No soy de aquí, soy peruana de las montañas, no de Lima sino de un pueblo del interior
Ilustración: Raquel Marín./elpais.com |
Me cansa estar casada. Hace poco leí en un artículo de una mujer que
“tener un amante, o ser una amante, es como sacar un libro de la
biblioteca”. Ahora que tengo un amante, o que soy una amante, me siento
como un personaje de novela; me siento casi como Madame Bovary.
Bovarismo, así se llaman estos ensueños de traición al marido, o estos
actos de huida del matrimonio. Sí, me cansa estar casada; estoy cansada
de estar casada. Estoy más casada y más cansada que él. Por eso me
conseguí un amante en la playa.
Sí, en la playa, porque en Río de Janeiro el mejor sitio para
conseguirse un amante es en la playa: es todo tan hermoso, tan ligero,
la gente está tan ligera de ropas, tan dispuesta a mirarse y a sonreír.
Todo es superficial, todo es intrascendente, el sol cae y calienta la
piel y el cuerpo entero, poco a poco nacen en los poros gotas de humedad
que la brisa seca, los labios saben a sal, el agua te refresca, los
ojos se encuentran y la gente deja ver los dientes, no en señal de rabia
sino de asentimiento.
Vivo en Río de Janeiro, pero no soy de aquí, soy peruana de las
montañas, no de Lima sino de un pueblo del interior. Soy hija del hombre
más importante del pueblo, y el hombre más importante del pueblo se
casó con la muchacha más bonita del pueblo, mi madre. Gracias a eso no
soy fea, porque mi padre era horrible, pero mi madre no. Odié a mi
padre, un gamonal violento, un político corrupto, un hacendado
inclemente, un minero abusivo, todos los defectos.
Mi amante, aunque la primera vez nos acostamos aquí, no vive aquí.
Así es más fácil. Vive en Lima y a veces yo, cuando voy a ver a mis
hijos, lo veo también a él, y me acuesto con él. Mientras tanto nos
mandamos cosas: yo le hago fotos de todos mis vestidos de colores; yo le
mando música que me hace pensar en él; él —que es vanidoso— me manda
fotos suyas en calzoncillos donde el bulto se le ve abultado porque dice
que en ese instante está pensando en mí. Yo le mando fotos difuminadas
de mi cuerpo también, aunque en mis fotos no se note la excitación.
Dispongo las frutas en un plato, armonizando los colores y las formas, y
le mando la foto, antes de comérmelas. Le mando vídeos. Le mando
páginas de mi diario escritas con tinta azul. Y voy a la playa —donde lo
conocí— y pienso en él. A veces, por las tardes, me toco pensando en
él.
Él había venido de paseo y nos encantó la coincidencia de ser dos
peruanos en una playa de Río de Janeiro. Él había llevado un libro en
español —de Vargas Llosa— y yo también un libro en español —pero de
Julio Ramón Ribeyro—; fue eso lo que nos delató como peruanos y como
lectores. Él es médico y había venido a un congreso. Yo soy artista,
artista plástica, pero no ejerzo de artista porque odio esa vida: las
exposiciones, los críticos, la pedantería, la mentira del arte. Hago
obras para mí y para mi amante de Lima, que está tan casado o más casado
que yo, y vive allá con su mujer y sus tres hijos universitarios.
Mi marido es brasilero y es hermoso. Con él no tengo hijos, aunque lo
intenté con todas mis fuerzas: terapia hormonal, fecundación in vitro,
todo, pero no fue posible, al final no salió. Y ya no puede ser, por la
edad.
No me voy a matar como Madame Bovary. No estoy muerta de amor por mi
médico del Perú. Pero es un capítulo distinto del libro de mi vida, un
capítulo secreto, entre él y yo, y eso me ayuda a vivir, a seguir con mi
cansancio de estar casada. Es un amor profundo, a ratos, pero también
intrascendente. Es una manera de estar más viva, de querer ser bonita
todas las mañanas, de soñar con viajar a Lima, a pesar de lo que me
molesta Lima. Lima la horrible. Lo único que tiene bueno es la comida,
eso sí. Cuando estoy allá salgo con mi médico y comemos y comemos y
comemos, y después vamos a un hotel, desnudos, a retozar. Eso es todo.
Después de comer y de hacer el amor me siento tan limpia y tan inocente
como recién bañada. Y vuelvo a Río, y vivo contenta en Río, y hasta me
reconcilio con mi marido, que no sabe nada de esto, ni lo sospecha, pero
no creo estar haciéndole ningún daño.
No soy dramática; tengo algo de romántica; no soy trágica. Soy una
mujer casada y ni siquiera tan cansada de estar casada, si lo pienso
bien. A estas alturas no me voy a separar; cualquier tumba es igual.
Gozo los últimos resplandores de mi cuerpo, ahora que todavía deseo y
todavía es hermoso. Después me apagaré y tendré más recuerdos que me
ayuden a sobrellevar la vejez. Así lo veo; así de simple es.