miércoles, 17 de julio de 2013

Bolaño, el escritor de la desesperación romántica de nuestro tiempo

Roberto Bolaño: Diez años de ausencia presente

A diez años de la muerte del autor que sacudió la literatura y se volvió un boom

Rescate. Bolaño, poco antes de su muerte. Tomó la destacada lírica chilena e instaló el mandato de leer poesía./revista Ñ
Entre 1973 y 1976, en las mesas del café La Habana de la calle Bucareli, en México, un grupo de estudiantes de Filosofía y Letras de la UNAM quiso fundar un movimiento literario. Fue un grupo de acción radical más conocido por sus molestas irrupciones en eventos literarios que por el par de antologías que publicaron (Pájaros de calor, 1976, Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, 1979) o por una revista efímera (de sólo un número) que salió entre octubre y noviembre de 1977. Estaban inspirados por el espíritu del estridentismo de los años veinte y proponían un retorno a una poesía lumpen, que reinvidicaba la autodestrucción, la libertad sexual y la vanguardia. Hubieran quedado en el olvido de no ser por uno de ellos: Roberto Bolaño, fumador militante, poeta mediocre y agitador insolvente, que transformó esa prehistoria en mito en su novela Los detectives salvajes, publicada en 1998.
En los diez años que pasaron desde su muerte el 15 de julio de 2003, este chileno exiliado en México en su adolescencia, que hizo de Blanes (España) su última trinchera, se convirtió en el autor que había que leer, una figura influyente para las nuevas generaciones, un escritor maldito que murió demasiado pronto y ocupó por prepotencia (de trabajo) el lugar riesgoso de “último escritor latinoamericano”. En un efecto de traducción viral, se puso de moda tanto en Estados Unidos como en China, fue denostado por ser un “escritor para escritores” o un mero invento del mercado y, gracias a las pesquisas póstumas, se reveló como un autor mucho más profuso de lo que fue en vida.
Queda la acidez, la ternura y el romanticismo que destilan sus artículos de Entre paréntesis y una obra narrativa intransigente que encarna el espíritu de la revolución y a la vez su derrota. El realismo visceral –el movimiento literario en el que se reconocen los escritores de Los detectives salvajes – sostiene que la legitimidad de la labor simbólica del escritor depende de su actitud vital. Bajo ese influjo, Bolaño interviene con delay –todavía abrumado por el efecto de las dictaduras latinoamericanas en los setenta– en el debate intelectual sobre la función del escritor: entre el compromiso y la comunión del arte y la vida.
Ese es el nervio que atraviesa cada una de las páginas de Los detectives salvajes, articula los cuentos de Llamadas telefónicas y condensa el descomunal proyecto narrativo de 2666, cinco libros que conforman una novela en la que Bolaño vuelve a instalar en el centro la figura fantasmal de otro escritor –Benno von Archimboldi– atravesada a su vez por el horror de una acumulación implacable de crímenes ocurridos en la ciudad fronteriza de Santa Teresa.
Mientras escribía, Bolaño se dedicaba a escapar de una realidad que lo aplastaba en Chile, en México o en Barcelona, tres ciudades en las que vivió y de las que se fugó por la violencia política o por las esquirlas del amor. Hasta que un día un diagnóstico médico (trastorno inmunológico que afecta a las vías biliares y va dañando el hígado) le recordó que de la muerte nadie escapa y entonces se sentó a escribir para escapar del olvido. De ese modo, Bolaño se convirtió en el escritor de la desesperación romántica; en el escritor de nuestra época, de nuestras perspectivas y de “nuestros modelos del espanto”, como escribe en uno de sus poemas.
Con Los detectives salvajes (Anagrama), Bolaño obtiene el Premio Rómulo Gallegos y se convierte en un meteorito clavado en el centro de la literatura latinoamericana, con un linaje trazado entre Borges, Arlt y las peripecias beatniks, entre el idealismo de Cortázar y la desolación de Antonio Di Benedetto. Y con una tradición descomunal a cuestas, no como lastre sino como santuario en el que se le reza a la lírica de Neruda, Enrique Lihn, Gabriela Mistral o Nicanor Parra.
Suele decirse con razón que Chile es un país de poetas y en los últimos años los poetas empezaron a narrar. Allí están Alejandro Zambra, Álvaro Bisama, Alejandra Costamagna, Juan Pablo Roncone o Diego Zúñiga, por ejemplo. Es justamente Zúñiga (Iquique, 1987) quien sugiere que uno de los grandes aportes de Bolaño a la literatura chilena fue instalar el mandato de leer poesía. “Porque Nicanor Parra la rompe. Porque Enrique Lihn la rompe.” Porque en definitiva es el misterio de la poesía y el de los poetas el que se agita en Los detectives salvajes.
En esta novela, tanto Ulises Lima y Arturo Belano, líderes del realismo visceral, como el narrador, Juan García Madero, son poetas desesperados, poetas muertos de hambre, poetas adolescentes perdidos en ciudades enigmáticas, poetas que en los setenta querían hacer la revolución y al final de sus vidas terminan resignados en busca de una poeta (Cesárea Tinajero) de la que todos hablan pero a la que nadie publicó y que ellos rastrean como si leerla fuera la única salvación posible.
Bolaño tuvo la extraña capacidad de convencer a sus lectores de que lo único que tiene sentido en esta vida es estar obsesionado con escribir un poema. Sólo uno. O al menos una línea que pueda romperte la cabeza.
Una vez escribí que la figura de Roberto Bolaño se parecía a uno de esos escoceses que luchan contra el ejército inglés en la película Corazón valiente. No hablo de fisonomía ni pienso en Mel Gibson (estereotipo del héroe trágico) sino en la figura de un viejo que, aunque le hayan cortado el brazo en batalla, grita como desaforado porque aún quiere dar pelea. Escribir, para Bolaño, era enfrentarse a un ejército imbatible con la certeza de que nunca podrás vencerlo. Un escritor kamikaze desesperado por salir al campo de batalla para pelear contra un monstruo invisible. Así, todavía hoy, me lo imagino.

El comienzo de su novela más famosa

2 de noviembre He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
3 de noviembre No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado siempre ocurrían cosas: leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.
De Los detectives salvajes, Anagrama, 1998.