sábado, 13 de julio de 2013

Minicuentos 64



De la muerte y otras sangres II                                                                                      

El ataúd
Hernán Altuzarra del Campo

Vicenta enviudó a los cincuenta años de vida y a los veinticinco de amor. Heredó tres varones, una epiléptica y una pequeña finca que produjo para todos, gracias a su intuitivo gobierno matriarcal.
Los hijos trajeron a sus mujeres y a sus pequeños. Y pasó el tiempo. Cuando celebró los sesenta años, se regaló un elegante ataúd que destinó para sus segundas nupcias, con la muerte. Lo colocó en el mismo sitio de la sala en que doña María Tere Clara de Echegaray y Puig colocaba la señorial ortofónica en la suya.
La caja fúnebre ahuyentó de la casa a las comadres por un tiempo, aunque terminaron tan familiarizadas, que la convirtieron en costurero de sus diarios enredos.
Cierta vez lo prestó para el entierro de un joven vaquero que murió por dos trenzas nuevas. Pronto lo compró más suntuoso. También sirvió para las exequias de la parturienta empeñada en complacer al esposo que buscaba la docena. Al día siguiente lo readquirió modernizado. Cuando estaba ya septuagenaria, lo facilitó para los funerales del vecino que enmudeció al diálogo de escopetas y fusiles. Orgullosa lo repuso. Y hubo otras muertes.
Llegó el día de celebrarse los cien años, y en medio del banquete familiar que los festejaba, se levantó hierática, exclamando: “Vestiré de gala”. Y murió sin complejos, como los niños que juegan a la vida.
Se organizó el funeral, pero… ¡Qué contrariedad! La víspera, Vicenta había donado su ataúd para el vagabundo sin dolientes, y no había tiempo de traer otro del lejano pueblo, así que la familia decidió enterrarla entre flores silvestres y helechos campesinos.
Inicióse el cortejo, y todos sorprendidos vieron un fino ataúd de cristal que la envolvía, como un bloque eterno de hielo purísimo, destellante. Asombrados, comentaban el enigma sin explicárselo, cuando de repente la epiléptica, iluminada y pálida como el cirio que llevaba, gritó:
“¡Está envuelta por el espíritu transparente de los muertos!”.

Ejecución
Salvador Castañeda P.
Con gesto de profundo desdén, la duquesa de Montserrat oyó la lectura de su sentencia: “… y bajo el cargo comprobado de conspiración contra el gobierno establecido, este tribunal declara culpable a la acusada, y la condena a la horca. Pero por consideración a su persona, y por ser la madre de nuestro digno gobernante, se le da opción para que escoja la cuerda con que ha de ser ejecutada”. La duquesa, sin decir una palabra, ni dignarse mirar a sus verdugos, anotó, en un papel dado para el caso, que deseaba ser ahorcada con los intestinos de su hijo…

Suicidio
Jesús Abascal

Corrió hacia el borde del precipicio, pero ya era tarde: su sombra se había despeñado irremediablemente.

Bill Balas
Revista “Bohemia” de Cuba

Hacía más de seis días que el sheriff Mat Basterson se hallaba tirado en el piso del “Saloon Joe”, esperando la llegada del investigador, y ya su cuerpo, cansado de aguardar, comenzaba a exhalar un tufito nada agradable.
El agente del Gobernador examinó el cadáver, y al cabo de unos minutos dijo:
—¡Está muerto!
Lentamente se irguió, echó un vistazo en derredor y preguntó:
—¿Quién le disparó?
En ese instante Bill Balas bajaba las escaleras que conducían a la habitación de la corista Betty Bussines, y todas las miradas se clavaron en él.
—¡Ah, fue usted Bill Balas! —exclamó el investigador.
—¡Sí, yo mismo! ¿Y qué? —confesó Bill.
El agente del gobernador volvió a inclinarse sobre el cadáver del sheriff, lo examinó durante varios minutos más… al cabo de los cuales se incorporó y sentenció:
—¡Suicidio!
—¡¿Suicidio?! —exclamaron todos los los presentes, sin poder reprimirlo.
—¡Sí, suicidio! —ratificó el investigador. Y continuó:
—Todo está muy claro. Según las versiones del hecho, el Sheriff Mat Basterson le dijo a Bill Balas que mirara la estrella que tenía en el pecho… ¿Eso es cierto?
—Sí, es cierto, así fue —contestaron todos.
—¡Bien! —prosiguió el investigador—, como todos habrán podido apreciar, el disparo que mató al sheriff atravesó la estrella por el mismo centro… ¿está claro eso?
—Sí, está claro —asintieron a coro los presentes.
—Luego entonces —concluyó el investigador—, si el sheriff Mat Basterson obligó a Bill Balas a mirar la insignia, es suicidio… ¡Porque para nadie es un secreto que donde Bill Balas pone el ojo, pone la bala!
La travesía
Miguel R. Corzo N.

Al revisar su hora de salida se percató del error. Demasiado tarde. El tren enfilaba ya rumbo a Auschwitz.