sábado, 27 de julio de 2013

Minicuentos 65




De la muerte y otras sangres III                                                                                     

Regreso
Santos Díaz Beltrán

Era una sensación tan extraña, tan excitante, nunca en su vida había experimentado algo así. Él lo atribuía a los enormes deseos de ver a su familia, sus padres, sus hermanos. ¡Un año sin verlos! Siempre que viajaba de la capital a su tierra natal le embargaba una ansiedad nostálgica por volver a su lugar de origen.
Ahora era igual, a pesar de los desagradables incidentes que había tenido: la pérdida de su valija en la estación y después el coche que se le había echado encima al bajar del autobús. Se recordó cerrando los ojos instintivamente, y luego, ver al camión dar un viraje violento, pararse a un lado de la carretera, y al chofer bajarse apresuradamente con un gesto de contrariedad angustiada. Pero él no se detuvo, deseaba llegar a casa de sus padres lo más pronto posible y eran cinco kilómetros de la carretera al pueblo. Llevaba un buen trecho caminando y la sensación, una sensación voluble, creciente, invadía a cada paso que daba hasta la última célula de su organismo; sentía la brisa en todo su cuerpo, como si su cuerpo y la atmósfera formaran una sola unidad inseparable, veía lo que le rodeaba, los árboles, sus hojas, las flores, las aves, los pequeños insectos, toda la materia que le circundaba era percibida por él en una forma imposible de describir a su razón. Sentía que podría entrar hasta la esencia de todo ello. Se detuvo, miró hacia arriba, la luz del sol no lo lastimaba y sentía su esencia bullir libremente dentro de sí mismo. Su cuerpo estaba muy ligero, tuvo una instantánea sensación de flotar. Echó a andar y miró hacia adelante,… el camino le pareció muy largo. Siguió avanzando en un mar de sensaciones indescriptibles producidas por la percepción de las formas que salían a su paso; formas, colores, y estructuras se entrelazaban en un flujo envolvente que inundaba sus sentidos. Sentía que tenía que avanzar, no podía quedarse parado. Se halló de pronto ante un riachuelo, después de un gran esfuerzo se recordó a sí mismo cuando niño bañándose allí, atraído por el agua transparente, el agua —que después ya mayor ejercía sobre él una particular atracción—, no era aprehensible, se amoldaba a todo continente y era clara, lúcida. Se sumergió en el agua y sintió cómo éste invadía todo su cuerpo, como disolviéndolo. Trató de moverse, pero no sintió sus brazos, no tenía brazos, no tenía cuerpo, sólo agua, ¡él era ahora agua!
Sin embargo, si yo había quedado reducido a algo, “algo” indefinible, no había sensaciones, ni dolor, ni placer, ni frío… ni angustia. Trató de pensar, su pensamiento se estaba transformando en una extraña percepción comprensiva total y saliente de la esencia de todo lo que le rodeaba. Después… movimiento como si estuviera a punto de iniciar un camino muy largo… infinito.

Preocupaciones de una sibila
Ricardo Lindo
Si vaticino que el imperio desaparecerá, corro el riesgo de perecer con él. Si vaticino que el imperio será eterno, corro el riesgo de no morir jamás. Por eso cada vez que los peregrinos me preguntan por la suerte del Imperio, permanezco silenciosa, observando atentamente la lejanía. Los peregrinos no insisten. Prefiero dejar ese problema en manos de los Dioses.

La presa
Gilberto J. Signoret

Su ojo se abrió repentinamente (el otro era un hueco, como su corazón) en medio de la noche (de la noche tan horrible y desolada como él) y un grito se escapó de su garganta (el alma vomitaba fuego y las manos temblaban debajo de la cobija) como los rugidos de las demás fieras, en sus jaulas (como las manos y él, enjaulados tras los barrotes) haciendo que la maraña de cabellos largos y negros (largos y negros como las desoladas noches) se agitaban de aquí a allá, tal y como se agitaban las fieras al oírlo llorar, oprimido y vacío, estallando de ira, de resentimiento (de amor o capricho o deseo reprimidos) brotando de los pulmones expandidos (tanto que la joroba parecía explotar) el grito desesperado que iba a resonar en la paja y a morir en la lejanía (en la lejana alma de alguien) surgiendo de abajo, de adentro, del fondo (de la profundidad siniestra del alma destrozada) del alma enana del fenómeno enjaulado, en el Circo, como las demás fieras (con alma, cuerpo y noche) oprimida y temblorosa, que parecía llorar sola y retar a la noche con las lágrimas de su único ojo, con su única mirada (el hueco, como el corazón, era muerte) antes de salir a la pista a bailar y rugir al son de falsa música oriental (falsa como su destino) y ver a la gente reírse de su dolor. Antes de amanecer en otro mundo.

Plegarias y pesticidas resultaron inofensivos
José Kozer

Era colectivo ya el abatimiento, imposible salvar la gran cosecha de arroz. Plegarias y pesticidas resultaron inofensivos: la voluntad divina no se plegaba, el billón y pico de gorriones devastando las siembras de las zonas bajas de China, se hallaba más que inmunizado.
Los empantanados arrozales quedaron a la merced de las hordas hambrientas, hostigo y nubes manchadas de pájaros. Acudían enjambrados a devorar aquella cosecha anual de la que dependían setecientos millones de vidas. Larga es la paciencia, largo fue el letargo de aquel pueblo.
Sin ser profeta, sin ser lánguido sabio multisecular, chino de lacios pelos colgando ralamente de las fosas nasales, podía vaticinarse ya la muerte por inanición de más de veinte millones de habitantes. Urgía, para la república, apremiante solución. Regimientos de gorriones se lanzaban a pique sobre el grano esencial de aquella tierra de lodo, arrasaban ya las primicias de la cosecha.
Li Mah ordenó el jueves 22 de marzo que todos los obreros, campesinos, estudiantes, profesionales, políticos, profesores, literatos. Toda la gama humana mayor de cinco años, se congregara en los preñados arrozales de toda la vasta extensión de la China, que todos al unísono y sistemáticamente comenzaran a patear la tierra, simultáneamente dando briosas palmadas. Li Mah ordenó que el pueblo se pusiera a cantar, a chillar con ingente fervor nacional, descoyuntándose en una alharaca de los mil demonios. Fueron veintitrés horas de enardecida algarabía, rítmica, acompasada, persistentemente coordinada. Los gorriones, aterrados, alzaron el vuelo desde el primer instante, comenzaron a circular sobre los campos, esperando la ocasión para bajar de nuevo a desangrar las tierras feraces de alimento. Trinaron, chillaron también, se congregaron en el desespero, hasta que poco a poco se fueron aislando, desbaratándose las piñas de los pájaros, empezaron uno a uno y luego a montones cayeron sobre la enchumbada, tierra risueña de China.