De la muerte y otras sangres III
Regreso
Santos Díaz Beltrán
Era una sensación tan extraña, tan excitante, nunca en su
vida había experimentado algo así. Él lo atribuía a los enormes deseos de ver a
su familia, sus padres, sus hermanos. ¡Un año sin verlos! Siempre que viajaba
de la capital a su tierra natal le embargaba una ansiedad nostálgica por volver
a su lugar de origen.
Ahora era igual, a pesar de los desagradables incidentes
que había tenido: la pérdida de su valija en la estación y después el coche que
se le había echado encima al bajar del autobús. Se recordó cerrando los ojos
instintivamente, y luego, ver al camión dar un viraje violento, pararse a un
lado de la carretera, y al chofer bajarse apresuradamente con un gesto de
contrariedad angustiada. Pero él no se detuvo, deseaba llegar a casa de sus
padres lo más pronto posible y eran cinco kilómetros de la carretera al pueblo.
Llevaba un buen trecho caminando y la sensación, una sensación voluble,
creciente, invadía a cada paso que daba hasta la última célula de su organismo;
sentía la brisa en todo su cuerpo, como si su cuerpo y la atmósfera formaran
una sola unidad inseparable, veía lo que le rodeaba, los árboles, sus hojas,
las flores, las aves, los pequeños insectos, toda la materia que le circundaba
era percibida por él en una forma imposible de describir a su razón. Sentía que
podría entrar hasta la esencia de todo ello. Se detuvo, miró hacia arriba, la
luz del sol no lo lastimaba y sentía su esencia bullir libremente dentro de sí
mismo. Su cuerpo estaba muy ligero, tuvo una instantánea sensación de flotar.
Echó a andar y miró hacia adelante,… el camino le pareció muy largo. Siguió
avanzando en un mar de sensaciones indescriptibles producidas por la percepción
de las formas que salían a su paso; formas, colores, y estructuras se
entrelazaban en un flujo envolvente que inundaba sus sentidos. Sentía que tenía
que avanzar, no podía quedarse parado. Se halló de pronto ante un riachuelo,
después de un gran esfuerzo se recordó a sí mismo cuando niño bañándose allí,
atraído por el agua transparente, el agua —que después ya mayor ejercía sobre
él una particular atracción—, no era aprehensible, se amoldaba a todo
continente y era clara, lúcida. Se sumergió en el agua y sintió cómo éste
invadía todo su cuerpo, como disolviéndolo. Trató de moverse, pero no sintió
sus brazos, no tenía brazos, no tenía cuerpo, sólo agua, ¡él era ahora agua!
Sin embargo, si yo había quedado reducido a algo, “algo”
indefinible, no había sensaciones, ni dolor, ni placer, ni frío… ni angustia.
Trató de pensar, su pensamiento se estaba transformando en una extraña
percepción comprensiva total y saliente de la esencia de todo lo que le
rodeaba. Después… movimiento como si estuviera a punto de iniciar un camino muy
largo… infinito.
Preocupaciones
de una sibila
Ricardo
Lindo
Si vaticino
que el imperio desaparecerá, corro el riesgo de perecer con él. Si vaticino que
el imperio será eterno, corro el riesgo de no morir jamás. Por eso cada vez que
los peregrinos me preguntan por la suerte del Imperio, permanezco silenciosa,
observando atentamente la lejanía. Los peregrinos no insisten. Prefiero dejar
ese problema en manos de los Dioses.
La
presa
Gilberto J. Signoret
Su ojo se abrió repentinamente (el otro era un hueco,
como su corazón) en medio de la noche (de la noche tan horrible y desolada como
él) y un grito se escapó de su garganta (el alma vomitaba fuego y las manos
temblaban debajo de la cobija) como los rugidos de las demás fieras, en sus
jaulas (como las manos y él, enjaulados tras los barrotes) haciendo que la
maraña de cabellos largos y negros (largos y negros como las desoladas noches)
se agitaban de aquí a allá, tal y como se agitaban las fieras al oírlo llorar,
oprimido y vacío, estallando de ira, de resentimiento (de amor o capricho o
deseo reprimidos) brotando de los pulmones expandidos (tanto que la joroba
parecía explotar) el grito desesperado que iba a resonar en la paja y a morir
en la lejanía (en la lejana alma de alguien) surgiendo de abajo, de adentro,
del fondo (de la profundidad siniestra del alma destrozada) del alma enana del
fenómeno enjaulado, en el Circo, como las demás fieras (con alma, cuerpo y
noche) oprimida y temblorosa, que parecía llorar sola y retar a la noche con
las lágrimas de su único ojo, con su única mirada (el hueco, como el corazón,
era muerte) antes de salir a la pista a bailar y rugir al son de falsa música
oriental (falsa como su destino) y ver a la gente reírse de su dolor. Antes de
amanecer en otro mundo.
Plegarias
y pesticidas resultaron inofensivos
José Kozer
Era colectivo ya el abatimiento, imposible salvar la gran
cosecha de arroz. Plegarias y pesticidas resultaron inofensivos: la voluntad
divina no se plegaba, el billón y pico de gorriones devastando las siembras de
las zonas bajas de China, se hallaba más que inmunizado.
Los empantanados arrozales quedaron a la merced de las
hordas hambrientas, hostigo y nubes manchadas de pájaros. Acudían enjambrados a
devorar aquella cosecha anual de la que dependían setecientos millones de
vidas. Larga es la paciencia, largo fue el letargo de aquel pueblo.
Sin ser profeta, sin ser lánguido sabio multisecular,
chino de lacios pelos colgando ralamente de las fosas nasales, podía
vaticinarse ya la muerte por inanición de más de veinte millones de habitantes.
Urgía, para la república, apremiante solución. Regimientos de gorriones se
lanzaban a pique sobre el grano esencial de aquella tierra de lodo, arrasaban
ya las primicias de la cosecha.
Li Mah ordenó el jueves 22 de marzo que todos los
obreros, campesinos, estudiantes, profesionales, políticos, profesores,
literatos. Toda la gama humana mayor de cinco años, se congregara en los
preñados arrozales de toda la vasta extensión de la China, que todos al unísono
y sistemáticamente comenzaran a patear la tierra, simultáneamente dando briosas
palmadas. Li Mah ordenó que el pueblo se pusiera a cantar, a chillar con
ingente fervor nacional, descoyuntándose en una alharaca de los mil demonios.
Fueron veintitrés horas de enardecida algarabía, rítmica, acompasada,
persistentemente coordinada. Los gorriones, aterrados, alzaron el vuelo desde
el primer instante, comenzaron a circular sobre los campos, esperando la
ocasión para bajar de nuevo a desangrar las tierras feraces de alimento.
Trinaron, chillaron también, se congregaron en el desespero, hasta que poco a
poco se fueron aislando, desbaratándose las piñas de los pájaros, empezaron uno
a uno y luego a montones cayeron sobre la enchumbada, tierra risueña de China.