Durante esta semana, sesenta poetas provenientes de 45 países se han reunido para celebrar el XXIII Festival Internacional de Poesía de Medellín. En el corazón de la utopía es el lema y el tema central del certamen
Lorna Shaughnessy, una de las invitadas al Festival de Poesía de Medellín que comenzó el fin de semana. / Ana Cristina Restrepo./elespectador.com |
Desde su apertura oficial, el Festival de Poesía de Medellín manifestó su apoyo a los diálogos de paz. Dentro de
ese contexto, hablamos con Lorna Shaughnessy, poeta, traductora y
profesora de lengua española en la Universidad Nacional de Irlanda
(Galway), autora de una obra con matices políticos y que revela
experiencias como el dolor y la reconciliación.
Sus textos son una
mirada a una sociedad que ya vivió la guerra y los diálogos, y conoce
los sinsabores y satisfacciones del posconflicto.
Shaughnessy ha
publicado dos libros de poemas, Torching the Brown River (2009) y
Witness Trees (2011), y tres traducciones: Mother Tongue: Selected Poems
by Pura López Colomé, If We Have Lost Our Oldest Tales, de María
Baranda (2006), y The Disappearance of Snow, de Manuel Rivas (2012).
La
poeta irlandesa, invitada especial al festival, fue educada en un
colegio católico en Belfast, y desde la secundaria se entregó a la
práctica del español, tan pronto “descubrió la sensualidad de sus
sonidos y palabras”. Estudió lingüística inglesa y española en la
Universidad de Belfast, realizó sus prácticas enseñando en un colegio en
Galicia, España, y dedicó su tesis de grado al análisis de la obra del
poeta Pedro Salinas.
Aunque sus primeros poemas son de carácter
autobiográfico, el matiz político es una constante en la obra de
Shaughnessy. Witness Trees (Árboles testigos, obra sin traducción al
español) es su segunda colección: un testimonio propio y de Irlanda del
Norte, de exilio y opresión. A través de esos poemas busca darle voz a
la historia.
Evoquemos esa Irlanda del Norte, convulsionada, en la que usted se crió.
Los
peores disturbios en Irlanda del Norte fueron en los años setenta y
ochenta. Lo curioso es que somos capaces de normalizar las cosas: sí
hubo coches bomba, sí hubo muchas manifestaciones con reacciones muy
agresivas del Ejército Británico y la Policía de Irlanda del Norte. No
era una vida normal: había barrios nacionalistas católicos atacados por
pandillas de barrios protestantes unionistas que quemaban las casas de
la gente. Por esos motivos, entre 1969 y 1971 hubo un desplazamiento de
población muy significativo, el más grande de Europa desde la II Guerra
Mundial. Pero lo normalizamos porque la gente tiene que sobrevivir,
trabajar y ganarse la vida; los chicos teníamos que ir a la escuela. Mis
padres no son de Irlanda del Norte —son de la República de Irlanda—; en
ese sentido tuvimos mucha suerte, pues todos los veranos nos podíamos
ir durante el mes de julio, el más tenso en Belfast por la conmemoración
de una batalla del siglo XVII que ganó el rey Guillermo de Orange de
Holanda. ¡Es muy complicado! (risas). Con la familia íbamos a la granja
de mis tíos en la República de Irlanda, estaba con los primos, podía
tener la vida social que no tenía como quinceañera en Belfast: salir por
la noche, ir a bailar. Las posibilidades sociales eran muy limitadas en
Belfast. Y una cosa que pensé hace muy poco: en tantos años que viví en
Belfast, nunca había tomado un autobús a muchas zonas de la ciudad. Si
no tenía nada que hacer al norte o al este nunca iba allí. De miedo. Es
una cosa muy difícil de describir: vivir y criar con esas limitaciones
en una ciudad.
¿Qué pasaba con el arte? ¿Cómo recuerda a los artistas locales durante la etapa más dura del conflicto?
Algo
muy importante que tenía Belfast era un festival cultural cada otoño,
organizado por la Universidad de Queens. Siempre venían artistas de
nivel muy alto, no sólo de Gran Bretaña sino de toda Europa. Mucho
teatro, música clásica. Siempre había esa oportunidad de huir y acceder a
una riqueza cultural que no teníamos el resto del año. Lo que siempre
ha habido en toda Irlanda es una cultura musical: es fundamental. En
bares escondidos, en zonas oscuras, un poco siniestras, había barrios
que tenían fama porque acogían la música tradicional y siempre había
sessions en las cuales los músicos tradicionales se reunían para tocar
juntos; nadie cobraba, y servía de taller para los músicos jóvenes. Era
un ambiente muy bonito. Luego, en los setenta y principios de los
ochenta, llegó el punk, que en Belfast era genial porque a esta gente le
daba igual si eran católicos, protestantes, unionistas o nacionalistas.
Había un par de bares y un centro cultural pequeño donde se reunían los
punks y tocaban su música. Eran unos personajes bastante anárquicos
que, hasta cierto punto, nos salvaban la vida psicológicamente. Terri
Hooley, por ejemplo, era un hombre con un ojo de cristal que fue muy
famoso porque montó una disquera y fue quien descubrió a The Undertones
(banda punk de la ciudad de Derry). Hubo focos de luz en un ambiente
bastante oscuro.
¿Podemos hablar de movimientos culturales en ese entonces?
No hubo movimientos culturales realmente. Hubo estallidos anárquicos.
Después de un conflicto debe quedar una fragmentación... del pensamiento, de los sentimientos. Eso está en sus poemas.
¿En
mis poemas? Dos personas me han comentado desde la publicación de mi
segunda colección que lo que ellas sacaban de algunos poemas es que yo
estaba incómoda con el proceso de paz en Irlanda del Norte, lo cual no
es cierto. No es que esté incómoda, pero hay que reconocer lo duro que
es: estos conflictos nunca han sido fáciles ni simplistas. Quizá se haya
comunicado de una manera incómoda, no sé, eso depende de la
interpretación de cada lector. En Irlanda del Norte los excombatientes
han jugado un papel muy importante: los incluyeron en las negociaciones y
después en el trabajo de base a nivel comunitario. He escuchado a
muchos de ellos hablar sobre la diferencia, muy importante, entre la
reconciliación y el perdón. No es lo mismo. Es imposible pedir que todo
el mundo perdone a los demás.
¿Y el olvido?
Tampoco
es posible para algunas cosas. Pero yo creo que si damos bastante
énfasis a la diferencia entre las dos cosas es más fácil construir una
reconciliación. Lo que necesitamos para la reconciliación es respeto
mutuo: yo te puedo respetar aunque no te perdone. Y debemos aprender a
hacer eso. Yo lo aprendí escuchando a excombatientes que, claro, han
tenido que luchar internamente para trabajar con excombatientes de la
otra comunidad, pero lo han conseguido. Esas luchas internas son muy
importantes, muy incómodas. Por eso en la inauguración del festival dije
que la paz no representa una utopía, la paz es imperfecta y es muy
importante que sea imperfecta... porque somos imperfectos. Que no
tengamos la idea de que la paz nos va a traer una sociedad perfecta,
porque esa es una aspiración irreal: no es posible.
¿Cuál fue el lugar del artista durante el proceso de paz en Irlanda del Norte?
Precisamente
en Irlanda del Norte ha habido poetas muy grandes como nuestro Nobel,
Seamus Heaney, Derek Mahon, Paul Muldoon y Michael Longley. Los grandes,
aunque no hayan tomado una postura explícitamente política, siempre han
hablado por la paz, la reconciliación, y han buscado nuevas maneras de
expresar las posibilidades políticas. No creo que haya una relación de
causa y efecto entre la cultura y la política. Se trata del poder de la
imaginación, que es un poco como mantenerse físicamente: tenemos que
hacer ejercicio. Practicando la cultura hacemos ejercicio, nos
preparamos a nivel imaginativo para el mundo exterior, para el mundo
político. Por eso es importante mantener en forma la imaginación. El
arte, la cultura son expresiones de la posibilidad de la transformación.
El poeta William Blake llamaba a la imaginación “la chispa divina”, la
máxima prueba de que el hombre tenía alma, de que no era sólo cuerpo
material.
¿Cómo es la poesía del posconflicto?
En
la poesía de los jóvenes que yo he visto noto la ausencia de la
política como tema, lo cual me parece muy sano y maravilloso, que no se
sientan obligados a escribir de eso. Para ellos la vida es mucho más
normal. Para ellos Belfast ha cambiado: la gente se siente libre para
vivir en distintas zonas de la ciudad. Todavía hay límites, pero hay más
movilidad. Y Derry, la segunda ciudad de Irlanda del Norte (capital
cultural del Reino Unido para este año), ha tenido una renovación
tremenda a nivel cultural.