A fines de los 60, el colombiano Óscar Collazos publicó un artículo sobre el escritor y la realidad
Estamos en el 50 aniversario de Rayuela, de Julio Cortázar,
con quien usted tuvo una controversia pública sobre el compromiso del
escritor. ¿Cómo se inició esa polémica y cómo fue posible que un
narrador de 26 años se enfrentara a ese peso pesado?
La “polémica” no empezó como polémica, sino como un artículo mío
publicado en agosto de 1969 en la revista Marcha, de Montevideo, por
pedido de Ángel Rama. Y no se refería solo a Cortázar. Hablaba del boom
de la novela latinoamericana, de lo que yo llamaba “la encrucijada del
lenguaje”. Se refería también al compromiso político del escritor y, por
extensión, a las posiciones de los escritores ante la revolución
cubana. La verdad es que si no hubiera sido director del Centro de
Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, mi texto no hubiera
tenido tanta repercusión y menos aún las respuestas de Cortázar y Vargas
Llosa en la misma revista. Hubo un equívoco: suponer que como
“funcionario” de Casa hablaba desde una posición oficial cubana, lo que
no era cierto. Eso volvió más escandaloso el intercambio y más airada la
respuesta de Vargas Llosa, que había roto ya con Cuba y que me
convirtió en una especie de monstruo estalinista. Cortázar, no, pero mis
planteamientos eran en muchos sentidos tan apasionados como ingenuos,
sobre todo al pedir coherencia entre el pensamiento político y los temas
de la literatura, que yo encerraba en una concepción muy estrecha de la
“realidad”. Yo estaba bastante influenciado por la sociología de la
literatura, por Lukacs y Goldman.
¿Cómo se inició entonces su amistad con Cortázar?
No fui amigo de Cortázar sino a partir de agosto de 1969, a raíz de
nuestra “polémica” Nuestro primer encuentro largo tuvo lugar a fines de
1972 en la abadía de Royaumont, donde fuimos invitados a un congreso de
sociología de la literatura latinoamericana que organizó la Ecole
Pratique des Hautes Études de París. Yo ya vivía en Barcelona y esto
facilitó los encuentros, no muchos, pero entrañables. El último, cuatro o
cinco meses antes de su muerte, fue en Barcelona, a fines de 1983, en
casa del editor Mario Muchnik. Siempre he creído que ya Julio sabía que
el desenlace estaba próximo, pero entonces no se habló de su enfermedad.
Y, ¿cómo se terminó cancelando esa polémica?
Nunca hubo ruptura, digamos, en mi amistad con Cortázar. Por el
contrario, la “polémica” nos hizo amigos. Julio no dejó de considerar
(lo hace en Papeles inesperados, uno de sus libros póstumos) que esa no
había sido una polémica sino un rico intercambio de pareceres entre un
joven de 26 años y un escritor a quien este joven admiraba enormemente.
Desde 1970 hasta unos meses antes de su muerte, me encontré con Cortázar
en París y Barcelona. La “polémica” seguía su curso, muy leída y
debatida en América Latina a raíz de la publicación en un librito de
editorial Siglo XXI, y fue reproducida en periódicos y revistas, incluso
en Lecturas Dominicales de EL TIEMPO, que dirigían los sardinos Enrique
Santos Calderón y Daniel Samper. Pero yo cada vez estaba más lejos de
algunas de mis posiciones de entonces. Había perdido la virginidad
política y aprendido a leer de manera más creativa la literatura.
¿Qué piensa hoy sobre un compromiso del escritor con la realidad en la que desarrolla su obra?
Cortázar, como Nabokov, siempre puso la palabra realidad entre
comillas. La realidad era, para él, un instrumento en manos de la
imaginación y eso lo separa, por ejemplo, de escritores como Onetti y
Vargas Llosa, pero lo acerca a Felisberto Hernández, Bioy Casares y
Borges. Es curioso, pero, en mi caso, mi idea de la realidad está más
cerca de lo que entiende por ella Vargas Llosa. No hay una realidad sino
muchas, y allí estaba mi error juvenil. La realidad es una experiencia y
un estímulo, es el caos que busca ser disciplinado. Tengo unas
relaciones muy estrechas con la realidad de Colombia, por ejemplo, pero
no me interesa reproducirla, lo que es imposible, sino buscar en ella
una expresión más esencial de la sociedad y de mi época, atravesadas por
la imaginación y una irrenunciable perspectiva ética. Y en cuanto al
compromiso del escritor, lo veo más en términos éticos de elección
personal que como imperativo ideológico.
¿Qué piensa de toda esa experimentación que se venía haciendo
en la literatura francesa y argentina, que Cortázar, con ‘Rayuela’, nos
hizo conscientes de esa posibilidad?
El lado experimental de su literatura tiene mucho que ver con el homo
ludus (el hombre que juega) que había detrás de él, de su formación en
las vanguardias europeas. No inventó, sino que continuó desde el medio
siglo XX la última explosión de las vanguardias. Rayuela es la
culminación de un proyecto: jugar con las piezas de un rompecabezas por
el lugar que a uno le dé la gana. Por eso atraía tanto a los jóvenes: el
juego, la apariencia de originalidad, el rechazo a la sagrada
costumbre, incluso la de escribir correctamente. Sus cuentos son sin
embargo clásicos, a la manera de Poe y Lovecraft.
¿El nivel del debate sobre la literatura en América Latina ha disminuido?
Se debate menos, no porque lo político y lo literario hayan dejado de
relacionarse sino porque se relacionan de otra manera, sin las
imposiciones de la militancia ideológica. Entre 1960 y 1970, los debates
literarios pasaban por los grandes debates sociopolíticos. Entonces se
debatía la identidad, hoy esa identidad es múltiple e irreductible,
elástica y mucho más rica.
¿La reedición de dos novelas suyas –que tienen ese
ingrediente social que era un poco el eje de su crítica a Cortázar en
aquel momento– qué le significa? ¿Por qué cree que están cobrando un
nuevo impulso estos textos?
La modelo asesinada y Rencor (las dos novelas ahora reeditadas por
Océano y Arango Editores) no tienen ya esos ingredientes que pedía en mi
polémica.
La primera es un thriller, una novela policíaca, impensable en los
años 70. La escribí en 1999, casi que como un homenaje a La ventana
indiscreta de Hitchcock). Rencor es una novela realista que simula ser
una crónica directa de la realidad, y es un simulacro de entrevista a
una bella mulata adolescente, victima de toda clase de violencias e
injusticias. La escribí en el 2006. Ambas están lejos de ese debate
porque ese debate (la mayor o menor fidelidad a lo real) está ya fuera
de la literatura. Ambas se reeditan en Colombia y México después de
sucesivas ediciones, pero también después de haber desaparecido unos
años de librerías. Si tienen una significación política es en segundo
grado, aunque ambas la tienen: la política, la criminalidad y las
industrias de la belleza juntas; las violencias más terribles en la
biografía de una pobre muchacha excluida.
Usted ha sido crítico de la dinámica del mercado editorial, porque cada libro no alcanza a recibir el impulso necesario...
La vida de los libros es cada vez más corta en las librerías. Si no
tienen unos ritmos de venta crecientes, se mueren en la exhibición de
novedades y son empujados por otras novedades. Les pasa lo mismo en los
espacios periodísticos: desaparecen. La modelo asesinada es una mirada
irónica al mundo de la alta prostitución atravesada por el narcotráfico y
la política, una historia imaginaria que devuelve al contexto del
proceso 8.000 y al tejido banal o sangriento de las industrias de la
belleza. Rencor ha sido leída como documento y como ficción. Ambas han
sido tema de estudios académicos, pero son, ante todo, novelas. Ahora
tienen su segunda oportunidad.
¿De quién es la responsabilidad de que se lea tan poco en Colombia, según los datos que se conocen?
No es cierto que vivamos una época en la que se lee poco. Se lee
mucho. No me asusta la desaparición del libro impreso y tampoco creo que
vaya a desaparecer la literatura: el ser humano necesitará siempre
historias reales e imaginarias y discusión de ideas, lo imaginado como
sustituto de lo vivido. Pero en Colombia leemos menos libros que los
argentinos, los mexicanos y los chilenos, por ejemplo. Se lee poco
porque no se ha enseñado a leer placenteramente; los métodos son
aburridos. ¿Por qué poner a un joven de 12 años a leer Cien años de
soledad? En una sociedad donde los padres y los maestros no leen o leen
muy poco, es posible que los hijos y sus alumnos lean mucho menos. Es
decir, nada. El libro, en cualquier soporte (impreso o electrónico), no
se considera necesario en nuestra cultura cotidiana, es un lujo. Se dice
que caro, pero hay formidables colecciones de libros de bolsillo con
grandes autores y obras clásicas y contemporáneas a precios asequibles,
menos que, por ejemplo, el precio de una caneca de aguardiente y la
entrada a un concierto de silvestres quejidos vallenatos.
¿El libro que está escribiendo ahora mismo le satisface más que el anterior?
El libro que acabo de terminar y entregar al editor, Tierra quemada,
es una novela alegórica de 400 páginas que se publicará dentro de dos o
tres meses; es la suma que temas obsesivos en mis últimos libros, desde
Rencor hasta Señor Sombra. Gira alrededor de una guerra que no termina,
transcurre en una tierra devastada y en un mundo de destrucción casi
apocalíptico: 500 desplazados conducidos a ninguna parte, testigos
agónicos y paulatinamente sacrificados de una nueva guerra que empieza
con los restos de aquella que no terminó del todo. Siento que es lo
mejor y más doloroso que he escrito.
¿Qué le falta por escribir?
Mucho. Mi autobiografía: medio siglo de experiencias a veces
tumultuosas. Medio siglo con personas y eventos que marcaron el mundo.