Somos marido y mujer, pero como ella cree que la convivencia mata la pasión, preferimos seguir viviendo cada uno en su propia casa
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| Ilustración Raquel Marín./elpais.com | 
Mi esposa y yo vivimos separados. Quiero decir que somos marido y 
mujer, pero como ella cree que la convivencia mata la pasión, preferimos
 seguir viviendo cada uno en su propia casa. Yo vivo solo, y ella con 
sus niños, que son dos, y no hijos míos, sino fruto de su vientre en el 
primer matrimonio que tuvo, con un arquitecto. Un día, con el pretexto 
de que estoy medio viejo y una vez me desmayé en un restaurante, ella me
 pidió las llaves de mi casa. “¿Qué tal que estés solo y te vuelva a dar
 un patatús y yo no pueda entrar a rescatarte, a llevarte por ejemplo al
 hospital?”. “O por ejemplo al asilo… tienes razón…”, le dije yo. Y le 
entregué una copia de las llaves. “Pero debes darme las tuyas tú 
también, en reciprocidad. ¿Qué tal que un día tus hijos te estén dando 
una paliza y yo no pueda entrar a rescatarte?”. No sin cierta 
reticencia, ella accedió.
Ella no ha usado nunca las llaves para entrar en mi casa, que yo 
sepa, ni yo tampoco he usado las suyas para entrar en su casa cuando 
ella no está. Solo que el otro día se me metió en la cabeza que algo 
raro estaba pasando allá. Los hijos se habían ido con el arquitecto toda
 la semana y la actitud de mi esposa me resultó un poco extraña. En vez 
de venir a visitarme o de invitarme a comer, sacó unas disculpas 
absurdas para que no nos viéramos ni el martes ni el miércoles. La idea 
confusa siguió creciendo en mi cabeza y el jueves por la tarde la llamé 
por teléfono. Ella me dijo que estaba yendo al cine con Lina, su mejor 
amiga. El pálpito creció. Corrí a su casa, que está como a 10 manzanas 
de la mía; el portero me conoce y me dejó pasar aunque, advirtió, “la 
señora no está”. Subí los ocho pisos en el ascensor. Todo estaba en 
silencio, en orden. Aunque ella no compra flores, había un ramo de rosas
 en el florero de la sala. El caos de juguetes de los niños había sido 
ordenado en la habitación de las dos camas simétricas. Fui al cuarto de 
mi esposa. La cama tendida; ningún olor extraño. Sin embargo a un lado 
de la cama había un maletín de viaje. La etiqueta de Avianca, todavía en
 el asa de la maleta, decía Mr. Ferro.
Vi que Mr. Ferro había tomado un vuelo Barranquilla-Medellín el día 
anterior. A veces mi mujer, que es veterinaria, hace asesorías para el 
zoológico de Barranquilla. Puse el maletín sobre la cama y lo abrí. Poca
 ropa de hombre, como para dos noches; un par de calzoncillos negros. 
Una bolsa de remedios, y en ella cepillo de dientes, curitas, pastillas 
para bajar la tensión y un sobre de seis preservativos, rojos, al que le
 faltaban dos. Una loción pour homme (para hombre) de un aroma 
asqueroso. Lo más extraño de todo es que también había dos bolsas de 
champiñones. Blancos, frescos, olorosos. Volví a cerrar el maletín, lo 
devolví a su sitio y salí del apartamento de mi mujer.
Esa noche no hice nada, ni al día siguiente, pero el sábado salimos a
 comer. Traté de abordar el asunto de un modo indirecto, lejano: “¿Sabes
 una cosa?”, le dije, “yo detesto los calzoncillos negros de hombre”. 
Abrió los ojos grandes, pero la voz sonó serena cuando preguntó: “¿Y eso
 por qué?”. “Por razones obvias, porque no se les ve el mugre…”. “La 
mugre, querrás decir”. “Eso”, contesté yo y ella cambió de tema. Cuando 
vino el camarero le pregunté: “¿No tendrían por casualidad champiñones 
al ajillo? No me han gustado nunca, pero hoy los quiero probar”. Mi 
mujer volvió a abrir los ojos un poco más de lo normal y yo le sonreí.
No había champiñones y a mi mujer le trajeron langostinos. Cuando 
empezó a elogiarlos, le pregunté, seco: “¿Quién es Ferro?”. “¿Qué?”. 
“Que quién es Ferro”, insistí. Hizo con la boca ese gesto que detesto 
que es retorcer los labios cerrados hacia un lado. “Vi el maletín, vi 
los calzoncillos negros, vi los condones, olí la loción (asquerosa), vi 
los champiñones”. “No tienes derecho”, dijo, en voz muy baja, pero 
iracunda. “Tú me diste las llaves”, dije. “Y tú a mí. Hace dos meses, un
 neceser azul. Vi el pintalabios, el perfume (asqueroso), las bragas 
rojas; no había condones, pero estos espero que te los hayas puesto tú”.
 Tragué saliva. Probé el mero a la plancha. Llamé al camarero y le pedí 
una botella de cava catalán.
Mi esposa y yo vivimos separados. Quiero decir, somos marido y mujer,
 pero como ella dice que la convivencia mata la pasión, preferimos 
seguir viviendo cada uno en su propia casa. El otro día, no sé por qué, 
se me metió en la cabeza que. Etcétera.
Héctor Abad Faciolince, escritor colombiano. Su última obra es Testamento involuntario.
 
 
