camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta las once de la noche permanecí
allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en
algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni
forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir reflexionando sobre
mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna
manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había
sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las
diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y
cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me
sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba
acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado
en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile
Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo
aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay
remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un
juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes
origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba
dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la
solidez de lo real.
Pero hablaba de los camilleros
modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de
percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de
ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al
principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta
que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.
Entonces me levanté y me puse a
mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en
una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se
perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que
iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé
que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro
blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking
y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el
rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que
demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera
serenidad.
Durante unos instantes volví a sentir
el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con
cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego
metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la
carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel
edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche
libérrima de París.
No recuerdo ya por qué avenidas y
calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir
tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por
encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar mi primera
impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud,
que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me
sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en
los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí
mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y
creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.
El Renault se detuvo junto a una
mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos,
fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un
timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó,
no, le sugirióque se pusiera un poco más a la derecha y que levantara
la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza.
El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en
dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de
la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro
de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos
pasar.
Al instante la verja se abrió con un
ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que
caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado
descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en
uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi
cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en
toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin
duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.
Entramos por unas de las puertas de
servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un
restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en
penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el
sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba
Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y
canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a
un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el
contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido
con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me
resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre
lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El
Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero
insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma
inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al
final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba
a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus
modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.
Los camilleros pusieron mi cadáver
sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del
dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin
decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo)
de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con
casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque
ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que
pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se
marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros
desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y
después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo,
encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los
seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les
franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel
barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.
A partir de ese momento todo en mi
nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se
distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se
sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de
un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a
beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia.
Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o
tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era
la primera vez: guitarras, eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y
melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera
un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el
nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en
rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al
quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de
improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota
minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir
un ligero estremecimiento.
Después Villeneuve dejó el vaso al
lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me
estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o
como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez
en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su
merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo,
cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto
nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los
confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.
Entonces Villeneuve deshizo con
extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la
funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos
interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre
el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo
anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una
pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me
acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera
deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi
el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto
es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían
publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la
expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación,
pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos,
de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las
revistas de moda o del corazón.
Villeneuve se despojó de los
pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si
que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a
continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal.
Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me
masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que
alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de
un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba
empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El
modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis
muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude.
Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía,
agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien
era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado mi
cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de
uno de los hombres más famosos de Francia.
Después de correrse Villeneuve cerró
los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de
hastío. Acto seguido se incorporó y durante y durante unos segundos
permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras
se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle
vergüenza, dije.
Desde que había muerto era la primera
vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno
sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que
hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las
gafas que estaban sobre la moqueta.
En el acto comprendí que me había
oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su
anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle
vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma
del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego
sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que
fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la
verdad es que muy asustado no se le veía.
No hay problema, dije conciliador, está perdonado.
Villeneuve encendió la luz y buscó
por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco,
pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra
persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un
gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no
estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no
buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí
una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la
habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como
alma que lleva el diablo.
No soy ningún micrófono, dije.
Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse,
siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle
nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi que
Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé
hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno
de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que
nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue
el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable
la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría
hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor
dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi
proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo
alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza
seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era
evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la
posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me
dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era
seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de
una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al
terror.
Así que repetí mi oferta y esta vez
Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento
su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la
expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de
elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban
unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación.
Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted
conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se
acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o
quimérica.
Aquí estoy, dije.
Villeneuve hizo un gesto con la
cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose
en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun
estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada
ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos
intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien
vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en
ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del
modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una
mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por
ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de
hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es
de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso
si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me
materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le
decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve
movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis
excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma
que le había tocado en suerte.
Y así recorrimos toda la casa, y
mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le
veía mas tranquilo y yo estaba cada vez mas nervioso, pues la
descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos
no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores
contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para
mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que
Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por
el mundo.
Hasta que llegamos a una pequeña
habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz,
una habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y
quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa,
pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para
mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia
desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio
en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte,
pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando
estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo.
Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio
así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había
instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia
conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba,
que me creía, y abrió de golpe la puerta.
Lo seguí hasta la sala principal de
la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con
pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted
perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad ni
siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero
sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura
relación de culpabilidades y rencores.
Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.
Le aseguré que no tenía intención de
pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con
cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo
mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el mas
grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue
volando mientras odia una historia sucinta de su infancia y
adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus
experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su
inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que
tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de
sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su
inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de
sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes
iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres
de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de
seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres
con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad
que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que
por las cortinas de la sala principalse deslizaron las primeras luces de
la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.
Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.
Poco después llegaron los camilleros.
Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de
todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la
delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le aseguré que me
encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le
dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacia rato que estaba
tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de
decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro.
Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo.
Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó
el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una
palabra.
Agotado por los sucesos de la noche,
Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me
pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un
empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía
los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al
sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Ví como
lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el
maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o
mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al
sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el
jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el
más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.
Al volver a la sala Villeneuve seguía
en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía
que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de
frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y
respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa
luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.
Roberto Bolaño Ávalos (Santiago, 28 de abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 20031 ).Escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos
1999. Después de su muerte Bolaño se ha convertido en uno de los
escritores más influyentes en lengua española, como lo demuestran las
numerosas publicaciones consagradas a su obra y el hecho de que tres
novelas —además de la ya citada, 2666 y la breve Estrella distante—
figuren en los 15 primeros lugares de la lista confeccionada en 2007
por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los
mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.2
Hijo de León Bolaño y Victoria Ávalos, Roberto pasó su infancia en las ciudades de Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Fue un escolar con problemas de dislexia.3 A los 15 años, en 1968, se trasladó con su familia a México,
donde continuó sus estudios secundarios que abandonó definitivamente a
los 17. Durante su adolescencia fue un asiduo visitante de la
biblioteca pública de la Ciudad de México.
En 1973 regresó a Chile con el propósito de apoyar el proceso de reformas socialistas de Salvador Allende. Tras un largo viaje en autobús y barco (atravesando prácticamente toda América Latina) llegó a Chile pocos días antes del golpe de estado del 11 de septiembre; al poco tiempo fue detenido cerca de Concepción y liberado ocho días después gracias a la ayuda de un antiguo compañero de estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que debían custodiarlo. Se piensa que esta experiencia podría haber originado su cuento Detectives, publicado en Llamadas telefónicas.4
Sobre
su posición política, él mismo comentó que no le gustaba "la
unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de
izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los
clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego,
cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad
clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en
España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista.
La unanimidad me jode muchísimo".5
El infrarrealismo
Después de pasar una breve estadía en El Salvador con Roque Daltón y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,6 regresa a México, donde junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro (quien serviría de modelo para Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento infrarrealista, que, surgido a partir de reuniones y tertulias en el Café La Habana de la calle Bucareli, se opuso radicalmente a los poderes dominantes en la poesía mexicana y al establishment literario de ese país, que tenía a Octavio Paz como su figura preponderante.
El movimiento infrarrealista tuvo como guía romper con lo oficial y establecerse como vanguardia. Si bien se agruparon bajo el apelativo de infrarrealistas alrededor de quince poetas (entre ellos Roberto Matta, Óscar Altamirano Carmona, José Rosas Ribeyro y Rubén Medina), Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro
fueron los exponentes estilísticamente más sólidos, destacando ambos
por una poesía cotidiana, disonante y con varios elementos dadaístas.
Santiago cultivó este género hasta el final de su vida pero Bolaño lo
fue abandonando poco a poco por la prosa, aunque él mismo nunca dejó de
considerarse poeta.
Respecto a su relación con este movimiento, comentó el escritor Juan Villoro: "Se podría sostener que el infrarrealismo
lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la
corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él
fue central, porque lo determinó como escritor (...) el México
nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino
quebrado y a veces trágico y el humor lo cautivaron. No es casualidad
que sus dos novelas más grandes las haya centrado en México, Los detectives salvajes y 2666."7
Europa
Emigró a España, concretamente a Cataluña, donde ya vivía su madre. Allí desempeñó diversos oficios, como vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels o vendedor en un almacén de barrio, para más tarde dedicarse por completo a la literatura. Finalmente se instala en Blanes.
Em 1982
se casa con Carolina López, catalana que trabaja en los servicios
sociales, con quien tiene un hijo y una hija: Lautaro y Alexandra.
En 1998 Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela gracias su obra Los detectives salvajes, por la que también obtuvo el Premio Rómulo Gallegos8 en 1999. Sobre esta novela, Enrique Vila-Matas escribió: "Los detectives salvajes
—vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de
circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los
detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela
que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es
también una novela que me ha infundido ánimos para continuar
escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando
empecé a escribir."9
En 2004, un año después de su muerte, Bolaño obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español, por 2666.
El jurado destacó el nivel y diversidad de los cinco finalistas, todos
ellos "libros nobles, respetables y muy notables", considerando sin
embargo a éste "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta
lo mejor de la narrativa de Roberto Bolaño (...) que supone un gran
riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario de su autor".10
Bolaño falleció el martes 15 de julio de 2003 en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona tras pasar diez días en coma como consecuencia de una insuficiencia hepática. Dejó inconclusa la novela 2666, en la que llevó al extremo su capacidad fabuladora, esta vez en torno a un personaje, Benno von Archimboldi, mediante el que retoma la figura del escritor desaparecido.
Tras su muerte, la obra de Bolaño ha conocido una mayor difusión en el mundo de habla hispana pero también en Francia y Estados Unidos, donde estuvo en la lista de los 10 mejores libros del año de algunos de los más prestigiosos medios, como el The New Yorker, Slate y Bookforum.11
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: El cuento del día. Foto:internet