De la muerte y otras sangres II
El ataúd
Hernán Altuzarra del Campo
Vicenta enviudó a los cincuenta
años de vida y a los veinticinco de amor. Heredó tres varones, una epiléptica y
una pequeña finca que produjo para todos, gracias a su intuitivo gobierno
matriarcal.
Los hijos trajeron a sus mujeres
y a sus pequeños. Y pasó el tiempo. Cuando celebró los sesenta años, se regaló
un elegante ataúd que destinó para sus segundas nupcias, con la muerte. Lo
colocó en el mismo sitio de la sala en que doña María Tere Clara de Echegaray y
Puig colocaba la señorial ortofónica en la suya.
La caja fúnebre ahuyentó de la
casa a las comadres por un tiempo, aunque terminaron tan familiarizadas, que la
convirtieron en costurero de sus diarios enredos.
Cierta vez lo prestó para el
entierro de un joven vaquero que murió por dos trenzas nuevas. Pronto lo compró
más suntuoso. También sirvió para las exequias de la parturienta empeñada en
complacer al esposo que buscaba la docena. Al día siguiente lo readquirió
modernizado. Cuando estaba ya septuagenaria, lo facilitó para los funerales del
vecino que enmudeció al diálogo de escopetas y fusiles. Orgullosa lo repuso. Y
hubo otras muertes.
Llegó el día de celebrarse los
cien años, y en medio del banquete familiar que los festejaba, se levantó
hierática, exclamando: “Vestiré de gala”. Y murió sin complejos, como los niños
que juegan a la vida.
Se organizó el funeral, pero…
¡Qué contrariedad! La víspera, Vicenta había donado su ataúd para el vagabundo
sin dolientes, y no había tiempo de traer otro del lejano pueblo, así que la
familia decidió enterrarla entre flores silvestres y helechos campesinos.
Inicióse el cortejo, y todos
sorprendidos vieron un fino ataúd de cristal que la envolvía, como un bloque
eterno de hielo purísimo, destellante. Asombrados, comentaban el enigma sin
explicárselo, cuando de repente la epiléptica, iluminada y pálida como el cirio
que llevaba, gritó:
“¡Está envuelta por el espíritu
transparente de los muertos!”.
Ejecución
Salvador Castañeda P.
Con gesto de profundo desdén, la
duquesa de Montserrat oyó la lectura de su sentencia: “… y bajo el cargo
comprobado de conspiración contra el gobierno establecido, este tribunal
declara culpable a la acusada, y la condena a la horca. Pero por consideración
a su persona, y por ser la madre de nuestro digno gobernante, se le da opción
para que escoja la cuerda con que ha de ser ejecutada”. La duquesa, sin decir
una palabra, ni dignarse mirar a sus verdugos, anotó, en un papel dado para el
caso, que deseaba ser ahorcada con los intestinos de su hijo…
Suicidio
Jesús Abascal
Corrió hacia el borde del precipicio, pero ya era tarde: su sombra se había
despeñado irremediablemente.
Bill Balas
Revista “Bohemia” de Cuba
Hacía más de seis días que el sheriff Mat Basterson se hallaba tirado en el
piso del “Saloon Joe”, esperando la llegada del investigador, y ya su cuerpo,
cansado de aguardar, comenzaba a exhalar un tufito nada agradable.
El agente del Gobernador examinó el cadáver, y al cabo de unos minutos
dijo:
—¡Está muerto!
Lentamente se irguió, echó un vistazo en derredor y preguntó:
—¿Quién le disparó?
En ese instante Bill Balas bajaba las escaleras que conducían a la
habitación de la corista Betty Bussines, y todas las miradas se clavaron en él.
—¡Ah, fue usted Bill Balas! —exclamó el investigador.
—¡Sí, yo mismo! ¿Y qué? —confesó Bill.
El agente del gobernador volvió a inclinarse sobre el cadáver del sheriff,
lo examinó durante varios minutos más… al cabo de los cuales se incorporó y
sentenció:
—¡Suicidio!
—¡¿Suicidio?! —exclamaron todos los los presentes, sin poder reprimirlo.
—¡Sí, suicidio! —ratificó el investigador. Y continuó:
—Todo está muy claro. Según las versiones del hecho, el Sheriff Mat
Basterson le dijo a Bill Balas que mirara la estrella que tenía en el pecho…
¿Eso es cierto?
—Sí, es cierto, así fue —contestaron todos.
—¡Bien! —prosiguió el investigador—, como todos habrán podido apreciar, el
disparo que mató al sheriff atravesó la estrella por el mismo centro… ¿está
claro eso?
—Sí, está claro —asintieron a coro los presentes.
—Luego entonces —concluyó el investigador—, si el sheriff Mat Basterson
obligó a Bill Balas a mirar la insignia, es suicidio… ¡Porque para nadie es un
secreto que donde Bill Balas pone el ojo, pone la bala!
La travesía
Miguel R. Corzo N.
Al revisar su hora de salida se percató del error. Demasiado tarde. El tren
enfilaba ya rumbo a Auschwitz.