Hace 50 años, Vasili Grossman terminó de escribir Todo fluye, una de sus obras más importantes, el retrato íntimo de las atrocidades de las guerras y de los regímenes totalitarios. Murió pocos días después
Vasili Grossman durante sus tiempos como reportero de guerra. / Wikipedia-The New Yorker./elespectador.com
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Sus textos fueron sus verdades más crudas, el
único lugar desde el cual pudo redimirse de una carta que firmó porque
de esa firma dependía la vida, su vida, y la de su familia. Por aquella
carta fueron condenados al exilio de Siberia tres doctores judíos
acusados de asesinato, y cientos de hombres como él la firmaron, hombres
acosados, temerosos, obligados. Hombres como él que luego, ante el
juicio ornamental de las autoridades y la pregunta de “¿se reconocen
culpables de la muerte de ciudadanos soviéticos inocentes?”,
respondieron: “No. Lo negamos categóricamente. El Estado había condenado
a esa gente de antemano. Nosotros construimos, por así decirlo, la
fachada exterior. En realidad, poco importaba lo que nosotros
escribiéramos, si los imputábamos o los absolvíamos; aquellas personas
estaban ya condenadas por el Estado”.
Él, Vasili Grossman,
escribió su dolor, su remordimiento. Los otros siguieron con sus vidas,
apartándose de los recuerdos de aquella carta, por ejemplo, o de otras
delaciones. Si alguna vez se encontraron en la calle con alguno de sus
“informados”, lo saludaron como si nada hubiera ocurrido, la mirada
evasiva, las palabras formales, las preguntas de ocasión. Grossman
escribió. Se escribió a sí mismo. Se hizo personaje. Se involucró en
carne y hueso con los hombres que sufrieron e hicieron sufrir. En una
historia, Grossman se llamó Nikolái Vasílievich. En otra, Iván
Grigórievich. Sin embargo, el uno y el otro eran él, pero él también fue
un reputado miembro del Partido que lo había delatado, y fue un
científico repleto de logros que firmó la carta contra los doctores
judíos y no quiso volver a pensar en ello.
Grossman fue víctima y
victimario y testigo y condenado, todo a la vez, gracias a la magia de
la literatura. Magia blanca, magia negra, magia gris. Por la literatura
se enroló en el frente XX del Ejército Soviético para describir en el
periódico Estrella Roja los horrores de la toma de Stalingrado, y con la
literatura estuvo en el campo de concentración de Treblinka, desde
donde retrató la crueldad, el odio, el servilismo y la inhumanidad de
los humanos en un texto que tituló El infierno de Treblinka, que luego
fue usado en los juicios de Nuremberg como evidencia de la persecución
de los nazis hacia los judíos. Desde allí, toma, campo de concentración y
texto, el hombre fue más que nunca asesino, crueldad, venganza,
tortura, miedo, delación, mentira y sinsentido.
Y sin embargo, a
la vez, según Grossman, fue bondad e ilusión y trabajo y fe. “Todo lo
que es inhumano es absurdo e inútil”, “la historia de toda la vida,
desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad”,
decía y concluía Nikolái Vasílievich, uno de sus personajes en Todo
fluye, una especie de testamento que terminó de escribir días antes de
morir, un documento de tristezas y miserias sin fin que contaba sitios,
hambrunas, injusticias y más dolores. “Dentro de sus harapos
putrefactos, los tres esqueletos pasaron todo el invierno juntos: el
marido, la joven esposa y el pequeño hijito se intercambiaban sus
sonrisas blancas, inseparables también después de la muerte”, escribía.
“Pero algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la
muerte. Éstos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían,
mataban a sus propios hijos y se los comían”, escribía.
Grossman
nació en Berdivech (hoy Ucrania) el 12 de diciembre de 1905. Durante su
infancia fue Josif Solomonovich, pero una niñera le cambió el nombre y
desde su adolescencia se llamó Vasili Grossman, un muchacho díscolo que
apoyaba la Revolución de los bolcheviques y discutía con su padre por
razones políticas. Tiempo después, él mismo se iría convenciendo de que
la moderación de su padre y de los mencheviques era el camino que debió
haber seguido. No obstante, ya era tarde. Cuando Grossman comprendió que
gran parte de la Revolución la habían hecho hombres impregnados de
odio, odio a la burguesía, a la nobleza, a los pequeñoburgueses, a los
traidores de la clase obrera, a los campesinos desahogados, a los
profesores, a los poetas que escribían versos sobre la belleza de la
naturaleza, a las mujeres de medias de seda, era una ficha del nuevo
Estado.
Era, en cierto modo, uno de los miles que habían destruido
el viejo mundo y “aspiraban a uno nuevo que aún no habían construido”,
como él mismo los describía. “Los corazones de esos hombres, que habían
inundado la tierra de tanta sangre, que habían odiado con tanto ardor,
estaban infantilmente privados de rencor: corazones de fanáticos, tal
vez de dementes. Odiaban por amor”. Él odió, por amor a un nuevo mundo, a
una nueva vida. Odió, por amor a la utópica liberación de un pueblo que
en sus palabras, que eran las de Iván Grigórievich, había sido desde
siglos atrás servil, y más que servil, esclavo. “El aplastamiento
implacable de la personalidad, la subordinación servil de la persona al
soberano y al Estado acompaña de forma obsesiva la historia milenaria de
Rusia”. Odió, por amor, e inmerso en su odio-amor firmó la fatídica
carta y fue miembro de la oficialidad de escritores que protegía Stalin.
El
22 de junio de 1941, el ejército de Hitler invadió Rusia. Grossman se
presentó como voluntario de las tropas soviéticas, pero lo descartaron.
Dijeron que era inútil para la guerra. Fue entonces cuando sugirió
escribir para el Estrella Roja. Sus crónicas, sus testimonios,
retrataron la vileza de los nazis, y también lo encumbraron. Grossman
era una de las grandes voces del régimen, al lado de Máximo Gorki. No
obstante, al final de la guerra, con el remordimiento en las entrañas,
abandonó su prestigio, sus privilegios y la aureola de “genio” que le
habían puesto y siguió escribiendo, entonces para redimirse. Vida y
destino fue su primer gran testimonio sobre las atrocidades de la
guerra. Lo terminó en 1960, pero la censura no lo dejó pasar. Era un
testimonio amañado, dijeron. Era todo mentira, dijeron. Sus antiguos
camaradas quemaron varias copias, y persiguieron y difamaron a Grossman.
Lo condenaron al anonimato. La novela fue publicada veinte años después
de su muerte.
En ella, Grossman abrió las primeras heridas. En
Todo fluye clavó el estilete. Hurgó. Removió. Sangró. “¿Por qué eran
ustedes espías?”, preguntaba en un juicio ficticio uno de los jueces
ornamentales. “Me obligaron... Me pegaron...”, responde un delator.
“Estaba hipnotizado por el terror, por el poder de la violencia
ilimitada... En cuanto a mí, cumplí con mi deber como miembro del
Partido, como lo entendía en aquel momento”. Luego, el fiscal del caso
afirmó: “Repugnante es el lado animal, vegetal, mineral, físico-químico
del hombre (…). ¿A quién juzgar? ¡A la naturaleza del hombre! Ella, ella
es la que engendra montañas de mentiras, vilezas, cobardías,
debilidades (…). ¿Por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto
de la depravación humana?”, concluyó. ¿Por qué? Se preguntó una y mil
veces Grossman. ¿Por qué? Como si con una respuesta hubiera podido
borrar su pasado.